lunes, 31 de agosto de 2009

Impromptu

"No entiendo cómo los hombres inventaron la palabra felicidad"
Franz Kafka

La felicidad es muy cómoda, pero a veces produce trastornos estomacales que desconciertan a los médicos y los obligan a tomar medidas extremas, como recomendar una dieta moderada, que el feliz acepta con circunspección. La felicidad es muy cómoda, pero a veces trae conflictos con los vecinos, que ponen la música muy fuerte, y hay que hablarles y convencerlos de que no es para tanto. La felicidad es fantástica, pero a veces hay cosas que interfieren, se mancha una camisa, o te deportan a un campo de concentración, se cae una copa finísima y se hace añicos contra el suelo, los vidrios se esparcen, y cuando el feliz camina por la noche -el feliz jamás duerme- y recorre la casa con los pies descalzos, en la plenitud del contacto con lo original, las baldosas o el palisandro que puebla la parte inferior de las habitaciones, se corta levemente y salen unas gotas de sangre, o sufre una hemorragia decisiva. La felicidad es sensacional, pero a veces, cuando estás cocinando, se te derrama un bol donde habías batido tres huevos, y tenés que limpiar el piso con un trapo, el trapo se ensucia y tenés que lavarlo con un jabón apropiado, o en su defecto con detergente; en este último caso el trapo se arruina, y el feliz no volverá jamás a tener un trapo de piso. La felicidad es turgente, pero un día se mete una basurita en el carburador, recorre los cañitos que alimentan el motorcito de tu automóvil, y el autómovil se para, tenés que llamar a una grúa y remolcarlo hasta tu casita. O se para en Fuerte Apache, y te secuestran, te torturan y te matan. No confíes nunca en la felicidad.

La felicidad es estática, pero no es difícil que el feliz se embarque en aventuras extraordinarias en busca de más felicidad; la felicidad tiene una tendencia compulsiva al aumento, rara vez se conforma con el plácido equilibrio y allí se encuentra la mayor fuente de sus problemas, y como la felicidad es por definición generosa, el feliz trata de repartirla permitiendo coimas y corruptelas, aunque naturalmente, el primer objeto de la generosidad feliz es el usuario de la felicidad, el feliz, que quiere, una vez que la ha ajustado como un traje a medida, guardarla completamente para sí y que nadie participe de ella. Para lo cual es necesario recurrir a toda clase de triquiñuelas; la felicidad es muchas veces pequeñísima, y hay que buscarla en las cosas muy pero muy chicas, como un caracolito minúsculo, con una lupa, o una lente de aumento de gran tamaño, algo que te revele los detallecitos, las paredes rugosas de un tubito microscópico, de un tubérculo, tubito, de donde hay que raspar y raspar durante horas, con un instrumento afilado, y si es posible con punta, con una punta muy fina, como los que usan ciertos relojeros para ajustar engranajes de relojes antiguos, fabricados hace mucho tiempo, de modelos obsoletos, ya que fueron sustituídos por los aparatos digitales, con visor o sin él, con agujas, escoplos microscópicos capaces de detectar una fina película, sacarla lentamente y permitir que se acumule en un montoncito miserable, que después puede beberse, o preferiblemente fumarse, de felicidad.

La felicidad exige que cuides todos los detalles, y puedas manejar los infinitos inconvenientes, como enhebrar una aguja, o una enfermedad terminal, o perder la cédula, o que se descomponga el teléfono, o subir una escalera con los peldaños rotos, para extender los brazos y que te los claven en cruz, con clavos gruesos, de hierro, que te atraviesan los huesos, y luego con una maza de hierro te rompan las tibias para que te mueras más rápido, o si después de una o dos litros de vino tenés un poco de dolor de cabeza y tenés que acostarse. Podés tomar una aspirina, y si tenés náuseas, de veinte a cuarenta gotas de Reliverán.

La felicidad es un líquido, que se derrama desde el feliz a sus semejantes, y los enchastra para siempre, embarcándolos en fantasías exuberantes, que transforman su vida en un infierno perpetuo.

La felicidad es un horror, por eso las distintas religiones condenan a quienes llevaron una vida casta y pura, sin reproche, a ser eternamente felices en el paraíso. La felicidad es muy cómoda, pero un día te matás o te matan y no sirvió para nada.

domingo, 30 de agosto de 2009

SHOSTAKOVICH Vals nº2 de la Jazz Suite nº2

Este vals de Shostakovitch es la música que Kubrick urilizó en Ojos bien cerrados (Eyes wide shut) , película que pueden ver y bajar de este mismo blog.

sábado, 29 de agosto de 2009

La consolación por el fútbol

Todos estos cambios en las transmisiones de fútbol por tv no me afectan mucho, ya que soy a-futbolero. Pero una vez..... bueno, ahora les cuento.


La consolación por el fútbol

Boecio (480-525) fue uno de los intelectuales más notables de su tiempo: fijó buena parte del pensamiento medieval temprano (entre otras cosas, inventó el trivium y el cuadrivium, base de la educación en la Edad Media). Cónsul romano, traductor de Platón y de Aristóteles, cuya lógica estudió y describió, fue consejero político del rey ostrogodo Teodorico. Sin embargo cayó en desgracia, Teodorico lo arrojó en la cárcel, donde fue torturado, y pasó un año hasta ser ejecutado. Durante ese año, y en la propia cárcel, escribió La consolación por la filosofía, en una línea principalmente estoica: consiste en un diálogo entre la Filosofía y él, en el que la primera lo consuela de sus desventuras demostrándole que aun en la cárcel se puede ser feliz, ya que la felicidad es un estado interior independiente de las circunstancias.
Pero ese día era imposible leer: el café La Orquídea estaba de bote en bote: transmitían un partido de no sé quién contra no sé quién y la platea estaba excitadísima; los gritos atravesaban el café y hacían imposible concentrarse en Boecio. Después de un rato, no pude más, me levanté, me acerqué a un tipo, habitué del café (le faltaban las dos piernas, pero lucía un par de prótesis espectacularmente neorrealistas), que vociferaba instrucciones a los jugadores: “¿Pero qué hacés, inútil, qué hacés?”, y traté de explicarle. “El no lo escucha”, le dije con amabilidad: el televisor es sólo un aparato y no más que eso, los jugadores no están allí, son apenas haces de fotones que parten de la pantalla, y que alcanzan su retina, donde se transforman en impulsos nerviosos”; pero el hombre no se dejó convencer por las verdades de la ciencia positiva; agarró su jarra de cerveza y me la arrojó, manchando la Consolación... de Boecio, que imprudentemente había conservado en mi mano.
Volví a mi lugar, pero al rato la barahúnda era otra vez tan infernal que me creí obligado a intervenir nuevamente: después de comprobar que no estaba tomando cerveza, me acerqué a una gorda, y empecé con la letanía de los fotones y los impulsos nerviosos, mientras un jugador, que tras haber recibido el pase de un corner tenía el camino abierto hacia el arco miraba alrededor, sin decidirse, como un Hamlet de la pelota: “Pateá, degenerado”, aulló la gorda, y yo: “No le hable, no la escucha, escuche lo que dice Boecio: ¿Por qué buscas la felicidad fuera de ti? La felicidad es un estado interior”. Diez brazos me agarraron y me arrojaron a la calle, con Consolación y todo, mientras las bocas volvían a gritar: “Animal, pateá, ¿qué estás haciendo” y entonces, desde el suelo y a través de la ventana, vi que... que... el jugador pateó... y...
¡¡¡¡GOL!!!! se escuchó el aullido de la horda primitiva, el grito de los homínidos que se ponían de acuerdo para la caza del mamut, de los Pitecantropus que avisaban de la presencia de un tigre dientes de sable..., del homo afariensis cuando se disponía a destruir para siempre a una tribu enemiga... (o que eventualmente le hacía un gol). La gorda gritó con tal fuerza que no sólo me rompió los tímpanos sino que bajó cinco kilos, el fulano de las prótesis y la cerveza revoleó las susodichas, y el aullido inmenso se replicaba con cada repetición..., sin que a nadie le importara la flecha de la termodinámica, ni la imposibilidad de retroceder en el tiempo..., en verdad se mecían entre el pasado inmediato y el presente en un vaivén entre el pasado y el futuro que hubiera espantado al propio Boltzmann...
Y yo me quedé atónito.
No me sentía muy infeliz tirado en la vereda (al fin y al cabo, la felicidad es sólo un estado interior, Boecio dixit). Pero no podía creer lo que había visto, ni la manera en que la tecnología, rayos catódicos y fotones incluidos se habían adaptado a las pautas culturales. Había aprendido algo.
Entré en mi edificio, y al mismo tiempo que apretaba el botón, le dije al ascensor: vení, por favor. Y el ascensor vino.
Cuando llegué a la puerta de mi casa, y al mismo tiempo que hacía girar la llave en la cerradura, le dije a la puerta: “Abrite”. Y la puerta se abrió.
Después le expliqué al lavarropas: aunque la fuerza centrífuga en realidad no existe, hazlo, mientras apretaba la perilla de centrifugado. Y a las luces, préndanse, y se prendieron..., poco a poco y ante mis amables palabras, Consolación por la filosofía en la mano, la casa entraba en funcionamiento y me mostraba un mundo más rico, infinitamente más rico, en el que los aparatos se habían vuelto sensibles a la maravilla del lenguaje y se incorporaban a los grandes relatos posmodernos.
“Encendéte”, le dije sonriendo a la computadora. Pero esta vez, nada: arrancaba y aparecía un cartel “error fatal”. Prendí, apagué, intensifiqué mis súplicas, rogué, pero ella, impertérrita. “¿Y qué me importa?”, dije, “la felicidad no está fuera de mí, la felicidad, como dice Boecio, está dentro de mí, con computadora o sin ella. Por eso Boecio pudo encontrar la paz y la esquiva felicidad dentro de la celda, mientras esperaba a ser ejecutado, y nos legó su Consolación, pura teoría estoica tardía”; al fin y al cabo es sólo un aparato; “encendete, encendete”, empecé a subir la voz.
Caía la luz y la noche se apoderaba de la ciudad con precisión, la noche espesa y abigarrada, cuando todas las puertas están cerradas y vagan los fantasmas de la canción: hasta el horizonte (vivo en un piso trece), se veían los cuadraditos de las ventanas iluminadas por los televisores que transmitían partidos de fútbol que eran jugados a lo ancho y a lo largo del mundo, la noche inclemente, en la que yo, sólo yo, estaba desconectado del mundo, solo con Boecio...
“ENCENDETE”, aullé y finalmente (era el intento número 423.815)... la computadora fue sensible a mis palabras y la maravilla de Bill Gates (nuestro carcelero) se encendió correctamente. Tiré el libro de Boecio a la basura, llamé a Google (por favor, Google...) y gozosa y felizmente me puse a navegar.


Bitácora

Acabo de volver de Córdoba, donde fui a dar la primera clase de un curso de Periodismo Científico.... y el viaje fue una verdadera pesadilla.... el avión se atrasó dos horas, después una hora más en el aire (esperando que le permitieran aterrizar) después las valijas no llegaban.... después no había taxis ni colectivos (eran ya la una y media de la mañana) que pudieran sacarme de allí.... hasta que al final bueno, conseguí uno, y aquí estoy, a las dos y media y recién llegado.
Es un poco complicada esta vida.... y esta es un complicación muuuuuuuuuuuy menor.
Ni se imaginan los problemas que tengo con la Red de periodismo científico (de paso, aquí en la barra del costado hay una entrada a la página de la misma). Si quieren, les cuento.... por un lado son divertidas, pero por el otro hablan bastante mal de la condición humana.
Leonardo

jueves, 27 de agosto de 2009

Bitácora

Acabo de volver a ver The Music Box (la cajita de música), de Costa Gavras. Realmente, es una película que no puede dejar de verse. Aquí se dio con el nombre "Mucho más que un crimen", siguiendo esa absurda costumbre argentina de cambiar el nombre de las películas. Aunque no es de las más vistas, me pregunto si no es la mejor película de Costa Gavras.
Muy pronto la tendrán en Cineclub.
De paso, si quieren decirme qué películas les interesan, adelante. Trataré de ubicarlas.
Leonardo

miércoles, 26 de agosto de 2009

El día que vino el Papa (fragmento)

Los móviles policiales eran los únicos que rompían la soledad uniforme de la autopista. La gente se vigilaba entre sí. ¿Quién de ellos iba a atentar contra el Papa? Porque en cada lugar donde el Papa iba, en cada sitio que pisaba, alguien trataba de matarlo. Había pasado en Manila, cuando una mujer le arrojó un montón de trapos encendidos, y había pasado en Amsterdam, cuando un niño se colgó de sus faldones y apenas los guardias de seguridad lograron arrancarlo, explotó como una granada, matando a cinco personas de la comitiva policial. Y en Bangkok, una lanza envenenada había caído de lo alto, sin que se encontrara al culpable, y en San Francisco dos disparos de arma automática habían rozado el vehículo en que se desplazaba y se habían incrustado en un crucifijo de madera muy dura que llevaban sus portaestandartes, asustando mortalmente al Gran Obispo Adjutor, que desde entonces no había recuperado el habla. Y algo similar había ocurrido en la India, cuando lo atacó un loco, y en México, donde le sirvieron empanadas rellenas de afilados clavos, y en Uganda, donde le hicieron respirar miasmas mortales. El Papa viajaba enfrentando a las fuerzas del Demonio, que lo acechaban en todas partes, sin excluir el fondo mismo de su palacio de San Pedro, en las perlas envenenadas que se disolvían en su vino, y que condenaban al Gran Sommelier a una vida taciturna y de sobresaltos permanentes.¿Y aquí, quién sería? El ondear de las banderas amarillas y blancas con las insignias del Vaticano, donde estaban grabados a fuego los emblemas milenarios de la Iglesia Romana, pretendían crear un océano de tranquilidad y salvaguardia moral. Pero era en vano. Un grupo de borrachos empezó a alborotar, y la policía se los llevó: nunca se volvería a saber de ellos. Algunos chicos se cansaban de la espera y preguntaban: “¿Cuándo viene el señor ése? ¿Cuándo viene?”. Los padres no sabían qué responder, porque la aparición del Papa participaba de la condición del milagro. Debía ser súbita, imprevista. Era imprescindible que apareciera de repente.

Y así fue. Hubo de pronto una algarabía, un espasmo de la multitud, un ondear rítmico y monocorde de las banderas, un agitarse de esas aguas humanas e impredecibles. Llegaban los obispos, caminando lentamente sobre el asfalto recalentado y casi líquido, bajo ese sol que más que caer parecía desmayarse sobre la gente. Avanzaban con pesadumbre, en tres filas solemnes e impecables, como si estuvieran ascendiendo uno a uno los peldaños de la salvación. Vestían caperuzas azules y sobrepellices rojas con cruces de fuego, y enfundados en ricos tahalíes de acero toledano, afilados alfanjes con guarda de perlas; y en las manos extendidas llevaban delicados orinales de porcelana inglesa con incrustaciones de nácar, que mitigarían los ardores del cuerpo en las noches sombrías del colegio episcopal. Hubo un aullido y risas tiernas cuando desfilaron los pajes, con pasitos graciosos y cortos, primorosamente ataviados con delantales de pañolenci y minúsculos gorritos donde lucían plumas de pavo real. Hubo un leve ondular, imperceptible, infinitesimal, inverosímil, cuando a ambos costados de la ruta se desplegaron los alabarderos de Su Santidad, con sus capas ultramarinas y sus prendedores de madreperla, llevando en las solapas las insignias de su rango, y en ristre las altas lanzas donde colgaban, como pellejos secos y muy usados, los cánones de la más alta jerarquía vaticana.

Hubo un retroceso, un inmenso vacío, que ninguna música llenaba, y, precedido por cuatrocientas mulas, que representaban la inocencia y la obstinación, irrumpió, solo, erguido hasta el ápice de su espigada figura, el Gran Inquisidor, envuelto en un hábito negro que apenas dejaba ver los detalles de su cuerpo temible. Llevaba en el pecho la Cruz de Calatrava, en la cabeza la corona de espinas, y ceñía su cintura el cilicio de los mártires. En su mirada ardía el fuego de todos los infiernos y las llamas purificadoras donde alguna vez se quemaron los herejes. Su boca recta y rígida exhalaba el aroma de la comida cerúlea y el gusto dulzón delveneno. De sus oídos partían miles de cables telefónicos para escuchar las conversaciones de los enamorados y los llantos de despedida y las súplicas de la gente abandonada o muerta. Alto y erecto avanzaba: a su paso, se apagaban lentamente los sonidos, y todo pensamiento se contaminaba con la gravedad del delito.Y entonces tronó una música sacra, tremenda y tranquila, y terriblemente serena, una música maravillosa que parecía envolver a los presentes en los más sutiles hedores del Paraíso, y se hizo un vacío más profundo que el que reina en las profundidades de la memoria y las mentes quedaron en blanco, los pensamientos se vaciaron de todo contenido y hasta el lenguaje trastabilló y retrocedió hasta volverse confuso como una lengua infantil.

Llegaba el Papa. Era un hombrecito bondadoso y siniestro, que sonreía y bendecía, moviendo sus manitas que repartían y aseguraban la salvación. A su paso, la gente se arrodillaba y prometía ser buena. Estaba metido en un vehículo blindado, que avanzaba muy despacio, y rodeado por un vidrio transparente que borroneaba su figura blanca y de actitud angélica. Pero no era el blindaje el que lo protegía, no era esa envoltura transparente la que aseguraba su inmunidad. Lo protegía Dios, eso era evidente, una mano muy poderosa le abría el camino. Adentro de la jaula de vidrio, el Papa parecía chiquitito, un monito embalsamado, y sus manitas se agitaban con bondad. Era como si Dios mismo estuviera encerrado en un frasco de vidrio. Sus gestos pegaban más con los de un niño que va a tomar su primera comunión, que con una presencia seráfica. Hipnotizada, la multitud lanzó un alarido, la invadió una hemorragia de miedo, un espasmo de horror y de gratitud, un ansia enfermiza por la bienaventuranza. De una de las filas de atrás, se llevaron a un hombre sospechoso y lo encerraron en el baúl de un auto. El vehículo avanzaba muy despacio, lentísimo, como suelen hacer los mecanismos del cielo. Los soldados de la Guardia Suiza, que escoltaban al Papa en sus uniformes perfectos, mezclados con los policías azules y los escoltas ricamente ataviados formaban como una sola gema, entera, única y multifacética, que atrapaba el sol y devolvía sus reflejos, casi como un insulto, a la gente que cantaba al borde del trance. Y por encima de los cánticos batían las alas de los ángeles, y decididas palmas se agitaban con unción, construyendo pacientemente, ladrillo a ladrillo, un himno que se elevaba directamente hacia el Altísimo.

lunes, 24 de agosto de 2009

bitácora

créanlo o no:

Participo de una "red de periodismo científico" (RADPC). Pero lo que quería contarles es que la red tiene un Censor oficial, que aceptó gustoso esa ocupación, que consiste en advertir a quien sea que se apartó un milímetro de las reglas de etiqueta. Lo hace bien, le gusta, está en su naturaleza (aclaro que después de votar en contra de que haya un censor --y `perder--, yo mismo lo voté a él como censor).
Pero lo interesante, lo que en realidad quería contarles, es que el Censor prohibió la ironía, el humor, el chiste, la espontaneidad. ¿Quieren creerlo?
Como se ve, existe gente así, aún en estros tiempos de expansión y democracia, virtual o no.

Leonardo

sábado, 22 de agosto de 2009

La historia contra lo absoluto

La ley de gravitación universal descubierta por Newton a fines del siglo XVII definió toda la ciencia que vendría en los tres siglos siguientes. Era una ley, si se quiere una ley de leyes (como lo sería más tarde la ley de conservación de la energía), que se cumplía en todo lugar y todo tiempo: efectivamente, dos cuerpos situados en dos lugares cualesquiera del universo, no importa la distancia que los separara, se atraían con una fuerza directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional a la distancia que las separara, no importa que fueran átomos, estrellas, montañas, cometas, galaxias (cuya existencia Newton no podía sospechar): en 1759 la vuelta del cometa desde entonces llamado Halley, predicha en base a la ley de gravitación universal, proporcionó el espectáculo increíble de los mecanismos celestes rindiéndose a los pies del gran científico inglés, incluyendo a los cartesianos franceses, que insistían aún con un universo puramente mecánico, gobernado por torbellinos de materia sutil que arrastraban a los planetas: en la síntesis prodigiosa que proporcionaba la gran ley, el universo entero se transformaba en un inmenso mecanismo regido por las fuerzas de gravitación.

En 1685 presentó un informe sobre el movimiento de los astros con el título De motu: era la primera noticia del famoso descubrimiento mediante el cual Newton unificaba los fenómenos celestes y terrestres y deducía matemáticamente las leyes de Kepler del principio de gravitación universal. Se publicó en 1687 en forma más amplia con el título Philosophiae naturalis principia matematica. Esto es, Principios matemáticos de la filosofía natural: era el libro de la naturaleza escrito en caracteres matemáticos que había reclamado Galileo.

Y sin embargo, a Newton todavía se le había escapado algo. Así como Kepler se había reservado –sin quererlo– un residuo circular para sus fuerzas o tientos que emanaban del Sol, el mundo que nace de la cabeza de Newton conserva todavía un residuo de la doctrina aristotélica: el mundo había sido reconstruido y explicado de nuevo, y los planetas y sus satélites y todo lo que se observaba se ajustaban a la ley de gravitación: ¿por qué quejarse entonces?

Pero hubo quejas, que partieron del continente y de los científicos más cerradamente mecanicistas, que no aceptaban la existencia de un ente como la fuerza gravitacional, inmaterial, que actuaba a distancia –sin contacto entre los cuerpos– cruzando el vacío y a velocidad infinita. “Estábamos tratando de eliminar toda la metafísica aristotélica de la física hasta que no quedara ni siquiera ni un corpúsculo –rezongaba Huygens– y ahora la metafísica se nos cuela a través de un objeto no material, de cuya naturaleza no sabemos nada, y que verdaderamente tiene poco de físico y mucho de metafísico”.

Pero además, Newton conserva la idea de espacio y tiempo absolutos; no en el mismo sentido de Aristóteles, desde ya, para quien el absoluto del espacio estaba fijado en el centro de la Tierra, pero de todas maneras los conserva.

“El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza y sin relación con algo externo, fluye uniformemente y por otro nombre se llama duración; el relativo, aparente y vulgar, es una medida sensible y externa de cualquier duración.

El espacio absoluto, por su naturaleza y sin relación con cualquier cosa externa siempre permanece igual e inmóvil: el relativo es cualquier cantidad o variable de este espacio, que se define por nuestros sentidos según su situación respecto a los cuerpos, espacio que el vulgo toma por espacio inmóvil.

Se distinguen el movimiento y el reposo absolutos y relativos entre sí por sus propiedades, causas y efectos”.
(Escolio, Libro I)

Ya no es, naturalmente, el espacio absoluto aristotélico, pero sí un espacio que lo abarca todo y que está inmóvil de manera absoluta, mientras que el cambio de posición entre los cuerpos es una simple ilusión de los sentidos y de los sistemas de referencia. El tiempo y el espacio absolutos, aunque no tienen centro a la Aristóteles, son previos en el sentido metafísico, lógico y ontológico a los fenómenos, dentro del cual éstos ocurren, un escenario matemático e inmóvil y cualitativamente distinto del espacio fenoménico donde se desarrollan las leyes que meticulosamente expone en los Principia, y que permite que esas leyes se cumplan. Hay un residuo aristotélico aquí.

Y después, está el problema de la fuerza de gravitación, criticada por los mecanicistas tachándola de metafísica. Sobre ese tema Newton agregó un escolio a la segunda edición de los Principia:
Hasta aquí he expuesto los fenómenos de los cielos y de la tierra y de nuestro mar debidos a la gravedad, pero todavía no he asignado causa a la gravedad. (...) Pero no he podido deducir de los fenómenos la razón de estas propiedades de la gravedad y yo no imagino hipótesis. (...) Y bastante es que la gravedad exista de hecho y actúe según las leyes expuestas por nosotros y sea suficiente para todos los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestro mar.

Aquí observamos una cosa curiosa: la revolución iniciada por Copérnico con furioso realismo y que falsamente se quiso hacer pasar por un “simple método de cálculo” (realismo que compartieron casi todos los copernicanos, como Kepler o Galileo) en esta última confesión de Newton se transforma verdaderamente en un método de cálculo (un modelo, diríamos modernamente) por razones que van más allá de la física.

Naturalmente, estas objeciones y esos pequeños residuos aristotélicos quedaron en el olvido en el siglo siguiente. La fuerza de gravedad adquirió status prácticamente material y el marco del espacio y tiempo absoluto dejaron de jugar papel alguno. En pleno siglo XX, Poincaré dijo: “Por más que se perfeccionen nuestros telescopios, siempre descubrirán nuevos astros sometidos a las leyes de Newton”. Hasta que a fines del siglo XIX las dificultades con el éter y los progresos en la medición de la velocidad de la luz obligaron a revisar estas afirmaciones de Newton.

Porque la historia –que es la historia contra lo absoluto– no terminó allí ni mucho menos.

jueves, 20 de agosto de 2009

Cómo se fabricó el fin del mundo

De las nueve jerarquías celestiales que en el siglo VI describió Dionisio Aeropagita (que más tarde sería conocido como el pseudo Dionisio) –en orden descendente: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes y potencias, principados, arcángeles y ángeles propiamente dichos–, eran los tronos y las dominaciones quienes se encargaban de fabricar con exquisito cuidado las leyes de la naturaleza. Que eran elevadas a la asamblea conjunta de serafines y querubines para que les dieran su aprobación, y cada éxito se festejaba con estallidos de alabanzas, himnos, danzas, cánticos espirituales y bailes de los que raramente estaba ausente el champagne. Cuando la asamblea seráfica aprobó finalmente, después de muchos retoques, idas y vueltas, la ley de inercia, los nueve coros se corrieron una francachela tan larga que pareció agotar la Eternidad, al mismo tiempo que las partículas abandonaron su movimiento caótico e impredecible, irregular y sin finalidad alguna (porque de repente estaban acá, de repente allá y nadie entendía nada) y comenzaron a moverse en línea recta y con velocidad absolutamente uniforme.
Y cuando algunos eones más tarde (¿quién cuenta los períodos de la eternidad?) las dominaciones tallaron la ley de gravitación, que los tronos corrigieron mínimamente sustituyendo la cuarta potencia de la distancia por la segunda, y ésta apareció en el Boletín Oficial del Empíreo, las partículas se atrajeron gravitatoriamente y muchas empezaron a moverse unas alrededor de las otras, y tanto los tronos como las dominaciones se sintieron felices ante un mundo que funcionaba como un perfecto mecanismo y se dedicaron a completar la obra afilando la mecánica de sólidos, de fluidos y de gases: el agua bajó por las laderas y el humo se elevó mientras se expandía con precisión y decidieron, emborrachadas por el éxito, relegar a los principados y arcángeles a ocuparse de la termodinámica, siempre más fastidiosa y menos limpia (o por lo menos así les parecía).

Pero tanto los principados como los arcángeles se tomaron la tarea muy en serio y abordaron el problema con decisión y usando todos los recursos (incluso la fuerza física y mental) aislaron la idea de energía y discutieron qué hacer con ella durante interminables reuniones, pero cuando la tuvieron lista, el mundo se llenó de pronto de luz y de calor: los átomos que no habían hecho hasta entonces más que obedecer las leyes frías de la mecánica, se desviaron de sus trayectorias, chocaron entre sí, y empezaron a formar grupos lechosos que inmediatamente se contrajeron bajo la acción de la gravedad, y en cuyos centros se produjeron fusiones nucleares que empezaron a irradiar nueva luz y calor al espacio, mientras se organizaban las galaxias espirarles y empezaban a rotar lentamente como ruedas arrancadas de algún fuego de artificio.

Y al contemplar tanta belleza: el cosmos negro, vacío, frío y mecánico de pronto bullente de calor y luz gracias al invento de la energía, los principados y arcángeles decidieron en un solo instante que nada de eso debía perderse y que aquello debía permanecer por siempre, aunque sólo fuera para asegurar tan maravilloso espectáculo, y así fue como diseñaron la “Ley de leyes”: el principio de conservación de la energía, que aseguraría que por toda la eternidad la energía existente en el mundo sería siempre la misma: Energía= constante.

La ley de leyes despertó la envidia y el malestar de tronos y dominaciones, que protestaron porque –argüían– interfería con su bello mundo mecánico, pidieron que no fuera aprobada, y sostuvieron que, evidentemente, los coros inferiores no tenían la menor idea de cómo se fabricaba un mundo.

Sin embargo, a los serafines les encantó, y el Gran Plenario del Noveno Coro, con todo el poder que le daba ser la más alta instancia del Paraíso, sancionó la Gran Ley: inmediatamente las grandes estrellas estallaron en supernovas multicolores y el gas se reagrupó para dar nuevas generaciones estelares, alrededor de las cuales se agruparon cuerpos opacos; el mundo entero adquirió una dinámica circular y en todos los puntos apropiados se encendieron focos de calor y de luz.

Tronos y Dominaciones se escandalizaron ante tanto desorden y exigieron que se pusiera un límite, problema que los serafines, temerosos de una sublevación, remitieron a los principados y arcángeles, que después de pensarlo un poco, y temerosos de que la protesta pusiera en peligro su Gran Ley, crearon una nueva entidad que medía el desorden, la llamaron entropía y establecieron que la entropía, es decir el desorden, sería, como la energía, siempre el mismo (entropía = constante), lo llamaron Segundo Principio y lo despacharon hacia los coros superiores.

Pero no contaban con la decisión con que tronos y dominaciones querían arruinarles el pastel, para lo cual acudieron a la más baja de las jerarquías, los ángeles, que no siempre respetan el orden jerárquico, que están en todas partes, que son juguetones y traviesos y que se pusieron muy contentos con la posibilidad de hacerle una jugarreta a los aracángeles (que muchas veces son severos con ellos). Varios angelitos interceptaron el mensaje y transformaron el segundo principio en: “la entropía (el desorden) aumenta inexorablemente”, que así llegó, endosado por los tronos y las dominaciones hasta querubines y serafines que la aprobaron sin más, creyendo que era un mero trámite, y que les proporcionaría el placer de presenciar nuevos fuegos de artificio.

Y el mundo, tan preciosamente construido, empezó a morir: paulatinamente el desorden lo invadía todo sin que hubiera vuelta atrás, algunas estrellas se apagaban sin dar origen a estrellas nuevas, todas las formas de energía se transformaban lentamente en calor, y la materia misma empezó a desgastarse y a fraccionarse en radiación que se perdía en el espacio y no regresaba más.

Cuando los serafines lo advirtieron, ya era demasiado tarde: el segundo principio había sido promulgado y no podía darse marcha atrás sin enojar al Altísimo y así el mundo quedó sentenciado a ser alguna vez totalmente negro y vacío, sin movimiento ni luz, sin que una chispa agitara los océanos de oscuridad.

Los tronos y las dominaciones festejaron su triunfo. Los principados y los arcángeles no se repusieron nunca de su aflicción, y por eso rara vez se los ve. Y en cuanto a los ángeles que habían montado la operación, ni se percataron del problema, porque ya se sabe que a los ángeles el mundo les importa muy poco, y en todo caso podrán seguir jugando y divirtiéndose después de que el universo se haya precipitado hacia la nada.

martes, 18 de agosto de 2009

ORIGEN DE LA LITERATURA

Primero vino el fuego, el árbol que ardía,
la floresta incendiada que aquellos hombres monos
mirarían pasmados. Luego la quemadura y el grito: de esa conjunción momentánea nació todo lo demás. Apenas el fuego y la piel se separaron, ese grito fue historia, leyenda. Fue contado.

Hablo del origen, de la vegetación de piel húmeda
de la selva sudorosa y tranquila,
del tiempo en que nacían los lenguajes
cuando el mito rodó por los fogones.
De la tribu sentada junto al fuego,
del grito de la horda, del sonido
áspero, de la piedra contra la piedra
ablandándose
haciéndose lenguaje, sometiéndose
a la lenta presión de la gramática.

la especie hacía pie sobre la roca viva
los días eran cortados a cuchillo
la noche apenas duraba
las cavernas se poblaban de alfareros
entre gritos nacía
la imperfecta redondez de la cerámica.
y el primer relato: "yo hice ésto".
"Yo lo fabriqué", "contiene el agua"

Esas palabras viajaron
de tribu en tribu, cambiando
las formas, inventando
las costumbres, adaptándose
a la torre y al arado.
Los metales temblaron.

Alguien saludó a alguien,
alguien dijo
que tuvo miedo esa noche.
El viaje, el peligro, el trueno,
se hicieron relato, presagiando
la Ilíada y la radio

Por eso es que a veces,
nos callamos frente al fuego
reavivando fogones ancestrales,
evocando esa memoria de la especie,
donde duermen vigilantes las abuelas
tejedoras.

domingo, 16 de agosto de 2009

Prohibición de la risa en el Municipio de Miriápolis

El decreto de prohibición de la risa fue tal vez el error más craso del intendente Enrique José Fonseca, y el que costó el derrumbe de toda su administración y la interrupción de un plan de colocación de tres faroles de alumbrado público que había entusiasmado a la población. Pero desde el día en el que firmó aquel decreto, el Intendente de Miriápolis había, de alguna manera, sellado su destino.Cuentan las malas lenguas, que nunca faltan, que la fulminante prohibición se originó durante el velorio de la mujer del máximo funcionario. En aquella ocasión, el Intendente, agobiado por el dolor, tuvo que oír sin un asomo de protesta –las reglas del protocolo se lo impidieron– cómo se contaba un chiste a sus espaldas. En verdad, se trataba de un chiste malísimo y las risitas fueron ahogadas por el olor de las flores, el café y el cansancio de un velorio que, en razón de la alta investidura del viudo, se había prolongado por más de una semana.
Pero el Intendente tomó nota del episodio, de lo cual dio cuenta a los quince días, al refrendar el decreto que desde ese momento se convirtió en la pesadilla de la población, y que no pudieron atenuar los postes de alumbrados ni las plazas públicas que el Intendente inauguró.El decreto prohibía la risa en “todos sus aspectos y manifestaciones, en todo lugar en que se produjera, fuere o no propicio el momento y/o el acto que la indujera. Se prohíbe, asimismo, todo rictus que pudiera tomarse como risa”, y seguía una larga cadena de especificaciones y penas para los diversos casos que pudieran presentarse.
El original del decreto estaba escrito de puño y letra por Enrique José Fonseca.Los primeros en verse afectados en forma visible fueron los dueños de la cadena de cines que tuvieron que sustituir las comedias por lacrimógenos melodramas que no gozaban de gran aceptación. En cuanto al resto de la población, se puede afirmar, y sin temor a faltar a la verdad, que no se tomó muy en serio la cosa, y se siguió riendo de cuanta cosa pudiera como si nada hubiera pasado, y como si nunca hubiera ocurrido nada en ningún velorio, y como si nunca se hubiera firmado ningún decreto de prohibición.
Hasta que la policía arrestó a un grupo de adolescentes que se habían estado riendo en un bar-heladería de la Plaza San Martín y los encerró durante cincuenta días en un calabozo de castigo. De nada sirvieron las súplicas de amigos, padres y abogados. Los adolescentes cumplieron el castigo día por día y salieron desnutridos, maltrechos y contando historias que hacían poner la carne de gallina al más avezado de los vecinos.
La reacción fue la de esperar. Nadie se atrevió a desafiar públicamente al máximo mandatario, y se suspendieron las fiestas, reuniones y hasta los mismos encuentros entre amigos, temiendo que el menor esbozo de sátira o doble significado que provocara una sonrisa fuera percibido por el policía más cercano. Sólo se conservaron los cursos de egiptología y los elogios fúnebres, durante los cuales, sin embargo, algunos concurrentes osados se atrevían a pasarse papeles con chistes laboriosamente copiados a mano, o se mostraban caricaturas apresuradamente dibujadas sobre las uñas.
Estas y otras violaciones a la inflexible regla explica que las cárceles se superpoblaron de hombres, mujeres y niños apresados en el momento de cometer el acto que tan repudiable resultaba al Intendente Municipal. El número de presos aumentaba día a día y los abogados defensores hacían malabarismos para mostrar que determinado rictus no constituía un “caso de risa”, sino una demonstratio ad absurdum, iniuria reconiecto, apelatione estultitiae y profusas denominaciones latinas que, complementadas con la presentación de serios y voluntarios testigos, trataban de cubrir las variantes de lo prohibido. Ante la proliferación de estas argucias legales que muchas veces convencían a jueces desafectos al gobierno municipal, el Intendente redobló la vigilancia e hizo correr un rumor sobre la implantación de la pena de muerte y el castigo corporal.
Nadie lo creyó posible. Hasta que dos cómicos, que ingresaron al municipio con el objeto de visitar a unos tíos, fueron apresados y ejecutados en la plaza pública ante los ojos desorbitados de la población.Frente a la imposibilidad de dar curso a un sentido del humor que se había desarrollado y hasta había sido estimulado por anteriores intendentes, la gente empezó a reír en secreto. Se utilizaban para ello los sótanos, los baños de bares y clubes, la intimidad de las habitaciones de los prostíbulos, los depósitos y el campo abierto, donde se podía reír o sonreír sin el peligro del calabozo o la muerte. Un grupo de acción clandestina, conducido por un médico homeópata, se propuso como forma de liberarse de esa pesadilla diaria: provocar la risa del propio Intendente Municipal para hacerlo así culpable del gravísimo delito de “risa de funcionario público”, que según la legislación vigente se castigaba con la “muerte de facto”, pretendiendo de esta forma terminar con el régimen mediante la misma ley que lo sostenía. Pero el plan –hacerle muecas durante un acto público– fue denunciado por un traidor, que nunca falta, y sus ejecutores fueron detenidos, bárbaramente torturados y sus cuerpos mutilados se encontraron flotando en el río sin que jamás hubiera un desmentido de la intendencia. Un valeroso grupo de abogados y padres de familia –que pagaron con la vida su atrevimiento– elevó un memorándum de protesta ante las autoridades nacionales. Jamás hubo ninguna clase de respuesta.
Con el correr del tiempo la situación se agravó. Por un lado, muchos aprendieron a canalizar sus necesidades hilarantes por otras partes del cuerpo, y muchas veces un puño cerrado, un brazo doblado, un pie llevado hasta la boca del estómago o –en casos extremos un charco de orina– eran señales inequívocas de la aceptación de un chiste o el reemplazante de un guiño malicioso. Quienes no aprendieron a somatizar de este modo, recurrieron a cirujanos plásticos que insertaban finos alambres de acero dentro de los labios para impedir que se curvaran en el gesto fatal.
Sólo en las cárceles, en el pabellón de los convictos a la pena capital se escuchaban risas. Eran los condenados, que más allá de cualquier salvación legal, daban rienda suelta a su necesidad de reír.La ciudad estaba aterrorizada. Todo habitante, junto con el diario desayuno, leía libros tristísimos que aventaran la posibilidad de cualquier pensamiento agradable durante veinticuatro horas, permitiéndoles sobrevivir sin temores a las leyes pavorosas del Intendente Municipal. Los grupos de resistencia clandestina crearon una especie de alfabeto Braille de la risa, que quedara fuera de toda intervención u observación del poderoso funcionario y sus grupos de represión. Pero este alfabeto se complicó de tal manera –dado que los teóricos del grupo, avezados lingüistas, procuraban distinguir la “risa media”, la “carcajada”, la “risa a regañadientes” y la simple sonrisa mediante un complicado sistema de signos diferenciales– que la práctica ocultista de la risa se convirtió tan solo en la posibilidad de algunos elegidos y grupos de elite.
Mientras la población se desesperaba, mientras los químicos trataban de fabricar un gas hilarante –en la creencia de que ante una explosión colectiva de risa el Intendente no se atrevería a ordenar una represión masiva y se vería obligado a rendirse– mientras los médicos y los biólogos trataban de ubicar el centro de la risa entre las circunvalaciones del cerebro para atrofiarlo y ofrecer así un precario alivio a la población, un grupo de psicólogos y sociólogos de avanzada, trabajando interdisciplinariamente, encontraron la solución.
La argucia utilizada no consta en las actas históricas de la municipalidad por considerársela lesiva para la imagen de la intendencia. Pero la imaginación popular, liberada de trabas de protocolo, se encargó de divulgarla, y es así que ha llegado hasta nuestros días. Instruyeron a una cortesana de oscuro renombre para que sedujera –según las más modernas técnicas psicoanalíticas– al inflexible e imperturbable Intendente en el curso de una recepción oficial a la que asistió fingiendo ser la secretaria de una sociedad de socorros mutuos.
Ya en la intimidad de la alcoba, la cortesana en cuestión le hizo cosquillas en un lugar del cuerpo cuyo nombre no se ha inventado todavía y del que no hablan las crónicas.Como los psicólogos lo habían previsto, como los sociólogos lo habían vaticinado, el Intendente Enrique José Fonseca se mantuvo hasta el último instante apegado a su ley. Pero fue tan grande el esfuerzo que le requirió conservar la compostura, que tras noventa y dos minutos de ejercicio, la cortesana –cuyo nombre se ha perdido para la historia– pudo comprobar que a su lado yacía tan solo un cadáver.El nuevo intendente se apresuró a derogar el odiado decreto y el municipio entero lanzó una carcajada de alivio. En cuanto a la muerte de su antecesor, fue catalogada como producida por un infarto de miocardio debido a un exceso de esfuerzo físico, lo cual, si se quiere, no está tan alejado de la verdad.


RadarDomingo, 02 de Mayo de 2004

viernes, 14 de agosto de 2009

Hipervanguardias

Por Leonardo Moledo

La última vez que visité un país ex comunista -los remanentes del comunismo que siguen operando en mí no me permiten decir cuál- tuve el privilegio de visitar la muestra del Gran Premio Nacional de ese país, que se exponía en el museo K**. Como reacción contra el realismo socialista y sus gordas manejando tractores que habían azotado al país durante décadas, la primera versión del premio se había dedicado al cubismo, la segunda al arte conceptual, la tercera al surrealismo (querían quemar etapas) y esta vez les tocaba a las hipervanguardias, que renegaban de la imaginación y sólo querían capturar el puro real.
Casi a la entrada había una mesa común y corriente, y sobre ella un CD también común y corriente del grupo Celedonian Trust, y a su lado, el título de la obra ("mesa con compact de Celedonian Trust"). Me pareció un poco absurdo, pero la ultravanguardia siempre es un poco absurda, y así debe ser.Los visitantes se arremolinaban alrededor de la mesa y hacían comentarios. "Es escalofriante", decían, "me hace temblar", "esto sí que es una verdadera obra de arte". Un grupo de turistas japoneses, fascinado, sacaba fotos como si se tratara de La Gioconda. La obra de arte siguiente consistía en una silla con respaldo ("silla con respaldo") aseguraba el cartel, y al lado un banquito ("banquito").
Los visitantes se estremecían ante la potencia del arte, pero debo confesar que yo no sentía nada. En uno de los pasillos había dos teléfonos públicos, una planta de interiores, más allá un televisor por el que pasaban un informativo, más adelante vi una ventana que daba a los jardines del museo. La obra se llamaba "ventana abierta que da a los jardines del museo". Vi una canasta con una botella de vino; todo el mundo decía: "maravilloso" "¡qué imaginación!", "¡son verdaderas obras de arte! ¡Qué emoción!". A mí la canasta de vino no me producía ninguna emoción; sólo sed.Y entonces, vi un dispenser frente al que un hombre tomaba agua. Quise servirme, pero el hombre me lo impidió. "Imposible", dijo. "Esta es una obra de arte."
-Pero usted estaba tomando -argumenté. -Yo formo parte de la instalación -dijo el hombre, y me mostró el cartel: "Hombre que toma agua". Con que era eso.En otra de las salas habían picado la pared, dejando al descubierto un horroroso amasijo de caños retorcidos -seguramente de factura socialista-, de luz, de agua, de gas, pegados de cualquier forma, con cables sueltos (un cartel advertía "220 volts") y otros atados con cintas celestes y blancas, cosa que no dejó de despertar cierto fervor patriótico en mí. El título de la obra era "caños". Apoyando el realismo, sobre el suelo se podía ver el cadáver de una visitante que inadvertidamente había tocado un cable suelto. La pobre mujer, vestida con ropa de la época de los cincuenta, yacía con la lengua violentamente apretada entre los dientes y la cara de un color violáceo que ya empezaba a descomponerse y dar lugar al sutil espectro de la putrefacción. Sobre su falda, un cartel explicaba: "cadáver".
Los caños hacían "glu" "glu" ("glu"), lo cual me recordó mi infancia ("infancia"), pero el olor era tan espantoso que corrí al extremo del salón, donde había una canilla abierta ("canilla abierta") de la cual manaba un chorro generoso que se escurría por el desagüe de un piletón ("piletón"); la canilla y el chorro me recordaron imperiosamente la necesidad de hacer lo que elípticamente se denomina una escala técnica.
Miré alrededor. "¿Me podría decir dónde está el baño?", le pregunté a un visitante que se paseaba como distraído. "Imposible", dijo el hombre, "yo soy una obra de arte, pero si quiere, le puedo hablar diez minutos sobre el espanto de lo real" y se puso a perorar sobre el espanto de lo real. Lo dejé allí parado, y probé con dos o tres espectadores más, que resultaron también ser parte de la muestra.
A esta altura, la desesperación me invadió: ¿dónde podría encontrar algo vivo, algo parlante, o en su defecto, un baño? ¿Terminaría por dar un espectáculo bochornoso en un país extranjero? Justo en ese momento, vi una señal ("señal") que decía "baños" indicando el fondo del pasillo ("pasillo") donde una puerta tenía el cartel salvador "baños, caballeros". Entré como una tromba, pero no llegué a hacer nada. Dos fces supervivientes de la GPU o como quiera que se llamara la policía política local, se me tiraron encima, me inmovilizaron y me arrastraron afuera, al grito de "¡quería profanar una obra de arte!".
Traté de zafarme, pero fue inútil; me esposaron y me tiraron al piso mientras me pateaban la cabeza. Un empleado del museo corrió, ató un hilo a las esposas y puso un cartel: "turista esposado por orinar en una instalación". Me puse a gritar, pero no sirvió para nada; cambiaron el cartel por "turista que grita". "¡Quiero ver al cónsul!", vociferé, y pusieron un cartel "turista que pide hablar con el cónsul".
Mientras yo me retorcía, los espectadores empezaron a arremolinarse en masa: "¡Esto sí que tiene vida!", decían, "¡Esto sí que tiene fuerza, esto sí que tiene expresión, esto sí que es una verdadera obra de arte!". Los japoneses sacaban fotos. Y entonces y de repente, sí, sentí el estremecimiento del arte, su potencia, su fuerza invencible y reveladora, porque comprendí que aunque lograra zafar de mis esbirros, nunca más saldría de allí; todas las salidas ("salidas") eran obras de arte que no se podían tocar ni atravesar, y el espacio exterior que me parecía anhelar ("espacio exterior que me parecía anhelar") no era sino la instalación de algún artista ("artista") enrolado en la hipervanguardia ("hipervanguardia"). Por supuesto, los policías ("policías") y yo ("yo") ganamos el Gran Premio Nacional ("Gran Premio Nacional") y nos pasearon por todo el país ("país") y es por eso que cuento esta historia "("historia"), "(historia)" ""("historia")""...

miércoles, 12 de agosto de 2009

Prohibido leer contratapas

Por Leonardo Moledo

Cuando mi amigo Pablo cumplió 58 años, decidí que ya estaba lo bastante crecido como para dejar de regalarle tomos de la colección Robin Hood, y empezar con libros, por así decirlo, más serios, y le regalé El lector, de Bernhard Schlink, así que fui a la ferretería y compré un poco de cinta aisladora. “¿Otra vez va a regalar un libro?”, me preguntó el ferretero, que no solamente es ferretero, sino que además tiene un tío que vive en Santa Fe.
“Así es”, contesté, y cuando volví a mi casa usé la cinta aisladora, de un negro rotundo y asqueroso, capaz de asustar al más pintado, para cubrir meticulosamente la contratapa.
Pablo, naturalmente, se sorprendió, ante la cinta aisladora, pero yo le expliqué: “Mirá –le dije–, El lector relata la relación entre Michael Berg y Hanna, una mujer mayor que él. Pero enseguida empezás a percibir un desajuste, una incógnita que flota en el ambiente, una molestia indefinida, una delicadísima sospecha, que es el pilar sobre el que se apoya el encanto del libro, y que de repente se resuelve con una nitidez precisa y perfecta, y a partir de esta revelación todo cobra un sentido diferente (¡he aquí el misterio de la literatura!)”. “Pero la contratapa –agregué– dice expresamente que ‘en este libro Schlink relata la relación entre Michael y Hanna, una mujer analfabeta...’, y te arruina todo, todo encanto, todo misterio, cualquier posibilidad de gozar el libro.” Pablo me agradeció el dispositivo de la cinta aisladora y acto seguido arrojó el libro a la basura. Desde entonces me retiró el saludo.
Cuando le regalé a Martín Asesinato en Praga, de Konrad Czeck, y se intrigó ante la cinta aisladora, le expliqué que la contratapa decía: “El detective, que sabe que el asesino se oculta entre los pliegues de la familia de K (la víctima), investiga minuciosamente las viejas ofensas de familia aún pendientes hasta llegar a Karl, el primo menor, que estaba en posesión del cuchillo con que se había cometido el asesinato”. “Si leés la contratapa –le dije–, sólo vas a poder disfrutar de las últimas páginas, donde, una vez detectada el arma, resulta fácil dar con Albert, hermano mayor de Karl, que era el dueño del cuchillo y autor del asesinato.” Martín me comprendió, y allí mismo quemó el libro, con cinta aisladora y todo. Desde entonces no me dirige la palabra.
Las contratapas son bastante parecidas a las críticas cinematográficas que cuentan la película en detalle. O a ese momento fatal cuando, en medio de una reunión, alguien se pone a relatar todos los detalles de Mar adentro –quién le dio el veneno, cómo son las últimas escenas– y uno se ve obligado a encerrarse en el baño para no oír, ante lo cual el relator, decidido, se arrima a la puerta del baño y levanta la voz para que no haya más remedio que escucharlo, y uno se mete en la ducha, y abre todas las canillas como Federico Luppi en Tiempo de revancha y de todas maneras oye, y sabe que nunca jamás irá a ver Mar adentro.
¿Qué posibilidad hay de contrarrestar la siniestra compulsión de los editores por contar hasta los últimos detalles de una novela en la contratapa y privarnos de la sorpresa del relato? ¿Por qué los editores odian tanto a los lectores? ¿Qué les hicimos? ¿Y cómo podemos defendernos?
Lo primero que a uno se le ocurre es no leerlas, pero es difícil, ya que la atracción de lo prohibido es irresistible (“puedo resistir cualquier cosa, menos la tentación”, decía Oscar Wilde). Un grupo de choque de La Paternal tomaba por asalto las librerías y las bibliotecas, reducía a libreros y bibliotecarios y armados de brutales tijeras de podar recortaba las contratapas de los libros. Otros recorrían las librerías repartiendo cinta aisladora. Ciertos profesores de literatura propusieron renunciar a la lectura de novelas, concentrarse directamente en las contratapas y luego en las críticas periodísticas, arguyendo que el resultado sería idéntico y algunos fanáticos borgianos presentaron un proyecto de ley al Congreso exigiéndole que las contratapas tuvieran la misma longitud que los libros, con lo cual la lectura de las contratapas sería equivalente ala del libro, pero los diputados y los senadores se negaron porque las contratapas les evitaban la odiosa tarea de leer libros.
Por ahora parece que no hay solución, y que hay que resignarse a la cinta aisladora, como hacía yo. Y digo hacía, porque cuando decidí regalarle a Carlos el excelente Canciones de los niños muertos, de Toby Litt, su autor favorito, ni siquiera compré el libro. Le mostré el rollo de cinta aisladora y le expliqué que era para tapar una vergonzosa contratapa que decía “Este libro de Toby Litt describe un verano, a finales de los años setenta, en un lugar perdido de la campiña inglesa: cuatro chavales (sic): Matthew, Paul, Andrew y Peter fundan lo que ellos denominan Pandilla, y como un juego más se preparan para luchar contra los rusos. Sin embargo, cuando después de la trágica muerte de Matthew a causa de una meningitis desencadena la guerra, ésta no será la que planeaban librar en las calles y los campos, sino que ahora tendrá lugar en las propias casas de los miembros de pandilla, en las cocinas y los dormitorios. Tras identificar a los abuelos de Matthew como el enemigo y culparlos de la muerte de éste, la jerarquía del grupo se rompe, y la lucha por el liderazgo libera toda la capacidad de violencia y crueldad de los chicos. Litt compone de esta guisa un fascinante y estremecedor retrato cuyo terrible desenlace no dejará indiferente al lector”.
“Si leyeras esa contratapa –le dije–, perderías toda la tensión que produce no saber quién morirá. Es verdad que todavía te quedarán casi treinta páginas con algo de interés hasta ‘el terrible desenlace’, cuando ...”, pero en ese momento Carlos me interrumpió, se levantó y se fue jurando no volver a dirigirme la palabra. Desde entonces no he vuelto a tener noticias de él.
¿Vieron que no hay que leer las contratapas?

lunes, 10 de agosto de 2009

Todos los fuegos el fuego

Por Leonardo Moledo
Para Radar

“El infierno de Dios no necesita del resplandor del fuego.” Con esta frase Borges desestimó muchos siglos de demonología y de teología infernal cristiana, que ubicaban al Infierno en el mundo subterráneo, y lo adornaban con llamas y vapores azufrosos, lagos de plomo fundido, y toda una parafernalia asociada al calor y al castigo. Dante, por su parte, imagina a Lucifer inmerso en un lago helado que no se derrite. El Bosco y Miguel Angel adoptaron la línea del fuego en sus infiernos. La Iglesia Católica no hizo más que fortalecer la idea de un infierno en llamas, con su criminal vocación piromaníaca que le permitió quemar impunemente libros, edificios y personas (hay un horripilante cuadro de Uccello, Quema de la familia judía, en el que un padre, una madre y dos chicos están atados a la pira en beneficio de Dios).

No es del todo raro que la idea del fuego subterráneo prendiera (como corresponde al fuego) en una época saturada de religión hasta el hartazgo o la pira. Durante la Edad Media se difundió –especialmente entre los alquimistas– una curiosa teoría según la cual el centro de la Tierra estaba ocupado por una enorme y terrible región de fuego, desde donde se desprendían densas nubes de vapor: la existencia de esta especie de infierno físico, que le daba contenido empírico y hasta teórico a las conjeturas angelicales –o mejor dicho diabólicas–, estaba demostrada por el vapor y la lava que brotaban del Etna, del Vesubio y otros volcanes.

¿Pero de dónde había salido este fuego central? En 1575, el alquimista Gabriel Frascato sostenía que, puesto que la Tierra ocupaba el centro del universo, los rayos del Sol, la Luna, los planetas y todos los astros se concentraban en su centro, dando origen al fuego interior. Un poco antes, en 1518, Aurelio Augurelli, también alquimista, en su libro Vellum Aureum et Chrysopoeia, había imaginado el centro de la Tierra como un antro inmenso inundado de horrendos vapores activados por el Sol y los planetas.

Lo cierto es que la doctrina del fuego central estaba ampliamente difundida y el propio Georgius Agricola (1490-1555), a quien se considera el padre de la mineralogía, la endosó, aunque le asignó causas menos extravagantes que la acción del Sol y los planetas: para Agricola, el fuego central se originaba en la combustión del carbón y el rozamiento entre los vapores y las estrechas paredes entre las cuales éste se movía. La doctrina del fuego central también fue aceptada por los neptunistas, que la propagaron hasta entrado el siglo pasado. Naturalmente, nadie era capaz de explicar convincentemente ni el origen ni la razón por la cual el fuego central que tanto encantaba a Aurelio Augurelli se mantenía.

La verdad de la milanesa es que no hay tal “fuego central” ni nada que se le parezca: el centro de la Tierra no está ocupado por leña en combustión ni ninguna variante sino por prosaico hierro a muy altas temperaturas: las estimaciones indican que alrededor del 30 por ciento de ese calor proviene de la época de formación de nuestro planeta (hace cuatro mil quinientos millones de años), y el 70 por ciento de calor restante es producido por la desintegración de elementos radiactivos, de los cuales los más importantes son el uranio, el torio y el potasio.

Aurelio Augurelli, dicho sea de paso, en el mismo libro donde abogaba por el fuego en el centro de la Tierra, afirmaba haber descubierto el secreto de la fabricación del oro; “si el océano fuera de mercurio, yo podría transformarlo en oro”, decía. Pero, después de enviarle al papa León X una copia del mismo, esperando lo que entonces se llamaba una dádiva y hoy llamaríamos un subsidio para proseguir sus “investigaciones” –ya que a pesar de sus poderes permanecía en la pobreza–, recibió a vuelta de correo un paquete que en su interior sólo contenía un enorme saco y un papel que decía: “aquel que es capaz de fabricar oro, sólo necesita un saco donde guardarlo”.

domingo, 9 de agosto de 2009

La almohadita

Por Leonardo Moledo
Para Federico Kukso

El otro día en Aeroparque compré una almohadita inflable especialmente diseñada para dormir en el avión, un notable invento que aferra el cuello y sostiene la cabeza y permite que el viajero, fatigado o no, esté obligado a dormirse. Después me senté en la sala de espera a leer un artículo sobre los problemas de seguridad en el tráfico aéreo argentino: "Hay cierta tirria contra la aviación argentina, porque -dicen los malintencionados- no se cumplen los estándares de seguridad internacionales, y la Administración Federal de Aviación que ubicó a la Argentina en la categoría 2, porque no se cumplen los estándares de la Organización Internacional... Otros protestan por el retraso en el Plan nacional de Radarización, o porque los aeropuertos privatizados que no cumplen con todas las normas".
Me indigné por la injusticia. Miré a mi alrededor, y todo estaba bajo control. Un señor rechoncho tomaba tranquilamente un café. Otros pasajeros conversaban, reían y leían.
Subimos al ómnibus que salió a la pista y nos llevó hasta el avión, esquivando y que rozó con el ala el minibús, pero la pericia del chofer logró que no pasara nada. ¿Ese chofer no merece categoría 1?
Una azafata subió indignada y lo retó. ¿Usted no sabe que no se puede fumar en la pista? Aunque el cigarrillo estaba por la mitad, el chofer lo arrojó a la pista inmediatamente. El pucho cayó justo al lado de donde estaban cargando combustible e inmediatamente uno de los cargadores, sin siquiera soltar la manguera en mano, se apresuró a apagarlo de un pisotón. ¿Esa gente merece categoría 2?
Subimos al avión; me senté. Oí que una de las azafatas retaba al piloto: "Ayer no te vi en la reunión de alcohólicos anónimos". No pude oír la respuesta algo pastosa del piloto, pero me pareció escuchar la palabra "perfume", y después de un rato, "mucho". Empecé a ocuparme de mi almohadita, la desplegué y me dispuse a inflarla, mientras el avión empezaba a moverse.Una voz inundó la cabina.
La azafata, ubicada en el extremo de la cabina, glosaba la voz en el alfabeto de los sordomudos. La voz explicaba las normas y conductas que debíamos observar para disfrutar de un "viaje seguro y relajado"."Si el avión se hunde en el mar -dijo la voz (y la azafata hizo el gesto de zambullirse)- flote sobre su asiento o nade hasta el primer iceberg y espere."Empecé a soplar a través de la válvula y a inflar la almohadita."Si el avión se precipita a tierra en medio de la cordillera de los Andes, salte por la puerta de emergencia ubicada aquí pero abríguese antes -la azafata hizo el gesto de colocarse un pulóver- porque la temperatura exterior es setenta grados bajo cero."
Noté que mi vecino de asiento, el mismo señor rechoncho que estaba tomando café al principio de este relato, parecía un poco alarmado: "¿Usted cree que todas esas instrucciones que le dan sirven para algo? -me preguntó-. Yo no traje pulóver."-No se preocupe -le dije yo-. Le presto uno. ¿No se da cuenta de que todo está previsto al milímetro?
"Para mayores detalles -decía la voz-, durante el vuelo se proyectarán fragmentos de la película Viven."Mi vecino no parecía convencido. Se dejaba ganar por los comentarios malintencionados que se hacen sobre los sistemas de seguridad argentinos.-Trate de relajarse, está todo bajo control -le dije, y terminé de inflar mi almohadita.
"Si el avión explota en mil pedazos porque un grupo terrorista puso una bomba, lea las instrucciones que figuran en este folleto", dijo la azafata mostrando un papel.
Me coloqué la almohadita alrededor del cuello y traté de relajarme pensando en la maravilla de los sistemas de seguridad, mientras la voz seguía adelante.
"Si usted nota que el rumbo del avión es errático, es posible que el piloto se haya dormido -la azafata juntó las palmas y apoyó en ellas su cabeza- en ese caso vaya y despiértelo, pero no muy bruscamente, porque se trata de una persona sensible."
-¿No es un poco truculento? -dijo mi vecino, que estaba cada vez más pálido.El avión enfilaba a la pista de despegue.La azafata movió las manos con gesto de palomita que quería simbolizar el fuego. La voz instruía:
"Si el avión se incendia por los cuatro costados, se ponen todos a soplar". La azafata inflaba los carrillos. La almohadita era irresistible y me invadió el bienestar.-Si todos nos ponemos a soplar, sólo vamos a conseguir avivar el fuego -.susurró mi vecino-. ¿No le parece?
"Si el avión empieza a caer en picada -explicaba la voz y escenificaba la azafata-, una vez en tierra llame desde el primer teléfono público al aeropuerto y avise, ya que está prohibido usar teléfonos celulares, que podrían interferir con los instrumentos del avión." "Si usted ve que se desprende un ala, mire para el otro lado y se tranquilizará." "En el avión viaja un sacerdote especializado. Puede consultarlo en cualquier momento."
Mi vecino se desmayó. Lo miré con desprecio, y me recliné, sintiendo a mi alrededor la protección de sistemas de seguridad infalibles, que no merecen la categoría 2. Pero algo me impedía dormitar. Igual no me importaba. Al fin y al cabo tenía mi almohadita.

sábado, 8 de agosto de 2009

Extraterrestres al pie del Uritorco

Cuando llegamos a San Marcos Sierra, para nuestras vacaciones, y nos dijeron que a diez minutos de combi, al pie del Uritorco, había un pueblito enteramente ocupado por extraterrestres venidos directamente desde Betelgeuse, manifesté mi inconmovible decisión científica de visitarlo. Mi mujer, que es indiferente a ese tipo de encantos de la astronomía, prefirió quedarse en el hotel, así que tomé la combi, con la sola compañía de seis peregrinos de túnica que farfullaban todo el tiempo en urdu, y una chica que sostenía en una mano la piedra zulú contra el mal de ojo y un libro de Krishnamurti en la otra; según me dijo, se llamaba Livia, y desde su iniciación en la Comunidad de la Galaxia vivía esperando este día en que tendría un contacto de grado diez (así dijo) con los visitantes de Betelgeuse. Betelgeuse, me explicó, es una enorme estrella a punto de convertirse en supernova y estallar, desde donde ellos traen su mensaje de amor y de paz, y se encargan del mantenimiento de u na especie de conmutador instalado en la cumbre del Uritorco, y que se conecta con toda la Galaxia.
"Efectivamente -le contesté-, Betelgeuse puede estallar, en cualquier momento, pero resulta que en cualquier momento de los próximos quinientos millones de años. Y además, está a 425 años luz, lo cual significa cuatro mil millones de millones de kilómetros. ¿Tiene sentido hacer semejante viaje para instalarse en un pueblito al pie del Uritorco?"
Me dijo que yo estaba, evidentemente, influido por la ciencia oficial, que era incapaz de comprender nada diferente, y se calló, ofendida.Apenas nos acercamos al pueblo, nos dimos cuenta de que algo extraño ocurría: en la propia entrada había un extraterrestre de cuatro brazos, vestido con un traje espacial, hablando una jerga incomprensible, que Livia, conmovida hasta las lágrimas, enseguida identificó como el idioma galáctico universal.
Debo confesar que hasta yo estaba impresionado, aunque había detalles que me llamaron la atención: por empezar, me intrigó que el extraterrestre hablara el galáctico con tonada cordobesa. Por otro lado, los brazos extra eran completamente rígidos, como si estuvieran hechos con un material muy parecido al telgopor, y debajo del traje espacial asomaba un par de pies en ojotas. También era extraño que el extraterrestre repartiera volantes de propaganda de una parrilla que, según decía el papel, ofrecía achuras de primera calidad. Livia señaló que eso se hacía, justamente, para disimular y evitar las persecuciones y las críticas de la ciencia oficial. Podía ser, pero no me convenció mucho.
El plato volador estaba estacionado en el centro de la plaza, con un enorme cartel, en rarísimos caracteres, y abajo la traducción al castellano: Plato Volador José de San Martín, Venido directamente de Betelgeuse. Entrada: seis universales (6 U). Cambio de moneda en la casilla adjunta. Era sorprendente que una nave fabricada a 425 años luz llevara el nombre de nuestro héroe local, pero pensé que quizás era una de las tantas cosas incomprensibles de la Galaxia. Livia dijo que era simple cortesía.
Era de veras impresionante (aunque se parecía demasiado al descrito en Andrómeda, de Kart Hysej), pero las paredes eran muy frágiles, como de cartón. Parecían poco prácticas para atravesar 425 años luz, en especial si se tiene en cuenta que el espacio es un vacío absoluto, a 370 grados bajo cero. Se lo hice notar a Livia, pero ella no se impresionó y se limitó a contestarme que la tecnología de Betelgeuse era tan avanzada que bien se podía suponer que hicieran ese viaje con paredes de cartón. Entonces le mostré que las junturas entre el piso, las paredes y el techo no estaban bien ensambladas y que a través de las ranuras se veía perfectamente el pasto de la plaza, pero me pidió que por favor no perturbara la gran experiencia de su vida con mi crudo cientificismo.
La guía extraterrestre que nos acompañaba nos explicaba por señas las diversas cosas que se veían dentro de la nave y que, según se podía presumir, eran objetos de uso corriente en la civilización betelgeusina, pero que a mí me resultaban demasiado familiares: una PC de hace diez años, una máquina de escribir, un teclado electrónico.
También habían instalado un mostrador donde se vendían artesanías de Betelgeuse por unos pocos universales: collares (5U), cinturones (10U), dulces caseros (sin que faltara el dulce de leche), algunas conservas y botellas del licor típico de Betelgeuse (60U), que la extraterrestre encargada del stand nos invitó a probar; cuando Livia lo bebió, pareció que se iba a desmayar mientras murmuraba "esto no es de este mundo", pero a mí me pareció que tenía el mismo gusto que el Tía María.
"¿Qué tiene de raro? -me dijo Livia cuando se lo comenté-, sabemos perfectamente que la Tierra fue visitada muchas veces. Y si no, ¿quiénes construyeron las pirámides de Egipto? ¿Y Machu Picchu?" ¿Qué tenía de extraño que los creadores del Tía María también formaran parte de una avanzada extraterrestre?
La explicación de Livia tenía sentido, pero igual todo era muy raro. Como el hecho de que, a esta altura, y para mi sorpresa, me diera cuenta de que había empezado a entender el galáctico. Fue de repente: -Espe tospo -dijo la guía- sonpo lospo upu tenpe si pi liospo depe copo cipo napa quepe sepe upusanpa enpe bepe telpe gepe upu sepe.
Y entonces tuve la revelación: ¡el galáctico era exactamente igual al jeringoso!
-Espe mapa rapa vipi llopo sopo -dije, en galáctico perfecto-. ¿Por qué dos de los brazos están siempre rígidos? -Nopo sépe. Apa sípi sonpo laspa copo saspa -me contestó la guía.Livia me miraba arrobada; quizás empezaba a comprender las ventajas de una educación científica oficial.
Cuando abordamos nuevamente la combi, Livia me dijo que se sentía flotar a varios centímetros del suelo y un aura de felicidad la rodeaba. Yo, probablemente influido por la ciencia oficial, no estaba tan convencido.
No volví a mirar el Plato Volador, pero apenas arrancó la combi, me dijeron, se elevó por encima de la plaza, tomó altura adquirió una velocidad fabulosa y desapareció. Y esa misma noche escuchamos los informes del Observatorio de Arecibo, según los cuales Betelgeuse había entrado en la fase de explosión. Pepe ropo nopo prespe tépe apa tenpe ciónpo.

viernes, 7 de agosto de 2009

Muñeca brava (tango)

Por Leonardo Moledo

Che papusa que hablás en inglés
y pasás una tarde en macdonalds
y después te rajás pal shopping
a comprar cacharel y versace

ya te olvidaste del tango y la milonga
muñeca brava, bien cotizada
vas a la disco y bailás rock en pantalones
y ya colgaste el vestido de percal.

Tenés los compacts de Fito y Charlie
y veinte abriles que son diqueros
usás el walkman más que el dinero
pa patinar desde norte a sur
te llaman todos muñeca brava
tenés tarjeta de buena marca
si no te alcanza financiás a treinta días
comprás en cuotas amor y juventud


Campaneá que la vida se va
y volvé al almacén de tu infancia
y si el llanto te viene a buscar
escurrí tu dolor y reí

dejá el shopping el yoga y la gimnasia
volvéte al patio, muñeca brava,
cuando llegués al final de tu carrera
tu primavera verás languidecer


Tenés los compacts de Fito y Charlie
y veinte abriles que son diqueros
te vuelven loca los ratones paranoicos
y no sabés que existió Carlos Gardel.
Te llaman todos muñeca brava
tenés tarjeta de buena marca
si no te alcanza financiás a treinta días
comprás en cuotas amor y juventud

Diario

Queridos amigos. El domingo viajo a Mendoza para un congreso sobre mamíferos, ni más ni menos..... en el cual voy a exponer sobre ciencia y comunicación

jueves, 6 de agosto de 2009

Paraiso

Por Leonardo Moledo

El Alma se presentó ante el Angel Mayor y dijo: "El himno duraba y duraba y parecía que no iba a terminarse nunca.Y después tuve que asistir a clase de teología y más tarde a la reunión del quinto círculo angélico donde se daban nociones someras de vuelo, y enseguida a las lecciones de arpa para poder entonar las cantatas de la salvación.Y después de la clase de música,las reuniones de terapia ocupacional,para que nadie pueda aburrirse en las dilatadas tardes de la eternidad.Y enseguida,una entrevista con el Arcángel Tutor,y luego las reuniones de evaluación de la actividad celestial,y después la clase con los angelitos del jardín infantil,a quienes hay que enseñarles los rudimentos del comportamiento en el cielo."
Y el Angel Mayor,que lo escuchaba con dulzura,se quedó un momento en silencio y luego preguntó: ¿eso has hecho hoy?
Y el Alma dijo: eso he hecho hoy.Y ayer fue lo mismo,y anteayer igual,como lo será mañana.Y así ha de ser,día tras día,hasta el fin de los tiempos.
El Angel pensó un momento y al fin dijo: "Es verdad".
Y el Alma dijo: Para venir acá,pasé toda una vida sin pecado.Cuando todos los demás se entregaban al goce,yo me retiraba a orar al Señor.Desprecié el placer y evité la alegría.Desdeñé a las hermosas mujeres que pasaban
delante mío para mi perdición y aparté la copa de vino que se acercaba a mis labios.Delaté al fugitivo cuando pude,y ayudé a que la justicia cumpliera su obra evangélica.Hice penitencia por mis afectos y sofoqué las pasiones que corrompen.Y di mis diezmos a la iglesia,y me reduje para darlos,y asistí,sin perder uno,a los autos de fe donde ardían los infieles.No me permití una emoción,ni un sentimiento,ni un placer y dediqué todo mi ocio a alabar al Altísimo.
Y preguntó el Angel Mayor,mientras sus grandes alas resplandecían como los tesoros de Golconda y los diamantes de Zahir ¿Eso has hecho?
Y el Alma dijo : eso he hecho.
Y dijo el Angel Mayor: Bueno,¿y ahora qué pretendes?
Y el Alma dijo: Nunca ahorré un sufrimiento ni un dolor,ni una
penitencia,ni un cilicio,sabiendo que en la Vida Eterna me sería
recompensado.No me importaron ni el tiempo ni las cosas del mundo,sabiendo que había otro mundo donde cada sufrimiento me sería devuelto con goce,y cada lágrima me habría de ser pagada con alegría.
- ¿Y entonces?- preguntó el Angel Mayor.
Y suplicó el Alma: pasé toda mi vida en el temor del infierno,pero la miel de la salvación no me satisface.La he probado y no me gusta.¡Me paso el día cantando! Me cansa y me aburre.
- ¿Pero qué quieres?- dijo el Angel Mayor.
- Quiero que me envíes al infierno.
- ¡El infierno? -dijo el Angel asombrado - ¡Pero si el infierno es ESTO!
Y se rió.

El movimiento (haiku)

Por Leonardo Moledo

El movimiento es un fenómeno que intrigó a los filósofos y a los científicos desde el principio. Qué y quién se mueve? Qué significa moverse?. El estudio del movimiento -la mecánica- fue motivo de grandes teoría por parte de Aristóteles, Descartes, Galileo, Newton y Einstein.


Todo se mueve
nada está quieto
salvo mi corazón.

La serpiente se arrastra en su lecho de piedra
y la piedra se desliza al costado del volcán

y el viento
es aire en movimiento

nada está en calma
salvo mi corazón.

miércoles, 5 de agosto de 2009

"Más que dar respuestas, hay que estimular las preguntas"

Entrevista a Leonardo Moledo
Por Susana Gallardo y Julia Pettinari

QV: Parecería que se pueden transmitir mayores sensaciones cuando se tiene un objeto en presencia, que se pueda tocar y manipular.

LM: No, ¿por qué? Homero no cuenta la guerra de Troya, cuenta un episodio, que dura una semana. Cuenta un pedacito. Pero después de leer eso, todo el mundo cree que leyó toda la guerra de Troya. ¿Por qué? Porque lo supo contar. La divulgación es literatura, debe ser parte de la literatura. Porque la literatura es el medio de llegada. Somos seres literarios. La ciencia no se hace en los laboratorios, se hace en los cafés, cuando una persona le cuenta a otra lo que está haciendo. El laboratorio es un mito que viene de la revolución científica, porque se necesitaba un espacio aislado del mundo real, y parecería que lo que ocurre allí dentro no tiene nada que ver con lo que sucede afuera. Lo que descubre el científico es algo interno hasta que no se lo cuente a otro. Se lo puede contar a un colega, pero también se lo puede contar a un amigo en el café. Las cosas deben contarse así, como se cuentan a un amigo en el café.

QV: ¿Y cuál es el papel de la metáfora en todo eso, teniendo en cuenta que los científicos suelen rechazarla?
LM: Los científicos tienen un problema, y es que, cuando hablan, siempre están pendientes de la mirada de sus colegas. No hablan para el lego.

QV: Lo que pasa es que es difícil.
LM: No es difícil, porque lo hacen cuando llegan a su casa. Paco [Francisco] de la Cruz, un físico del [Instituto] Balseiro, contó que una vez su madre le había preguntado acerca de la superconductividad, y él le respondió: ‘No te lo puedo explicar’. Y ella le dijo: ‘Si no lo podés explicar, es porque no lo sabés’. Él se quedó pensando y llegó a la conclusión de que su madre tenía razón.

QV: No es que no se pueda hacer, es difícil, y la mayoría de los científicos no lo sabe hacer.
LM: Es un problema de educación, de perder el miedo. Lo estamos viendo en el Café Científico. Los investigadores jóvenes están mejor dispuestos.

QV: Ahora bien, ¿qué es mejor, que la divulgación la realicen los mismos científicos, o que haya gente especializada que opere como nexo?
LM: Me parece que la pueden hacer los mismos científicos, o gente que opere como nexo. Hay un trabajo concreto de escritura que requiere una práctica. Hay técnicas narrativas que se aprenden, y de hecho hay un montón de científicos que lo hacen, y bien.

QV: La actividad de divulgación que se viene realizando en los últimos veinte años en la Argentina, ¿ha cambiado la idea que la gente tiene sobre la ciencia?
LM: Yo creo que sí. Ha cambiado la percepción de la gente y la del gobierno, sobre todo. Cuando los científicos hablan es un llanto permanente, y este gobierno en particular está dando aumentos, recibiendo y dialogando con los científicos. Claro, también se habla mucho de la educación y eso no significa que la educación cambie.

QV: ¿Cree que la divulgación contribuye al desarrollo de la ciencia?
LM: Sí, contribuye. La divulgación se hace para gente con educación secundaria. No creo que haya un sistema que alcance otros públicos. Yo hice la prueba de llevar telescopios a las villas, y eso dio un muy buen resultado. De pronto una persona ve Saturno... También llevamos microscopios. Cuando a la gente se le pregunta si la ciencia es importante, dicen que sí. Pero eso no dice mucho. Si se le pregunta si el arte es importante, también van a decir que sí.

QV: ¿Es necesario llegar a todos? ¿O basta con llegar a un grupo privilegiado?
LM: Cuanto más se llegue mejor es, y hay que elaborar técnicas para llegar a más gente. A mí me encantaría que Futuro fuera leído por más gente, pero tendría que adaptarme. En realidad se pueden hacer un montón de cosas, si uno no tiene prejuicios y hace lo que le gusta, y lo hace con buen humor, y no cree que cada descubrimiento es algo solemne e importante. Si uno mira Nature encuentra que se publica cada estupidez que hiela la sangre. Precisamente, el ojo del divulgador tiene que estar puesto en detectar qué es serio y qué no lo es.

QV: ¿Es más importante que el divulgador haga esa distinción y no que decida qué es lo que más le va a interesar a la gente?
LM: Ambos aspectos son importantes. Un divulgador que está en un diario tiene que distinguir qué es importante de lo que no es importante. Ver los planetas extrasolares es importante, pero también es importante saber que cuando la NASA hace anuncios hay que tomarlos con pinzas. Porque la política de prensa de la NASA es hacer el anuncio y después corroborarlo. Es una política de captación de fondos a través de la prensa. Una cosa es decir que hay vida en Marte, y otra es decir que la NASA anunció “que hay vida en Marte”.

QV: ¿Todavía existe una visión idealizada o mítica de la ciencia?
LM: Les doy un ejemplo: parece que en un programa de televisión, de esos de mucha difusión, se representaba a un científico que tenía un laboratorio en el sótano. Respondía al estereotipo del científico medio loco, despeinado, pero que da la solución a cualquier problema. Lo mismo pasaba en “Volver al Futuro”, el científico era el que resolvía todos los problemas. Es un estereotipo muy metido en la sociedad, que es similar al del poeta, que está en otro plano de la realidad. ¿Qué hace la ciencia?, descubre cómo funciona todo por debajo de lo que se ve, hace evidente lo no evidente. Hay que abrir el agujero para ver qué hay debajo, pero invitar a la gente a que mire. Y hay ciertos intereses que llevan a ocultar eso a la gente. No nos olvidemos que el saber da poder. Eso puede estar operando, tratar de retener ese poder. Los científicos, como estamento social, saben que su conocimiento les da poder, y si lo comparten, pueden perder parte de ese poder.

QV: Normalmente hablamos de cómo la ciencia influye sobre la sociedad, pero en algunos casos sucede al revés, como en el tema de la clonación, en que la sociedad influye sobre el tipo de investigación que se hace.
LM: Desde ya, pero no sólo la sociedad influye, sino también las corporaciones médicas, militares. La influencia sobre las investigaciones es enorme. El complejo militar norteamericano tiene un gran número de científicos y orienta la investigación. Ni hablemos de los laboratorios medicinales. Lo que sucede con el tema de la clonación, si bien tiene sus dificultades y sus implicaciones éticas, es que hay muchos prejuicios circulantes y genera terrores infundados.

QV: ¿Un objetivo de la divulgación podría ser que la gente tuviera una mirada más racional frente al mundo?
LM: Una mirada más científica. La ciencia es un modo de vida. Que se comprenda ese modo de vida, que se comprenda esa mirada. Que nadie crea una cosa sólo porque se la dicen.

QV: Algunos dicen que la ciencia es difícil y no se puede simplificar.
LM: Es falso. La divulgación no es simplificación. Es simplificación del mismo modo en que cuando uno cuenta una película, no cuenta todos los detalles. Allí está el poder de síntesis. Uno de los problemas más grandes que tienen los científicos con la divulgación es el problema de la precisión. Uno no puede pretender precisión de décimas de milímetro para objetos de uso cotidiano. Si yo le pido a un carpintero una mesa con medidas en micrones, él no la va a poder fabricar. Lo que hace falta contar, se puede contar. Y lo que no se puede contar, no hace falta contárselo a nadie, porque a nadie le interesa. La polifonía de Bach, explicada en forma técnica es algo muy complejo. Pero no hace falta explicarla para que la gente pueda disfrutar de una cantata.

QV: ¿Y el público en general está interesado, o se interesa sólo una pequeña parte?
LM: Interesa si se hace bien, si los relatos son buenos. Es lo que sucede con todos los relatos. Por eso es muy importante el cómo, es importante la literatura. El mismo contenido puede ser atractivo o no según cómo se cuente. “Romeo y Julieta” se contó muchas veces, pero una sola vez se contó maravillosamente, lo hizo Shakespeare.

QV: ¿Cree que la gente de ciencia está dispuesta a que sus temas sean comunicados al público?
LM: Sí, está dispuesta. Porque saben que necesitan apoyo social. Hay tipos como [el paleontólogo Fernando] Novas, que se pasa la vida hablando, pero además de que a él le gusta hacerlo y de que es muy divertido, sabe que la instalación de un tema después facilita las cosas.

QV: ¿Cuál piensa que es el objetivo de la divulgación?
LM: Hacer conocer a la gente ese componente de la cultura que es tan importante, lo mismo que la divulgación de la música, la pintura, la literatura. Conocer la belleza de la ciencia, la música de la ciencia.

QV: ¿Es sólo una cuestión de placer? ¿No se debe brindar información que permita que la sociedad pueda participar?
LM: Para participar se necesita una información mucho más profunda. Pero eso es función de la escuela.

martes, 4 de agosto de 2009

Cajeros automáticos

Por Leonardo Moledo

Apenas amanece, me levanto y voy al cajero automático de Corrientes y Medrano, que está en la esquina opuesta a Gildo, que ya no es Gildo, y que es un cajero automático agradable, cálido, con un buen aire acondicionado, que te hace olvidar del calor de ahí afuera, y podés pasarte horas metiendo y sacando la tarjeta, y nunca aburre ni cansa, es paciente; si no hay dinero, uno puede pedir saldos, transferencias, pagar facturas atrasadas, o averiguar el estado de las cuentas, y aunque todas las operaciones finalmente conduzcan a un punto muerto, siempre es posible recomenzar; el cajero es eterno, es infinito, y sólo se interrumpe desde las 15.12 a las 15.15 cada tarde, no como los cajeros de Villa Pueyrredón, donde se arremolina la juventud heavy, que se cierran desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana siguiente, o los tres terribles cajeros de Uruguay y Corrientes, que cortan desde las cuatro de la madrugada hasta la medianoche y desde las cinco de la tarde hasta las nueve menos cuarto de la noche, y parecen ponerse de acuerdo en negarse terminantemente a dar dinero, al unísono.

Al mediodía, paso un rato por el banco para almorzar, y después vuelvo al cajero mientras transcurre la tarde; la calle está llena de gente yendo y viniendo de los cajeros automáticos y veo pasar a los viejos que van a los cajeros de sus geriátricos y a los enfermos terminales que se arrastran en busca de los cajeros del Hospital Italiano. Cuando empieza a oscurecer, como tiene vidrios esmerilados, mi cajero permite ver un crepúsculo armonioso, con el sol poniéndose tras los cajeros del oeste. Después voy al banco para cenar, y comparamos los cajeros y las pantallas, con sus distintos colores –amarillo, azul verdoso, verde claro–, nos preguntamos si son mejores las pantallas sensibles al tacto o los botones, y si se enfrentan los fanáticos de Banelco con los de Link y las cosas se ponen violentas, me voy a mi cajero: no hay momento mejor que después de la cena, cuando la calle empieza a vaciarse y en el cajero se respira una paz sobrenatural, sobre el fondo casi imperceptible del zumbido de las cajas, suavísimo, minimalista, mera música bancaria, que te permite disfrutar de tu vida en el lugar que te corresponde, en el país que te ahoga, que te acosa y que te encierra, donde pasás casi todas las horas del día.
Por eso, cuando me despierto en medio de la noche, deprimido o triste, o siento el fracaso, mío y de toda nuestra sociedad, cuando en medio de la noche siento la decadencia de un país que alguna vez fue próspero y esperanzado, y que ahora ni siquiera marcha hacia el abismo sino hacia el pantano, en medio de la noche negra, me levanto, me visto, camino esquivando a los que revuelven en los tachos de basura, a los que duermen en la calle, a los que cuentan el dinero robado en la jornada, a los chicos desnutridos y hambrientos, a las prostitutas ajadas y cansadas, a los grupos de adolescentes borrachos que pasan la noche como pueden, a los chicos que asaltan los kioscos abiertos y los autos estacionados, a los grupos que saquean los negocios de comida, y voy a mi cajero automático, paso la tarjeta por la ranura, y me paro frente a la pantalla, leyendo los carteles sucesivos, que se encienden y que en medio de la ciudad dormida, insegura y mortal, en medio de la noche densa y terrible, que lentamente va cayendo sobre todos nosotros, te recuerda que tenés un amigo, un cajero automático que te habla con voz humana y que repite su mensaje de aliento: “No se puede hacer ninguna operación”.

lunes, 3 de agosto de 2009

Taxis

Por Leonardo Moledo

Cada vez que salgo a la calle se me acerca un taxi; puede ser en la puerta de mi casa o a unos metros de ella, o cerca de la parada del colectivo a donde pretendo llegar; el taxi se acerca sigiloso (o repentino) y estaciona a mi lado. Lo tomo (¿qué otra cosa podría hacer?) y me lleva directamente al IEC; del otro lado de la ciudad, donde muestro mi pase y me sumerjo en un plácido mundo de escritorios arrullados por un altoparlante que transmite música funcional. A veces salgo por la puerta trasera del edificio, que da a una calle con poco tránsito, pero igualmente, apenas pongo un pie en la vereda, un taxi se arrima al cordón, dispuesto. Tampoco importa la hora; puede ocurrir a las dos de la mañana porque algún llamado urgente me despertó, o porque recordé un lugar a donde debía ir, o simplemente porque decidí salir a dar un paseo, pero apenas salgo, un taxi se aproxima y me lleva al IEC.

Nunca es el mismo taxi, y, que yo recuerde, jamás se han repetido. Los modelos son variados, y no pude encontrar nada entre los taxistas que se aproximara a una regularidad que pudiera darme alguna pista concreta. Alternan las marcas y los años de los coches y las edades de los taxistas; a veces son hombres –y algunas mujeres- maduros, a veces el conductor me parece casi un niño; rara vez, por lo que creo, los vi armados. El interior varía dentro de los límites un tanto estrechos de la decoración convencional, a veces una estampita, un retrato de Gardel, un zapatito colgando, a veces nada. Pero invariablemente me llevan al IEC, que bulle en el medio de un descampado, en el otro extremo de la ciudad, – es un edificio rectangular de tres pisos y líneas arquitectónicas modernas, aunque un poco pasadas de moda – que mantiene sus luces encendidas tanto de noche como de día y en cuya entrada hay una barrera. Allí pago al taxista desciendo del taxi, deslizo mi pase por una ranura magnética, la barrera se levanta y recorro a pie los cien metros que me separan de la entrada principal, donde el pase debe ser utilizado nuevamente, esta vez bajo la mirada fija y amenazadora de un guardián, que aunque no esta armado parece estar respaldado por una retaguardia invisible de gente peligrosa.

El taxista, sea quien fuere, no me pregunta nada durante el trayecto, salvo algunos comentarios sobre el tiempo que hace, o el estado del tránsito que nos rodea, que son reiterativos, o, más que reiterativos, siempre iguales. La radio está siempre prendida y se escucha únicamente música, nunca un partido de fútbol o un noticiero; a veces, cuando subo, y a veces recién cuando llegamos al IEC, un locutor anuncia lo que acabamos de escuchar y lo que oiremos a continuación. La voz del locutor me hace acordar a los taxistas anteriores: ahora oiremos el ciclo de La Chanson de Roland, de Chris de La Tour trovador del siglo XIV, a continuación transmitiremos el libro V de madrigales de Monteverdi, pero los taxistas, del mismo modo que los coches, jamás se han repetido ni se conocen entre sí, ni nadie les ha indicado que vinieran.



El taxi no recorre siempre el mismo camino, a veces se desliza por avenidas y a veces toma sólo calles laterales; generalmente, cuando cruzamos por debajo de algún puente o tomamos la autopista, la voz del locutor irrumpe para anunciar un coral de Buxtehude, o una obra de Corelli, o un concerto grosso de Heinz: nos acercamos, muy lentamente y a lo largo de los años, del renacimiento al barroco. Muchas veces, cuando hace frío o llueve, trato de disfrazarme, cubriéndome con un impermeable, tapándome la cara con una bufanda y ocultando todo mi cuerpo tras un enorme paraguas, pero aún en medio de la más intensa tormenta, y vestido así, apenas salgo, un taxi, siempre distinto de todos los que he tomado se arrima y estaciona al lado mío, junto al cordón de la vereda: adentro me espera un ambiente confortable y sereno, un taxista algunas veces locuaz y la radio encendida y deslizándose, paso a paso a través de una interminable serie de sinfonías –canción de Werner, haciendo equilibrio entre el barroco temprano y el tardío--, hasta que llegamos al IEC, con su ritual de barrera, pase, puerta de entrada y guardián, que según la hora, atenúa su mirada brutal o a veces esta durmiendo apoyado en su arma. El IEC, como siempre, tiene todas las luces encendidas.

Una vez me enfermé de cierta gravedad y no salí a la calle durante casi seis meses; fue un periodo de relativa felicidad, pero el primer día que decidí dar un paseo, apenas alcancé la vereda, se acercó un taxi manejado por un muchacho de no más de 16 años que me llevó directamente al IEC; la radio se estaba deslizando ya por la obra de Juan Sebastián Bach: "Wachet auf, ruft uns die Stimme”, y al día siguiente, “Von Himmel da komm Ich Hier”. Ni los taxistas ni los locutores parecían registrar el paso de las estaciones, ni los cambios del lenguaje o la moda; para la época en que la radio había dejado atrás a Stamitz, Semmel y Cwoe y transitaba la última sonata de Beethoven, los jeans habían sido sustituidos por pantalones de poliester con tachas metálicas, pero los taxistas, fueran jóvenes o viejos, hombres o mujeres, vestían igual que el primer día, ya lejano en el tiempo, y ni el portero de la barrera ni el guardián parecían notarlo.

Durante mucho tiempo, dejé de hablar con los taxistas y de escuchar la música y traté de elaborar una estrategia para confundirlos (deslizarme por una ventana, saltar la verja del fondo, subir a la terraza y moviéndome de terraza en terraza aparecer por un lugar inesperado), pero apenas ponía un pie en la calle, el taxi se acercaba y me llevaba al IEC acompañado por la música atonal de Schoenberg o el cuarteto Nro. 25 de Adjus Trajk, que ya exhibía avances minimalistas. Había, a la vuelta de mi casa, un baldío que terminaba en una explanada de baldosas rotas, donde permanecía desde tiempo inmemorial, incongruente, un aljibe. Me oculté en el aljibe después de haber introducido una chapa que me sirviera de plataforma, y descubrí que dos metros por debajo de la boca se abría un túnel penoso que recorrí con miedo, un túnel larguisimo que a veces se estrechaba hasta casi impedirme el paso y otras veces se ensanchaba como para permitir el paso* simultáneo de tres personas; lleno de botellas rotas, jeringas en estado de avanzada descomposición, partes de algunas aves embalsamadas por un taxidermista hábil, y el rumor lejano del agua que corría por la cloaca máxima de la ciudad. Prendiendo un encendedor de a ratos pude avanzar y al cabo de unos días vi que el túnel desembocaba en una escalera desgastada, asimétrica y angosta, al final de la cual se veía un puntito de luz. Subí pegado a la pared para que nadie me viera y salí -cautelosamente- al centro mismo de la plaza de un barrio completamente desconocido para mí, rodeada de grandes edificios y delimitada por cuatro avenidas de tráfico intenso y de doble mano. Con precauciones, busqué un semáforo con la vista y cuando vi que se encendía la luz roja me acerqué para cruzar. Entonces se me acercó un taxi. Subí y me dejé caer en los asientos, que estaban forrados de plástico. La radio estaba transmitiendo música que inmediatamente reconocí, era el final del Agnus Dei, de la Misa de Réquiem en Si, de Isak Dynsen: yo estaba cansado por la travesía y por todo el tiempo transcurrido, pero cuando el coro emprendió el Dona Nobis Pacem, comprendí de repente que nadie vendría a buscarme mañana ni nunca más para llevarme al IEC, pero ni el taxista ni los que manejaban el mar de coches que nos rodeaba se daban cuenta. El taxi se deslizaba sin inconvenientes por la avenida atestada, el tiempo transcurría por última vez, pero a nadie parecía preocuparle, y era como si nevara.