jueves, 28 de marzo de 2013

Glaciares y cambio climático

 DIALOGO CON EDUARDO MALANINO, DOCTOR EN GEOLOGIA



Las variaciones en la radiación solar que llega a la Tierra determinaron, hace más de veinte mil años, las grandes glaciaciones. Los avances y retrocesos de los glaciares de hoy suelen atribuirse al cambio climático producido por el hombre y puede ser objeto de controversia.

–Cuénteme.
–Yo básicamente trabajo en dos temas. Uno es cuaternario: glaciación, cambio climático, todo lo que tiene que ver con las glaciaciones, básicamente a partir de fines del plioceno hasta los últimos avances glaciarios que hubo en períodos históricos.
–Hablemos de eso primero. –Bueno, básicamente yo trabajo en el campo de hielo patagónico, con las glaciaciones que ocurrieron en períodos posglaciares. Después de la última gran glaciación, que fue hace 23 mil años más o menos, hubo glaciaciones. A partir de ahí los glaciares retrocedieron; esas grandes glaciaciones que hubo (por ejemplo en el lago Buenos Aires yo encontré seis) tuvieron que ver con variaciones de la radiación solar que llega a la Tierra, porque la Tierra tiene movimientos diferentes a lo largo del tiempo, ciclos, que hacen que varíe la cantidad de radiación que llega. El que determinó eso fue Milankovich hace mucho tiempo: cuando él lo dijo, no podía probarse, pero finalmente se probó. También estudio, allí, lo que ocurrió después del último retiro del glaciar.
–Hace 23 mil años. –Sí. Hubo varias oscilaciones. Hace 23 mil años es el máximo y ahí empiezan a retroceder. Hace 13 mil años los glaciares estaban bastante más atrás incluso de la posición que tienen ahora. A partir de ahí, hay un reavance muy importante en el Hemisferio Norte, que fue muy fuerte, y que durante mucho tiempo fue una verdadera incógnita, porque tuvo la magnitud que tuvieron las grandes glaciaciones. Pero aparentemente eso tuvo que ver con una ruptura de un lago glaciario que había en el norte de Canadá, que solubilizó parcialmente la salinidad del Atlántico y detuvo la corriente marina profunda. Eso provocó un enfriamiento que...
–¿Eso cuándo fue? –Hace 13 mil, 11 mil años. Lo interesante de esto es que durante mucho tiempo no se supo cuál era la causa. Y ésta que le cuento es solamente una teoría muy probable: al liberarse un enorme lago que había en Canadá, el agua dulce se mezcló con la corriente salina y en lugar de hundirse, porque la corriente se hunde en el Atlántico Norte, se quedó en superficie. Al quedarse en superficie, sobreenfrió el Hemisferio Norte. Durante el máximo glaciario, el norte de Canadá está cubierto de hielo. Lo que ocurre ahí es que toda el agua de fusión glaciaria drenaba por el Mississippi hasta el Golfo de México. Había un enorme lago entre el borde de hielo y la salida finalmente del emisario, que era el Mississippi. En un momento determinado, se rompe el último cierre que había... Hay dos opciones: uno es que es la bahía de Hudson, que ahí estaba la masa de hielo y de repente se rompió, y ese lago gigante, porque es un lago gigante... cuando usted piensa que los lagos actualmente en el límite de Estados Unidos y Canadá representan sólo un 15 por ciento de ese lago gigante, se da cuenta de la magnitud que tenía. Se llamaba Agassiz. Cuando se rompe ese último cierre que tenía, se vacía catastróficamente hacia el Artico. El problema es que en ese momento está la corriente marina profunda y se hunde, viajando por el fondo oceánico. Después vuelve a ascender ya en el Hemisferio Sur. Esa corriente funciona como transportadora de temperatura de lugares donde es muy alta a donde es muy baja y viceversa; uniformiza la temperatura planetaria. El problema es que, si yo la paro, voy a tener un sobreenfriamiento en el Hemisferio Norte. Eso fue lo que pasó, en teoría.
–¿Fue ahí donde se cerró el estrecho de Bering? –No, esto es al revés. Lo que hay aquí es la liberación de un lago de agua dulce enorme que se mezcla con la corriente salina, que a esa altura está en superficie, pero que se empieza a hundir por una diferencia de densidad, le quita la densidad, y eso hace que todo el sistema se pare, se sobreenfríe el Hemisferio Norte y se produzca la glaciación. Esa glaciación nunca se la había encontrado en el Hemisferio Sur, y la hallamos con un colega en el campo de hielo patagónico. En Puerto Banderas, en el lago Argentino, estamos entre 13 y 11 mil años. A partir de ahí retrocede de vuelta la glaciación pero hay, en tiempos históricos, avances glaciarios. Se llaman neoglaciaciones, porque ya no tienen la magnitud de las grandes glaciaciones. Y éstas son interesantes porque las dispara la radiación solar. El Sol tiene ciclos de mayor y menor actividad. Y esto, justamente, con el tema de observaciones circunstanciales que se hacían a lo largo de mucho tiempo, presencia o ausencia de manchas solares, permitió llegar a la conclusión de que hay períodos en que el Sol tiene baja actividad...
–La pequeña edad del hielo. –Exactamente. Pero la pequeña edad del hielo no es verdaderamente una pequeña edad del hielo. Son varios eventos de enfriamiento separados por eventos de mayor temperatura.
–La pequeña edad de hielo hizo que los vikingos dejaran de viajar a América, por ejemplo. –Claro, pero no fue una sola. Esa es la cuestión. Acá se metió todo en la misma bolsa, a tal punto que incluso se discutió durante mucho tiempo su existencia. Eso es algo que discuten mucho los meteorólogos. Porque acá hay un problema: si se acepta que hay ciclos en los que el Sol pasa por mayor o menor actividad solar, y cuando hay menor actividad solar hay una relación directa con avances glaciarios y cuando hay mayor actividad con retrocesos glaciarios, hay que reconocer que el clima es algo notablemente variable, no es que permanece constante y de repente hay grandes cambios. No sólo se enfría, sino que también se calienta. La media global, durante un mínimo glaciario, pasa por uno y medio grado menos que la media normal.
–¿Y cuánto dura? –Y, en el orden de unos 180 años. Y acá viene una cuestión interesante. Nosotros vemos esto en el campo del hielo patagónico; nosotros tenemos cierres morénicos que se pueden datar muy bien, porque esos cierres son cierres neoglaciares que están relacionados con esta variación solar. Hay muchos métodos para datarlos, con errores relativamente pequeños. Lo interesante, incluso en algunos casos...
–¿Qué es el depósito morénico? –Cuando el glaciar avanza empuja detritos, y cuando retrocede deja algo. Eso es el depósito. Cuando uno se fija cómo son los valores, hay una separación temporal muy rítmica con respecto a ese tema. Y lo interesante es que el último enfriamiento, que es el mínimo de Dalton, ocurre hace aproximadamente ciento y pico de años. Desde entonces, subió la temperatura. Y acá viene una discusión clave...
–Si el calentamiento global tiene que ver con el hombre o no. –Claro. Los que apuestan fuerte a que es el hombre el principal agente son los del IPCC, para el que yo trabajé entre 1994 y 1998. A mí me pidieron hacer toda la parte de evolución de la criosfera de América del Sur. Nosotros tenemos dos glaciares paradigmáticos: uno es el Moreno, que supuestamente está en equilibrio, aunque en realidad avanza. Cuando se topa con la península de Magallanes, se hace un cierre y el agua rompe el cierre. Pero si no estuviera la península, avanzaría. El otro es el Upsala, un glaciar que tiene una tasa de retroceso alucinante. No hay ningún otro glaciar que retroceda a esa velocidad, y por eso está puesto como el ejemplo del calentamiento global antropogénico. Lo venimos estudiando desde el año ’91, y llegamos a la conclusión de que es un glaciar que retrocede mucho porque tiene problemas mecánicos. El problema es que ese glaciar, cuando avanzó, se apoyó en esos arcos morénicos, de los que le hablaba, que son como montañitas transversales al lecho del lago. Cuando retrocede y está apoyado, no hay problema, pero de repente pierde parte del frente. Y ahí se sueltan 300 o 400 metros de frente glaciar. Bueno, y hay otros fenómenos como que el agua... Pero lo importante aquí es que nosotros determinamos que si retrocede es por motivos mecánicos, no climáticos.
–¿Y entonces? –Cuando yo escribí todo esto para IPCC me sacaron esa parte. Yo pregunté por qué y me dijeron que no podían poner todo, pero el problema era que no estaba poniendo lo que se quería demostrar, que era que el glaciar retrocedía por cuestiones climáticas. Yo demostraba que retrocedía por razones mecánicas. Eso me produjo un fuerte desencanto, porque me da la sensación de que cualquier argumento en contra de la antropogénesis del calentamiento global hay que silenciarlo.
–¿No cree entonces en la antropogénesis del cambio climático? –Durante mucho tiempo creí que era así, pero a medida que fui avanzando con el trabajo de campo fui poniendo en cuestión mis suposiciones.

lunes, 25 de marzo de 2013

La primera pregunta

El movimiento es lo obvio, lo que está allí. Al fin y al cabo, casi todo, a nuestro alrededor, se mueve. Vemos al Sol atravesar el cielo, vemos la piedra que cae, al insecto arrastrarse penosamente sobre su camino mínimo. Vemos al proyectil cruzar el aire límpido de una mañana de verano, casi flotar en él, y luego precipitarse al suelo. Y aunque no lo vemos, ni lo sentimos, sabemos que la Tierra, que nos parece en reposo, cruza el espacio con velocidades de pesadilla. Las partículas se agitan en el fondo de los átomos. El mundo que nos rodea es cambio, no permanencia: se mueve.

Pero no todas las cosas se mueven de la misma manera. Si se empuja una pelota, ésta rueda hasta que se detiene, como si se cansara de haberse movido. Si se suelta una piedra, cae cada vez con más velocidad, como si estuviera apurada por regresar al suelo. Los objetos celestes en cambio, parecen moverse solos y siempre de la misma forma, como si la hubieran aprendido, les gustara y no encontraran una buena razón para cambiarla. Tampoco caen al suelo, como la manzana o la piedra.

Ni siquiera todos ven los mismos movimientos de la misma manera. Si se mira el libro que se lee mientras el tren nos arrastra hacia algún destino más o menos incierto, el libro parece estar quieto, en reposo, en nuestra mano. Pero el que desde afuera nos ve pasar a gran velocidad, observa que el libro se mueve, junto con el tren y con nosotros. ¿Quién tiene razón?

Milan Kundera sostiene que "la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido". Casi igualmente, la lucha del hombre por comprender la naturaleza fue, en gran medida, la lucha por comprender el movimiento. Por qué se mueven los cuerpos es una de las preguntas más antiguas de la física, y desde las primitivas explicaciones hasta la teoría de la Relatividad, desde Aristóteles a Einstein, se razonó, se pensó, se especuló sobre las causas y modos del movimeinto y el reposo, se tratáo de distinguirlos, se buscó algo cuyo movimiento --o falta de él-- fuera absoluto y nadie pudiera discutirlo, y muchas veces se lo encontró. La mecánica avanzó penosamente, en ocasiones quedó estancada durante siglos y a veces produjo estallidos espectaculares, en los que las concepciones del hombre sobre el movimiento --y al mismo tiempo sus concepciones sobre el mundo-- tuvieron que cambiar rápidamente. La primera teoría completa sobre el movimiento --la aristotélica-- era una teoría quietista: el movimiento era una alteraciáon de lo inmóvil, era un acto que tenía lugar al solo efecto de restaurar el orden, era algo que los cuerpos hacíanpara preservar la armonía del mundo que algún desajuste había interrumpido. Los cuerpos se movían porque querían moverse, porque querían regresar al sitio que les correspondía, o si no, porque algo los obligaba a hacerlo.

Fue la primera --y equivocadísima-- respuesta a la pregunta: ¿por qué se mueven las cosas?


miércoles, 20 de marzo de 2013

Cuando las plantas y las bacterias trabajan juntas

DIALOGO CON LUIS WALL, DOCTOR EN CIENCIAS BIOQUIMICAS DE LA UNLP, INVESTIGADOR DE LA UNQUI Y DEL CONICET



–Cuénteme qué hace.
–Dentro del programa que dirijo hay dos grandes laboratorios. Ahí trabajamos en interacciones entre microorganismos benéficos y plantas.
–¿Por ejemplo? –Los rizobios para la soja, bacterias fijadoras de nitrógeno... Ese se podría decir que es nuestro tema histórico: son microorganismos que fijan nitrógeno del aire (que es el 80 por ciento de la atmósfera y que nosotros no lo podemos usar); los microorganismos lo transforman en amoníaco y lo incorporan a las plantas. Eso es lo que se llama fijación biológica de nitrógeno y es lo que ocurre en la soja, en la alfalfa, en el trébol: en todas las leguminosas. Nosotros estudiamos muchas cosas en ese sistema.
–A ver... –Estudiamos, por ejemplo, selección de microorganismos que tengan una mejor relación con las plantas, que fijen más nitrógeno, que se asocien mejor en relación a otros microorganismos... Una de las cosas que estudiamos durante mucho tiempo es la regulación de la nodulación de las raíces de la planta. Cuando las bacterias se asocian con las plantas forman como un nódulo, un grano. Ahí es donde viven las bacterias y ocurre esta simbiosis. Esa regulación la manejan la propia planta, factores externos... Conocer esta regulación permite manejar mejor la simbiosis en un sentido utilitario para tener mejor rendimiento de la planta.
–¿Y cómo funciona esa simbiosis? ¿Cuáles son los diferentes escenarios que se presentan? –Un escenario es que la simbiosis sea ineficiente, donde lo que ocurre son simbiosis o interacciones dadas por microorganismos del suelo, estafadores, que se aprovechan de la planta pero no le dan nada. En ese caso, son nódulos que no sirven.
–¿Cómo se da biológicamente la simbiosis? –Es una infección de la planta por parte de la bacteria. Lo que nosotros estudiamos es cómo se reconocen las bacterias y las plantas, porque no cualquier bacteria es capaz de entrar en la planta y formar un nódulo. Y ese fenómeno de reconocimiento se estudió desde hace mucho, porque en el imaginario científico está la idea de que si uno puede entender este mecanismo, puede “exportar” la simbiosis a otras plantas. Uno de los objetivos, por ejemplo, es transferir esta fijación de nitrógeno a los cereales. Estos cereales, que son una gran parte de la alimentación de la historia de la humanidad, no generan estas simbiosis que sí generan las oleaginosas. Hasta ahora, no se ha descubierto de qué manera transferir esta asociación biológica a otras plantas.
–¿Y cómo se reconocen? –Es muy interesante eso. A fines de los años ’80 se publicó un trabajo que se titulaba “Dulces diálogos debajo de la tierra”, porque la comunicación es por moléculas químicas muy complejas. Es un intercambio de señales: la planta larga sustancias químicas hacia afuera, y hay bacterias que son capaces de reconocer algunas de esas señales. Las que las reconocen cambian su actividad y sintetizan una nueva señal. Es como si hubieran escuchado, hubiesen entendido el idioma y respondieran. Lo primero que hacen entonces, siguiendo las huellas de la molécula segregada por la planta, es acercarse a la planta.
–¿Y cuándo llegan? –La concentración de esa molécula es mayor, y las bacterias en respuesta sintetizan una nueva molécula. Esa molécula la largan hacia afuera y la planta la reconoce. Esa segunda molécula, un lipoquitonoligosacárido, bioquímicamente es muy compleja, tiene mucha información. La planta, al recibirla, se “da cuenta” de que afuera está la bacteria que va a hacer la simbiosis correctamente. Reconoce que no es un patógeno, que no es una bacteria cualquiera, y la planta lo que hace es abrirle sus puertas.
–¿Cómo hace la molécula para que las puertas se abran? –La bacteria ingresa en el tejido sin que la planta la rechace. En general, lo que pasa es que la bacteria trata de entrar y los organismos la rechazan: suicidan a las células a las cuales están llegando las bacterias y a partir de entonces funciona como un tapón. Lo que hace esta molécula es cambiar la respuesta de la planta, de modo tal que la planta no la rechace. A la vez, se dispara una ruta simbiótica y genética, que aparentemente es una ruta muy ancestral en la evolución biológica, que es común a las plantas para reconocer a hongos benéficos y a bacterias benéficas.
–¿Qué es una ruta genética? –El ADN de la planta se va a expresar, y como respuesta a eso habrá algún desarrollo de la planta (podrá ser una raíz, una hoja, una flor). En el caso de la simbiosis, lo que desarrolla es un nódulo radicular, que es como si fuese una raíz lateral modificada. Es una especie de grano en el cual la bacteria entra y coloniza sin recibir respuesta inmune.
–¿Cómo se reconocen esas señales químicas? ¿Cómo hace la bacteria, por ejemplo? –Tanto las bacterias como las plantas tienen receptores. La bacteria tiene un receptor, una proteína, para la primera señal de la planta. Con ese receptor reconoce la molécula que viene. Cuando la reconoce, la proteína cambia de forma, y esa nueva forma significa otra señal hacia adentro de la bacteria.
–Hay una cascada que llega hasta... –La información genética. Después de la primera señal de la planta, la cascada llega a la información genética de la bacteria. Va de proteína en proteína, llega al ADN y del ADN se disparan genes que no estaban expresados y que generan sus propias proteínas. Ahora hay una nueva cascada hacia afuera, donde la nueva molécula producida sale de la bacteria y va a parar a la planta, que tiene otro receptor que la recibe. Esta simbiosis está distribuida en un gran número de plantas y hay distintas respuestas. Las más estudiadas son las de los cultivos agronómicamente más importantes. Curiosamente, la soja, la alfalfa, el trébol, la arveja, son todas simbiosis muy nuevas, evolutivamente muy avanzadas. Tienen un mecanismo de reconocimiento muy sofisticado. Una de esas sofisticaciones se ve en que los pelos radiculares, los pelos absorbentes de las raíces, se deforman al recibir la señal, quedan como rulitos. Ahí la bacteria aprovecha, entra por esos pelos absorbentes (como si fuera una invaginación) y va invadiendo el tejido de la planta, que a su vez la deja. Esto que le cuento tiene que ver con las leguminosas, las fijadoras de nitrógeno. Pero hay otro gran grupo de fijadoras de nitrógeno, que en el planeta es igual al de las leguminosas, que son las plantas actinorícicas. Son árboles y arbustos; el más conocido es la casuarina, pero también están los arrayanes en la Patagonia. Nosotros decidimos estudiar un sistema de estas plantas actinorícicas.
–A ver... Cuando la bacteria ingresa, fija nitrógeno del aire, lo convierte en amoníaco y se lo da a la planta. –Y los azúcares que genera la planta se los da a la bacteria. En eso consiste la simbiosis.
–¿Y en el nuevo grupo? –La situación es similar: la bacteria, que está en el suelo, le manda señales a un arbusto... y todo lo que usted ya sabe. La cuestión es que en este caso de simbiosis las técnicas modernas no se pueden aplicar.
–¿Por qué? –No se sabe, hay microorganismos que se resisten a las técnicas de la biología molecular. No sabemos por qué no se puede, pero no se puede. Nosotros estudiamos este arbusto de la Patagonia, describimos la manera en la que infecta (no deforma los pelos radiculares, sino que se mete entre las células). El primer trabajo lo publicamos en el ’99; hoy en día están bien discriminados estos tipos de interacciones. Lo que nosotros descubrimos es que el arbusto patagónico que estudiamos representa un mecanismo de interacción muy ancestral, mucho menos sofisticado que el de la soja, por ejemplo. Uno podría tratar, entonces, de aprender de este sistema más simple para “enseñárselo” a las plantas que me interesan.

viernes, 15 de marzo de 2013

La señora María

Estaba leyendo, o escribiendo un libro muy querido por mí, cuando me sobresaltó el timbre. Me apresuré a abrir la puerta y me encontré con una señora que usaba un rarísimo sombrero verde, y que prácticamente me apartó de un empujón y entró al departamento. Se sentó sobre un sillón, se sacó los zapatos y resopló, y antes aun de que yo pudiera preguntarle quién era, dijo: “Dios mío, espero no haber llegado demasiado tarde, pero es que ese maldito subterráneo estuvo parado casi veinte minutos entre dos estaciones”.
Esperé con paciencia a que terminara de contar sus desventuras subterráneas para preguntarle quién era y qué hacía en mi casa, cuando ella exclamó: “¿Para cuándo es la ceremonia?”, pero no tuve tiempo de averiguar qué ceremonia, porque volvió a sonar el timbre y me encontré ante un señor maduro que me extendió la mano y me dijo: “Encantado, el coronel Culligan”, y sin darme tiempo a contestar “encantado”, divisó a la señora del sombrero verde y se precipitó sobre ella. “¡Señora María! –dijo el coronel Culligan–, espero no haber llegado demasiado tarde”, y la señora María sacudió la cabeza diciendo que no, que no era demasiado tarde, y que ella casi no podía hablar porque había estado veinte minutos encerrada en el subterráneo, entre dos estaciones. “Qué horror –dijo el coronel–, eso me recuerda las batallas de mi juventud.” Y se puso a contar las batallas de su juventud, mientras la señora María resoplaba y decía que con el apuro se había olvidado de traer su abanico, pero que quién se iba a imaginar que se quedaría encerrada veinte minutos en el subterráneo, entre dos estaciones. El coronel estaba diciendo “y entonces, la caballería ligera...”, cuando me advirtió a mí, que estaba parado con la puerta en las manos, sin decidirme a cerrarla ni a dejarla abierta, ni a preguntarles ya no quiénes eran, sino por qué no se iban y me permitían volver al mejor (o al peor) de los mundos, tirado sobre la cama.
El coronel chasqueó los dedos y dijo: “A ver si le sirve algo a la señora María, que no puede más”. La señora María, como explicación, dijo que no podía más porque se había quedado veinte minutos encerrada en el subterráneo. “Entre dos estaciones”, completé mentalmente, y me dispuse a ir a la cocina y obedecer al coronel, porque ya se sabe que de-sobedecer a un coronel es algo muy serio y puede acarrear consecuencias imprevisibles.
Mientras estaba en la cocina preparando un refresco, oí varias veces el timbre, pero no me preocupé, porque estaba seguro de que la señora María se ocuparía de abrir, aunque no pudiera más, y pensé en lo ridícula que quedaba la señora María atendiendo la puerta con su sombrero verde. Y en cada caso la gente que entraba preguntaba si había llegado tarde, y la señora María les decía que no, y les contaba la historia del subterráneo que se había quedado veinte minutos parado, entre dos estaciones. Y algunos decían: “Qué horror”, como había dicho el coronel, y otros preguntaban para cuándo sería la ceremonia.
Cuando volví a la sala con el refresco, el coronel estaba diciendo: “Y entonces se produjo una descarga de fusiles y morteros que...”, a una jovencita que estaba a su lado escuchándolo embobada, y lo único que atiné a pensar es que a la jovencita le cuadraba a la perfección el nombre Virginia, porque era rubia y escuchaba con tanto embobamiento al coronel. La señora María me dijo que ya no quería el refresco, y que en todo caso con un refresco no alcanzaba y que qué podía hacerle a ella un refresco, a ella que se había pasado veinte minutos encerrada en el subte, entre dos estaciones, cosa sólo comparable a las batallas del coronel, como el mismo coronel había dicho. Y puso el vaso de refresco en las manos de un joven de veintitantos años, que miraba con aire ausente a Virginia, fastidiado porque Virginia escuchara con tanta atención al coronel, y pensando seguramente que lo que ocurría es que él no tenía batallas de su juventud para contar, que él, en todo caso, sólo tenía su juventud, pero sin batallas, y que evidentemente una juventud sin batallas no bastaba. La señora María se levantó penosamente y diciendo que no podía más, y me acompañó nuevamente a la cocina, no sin contarme en el trayecto la historia del abanico y los veinte minutos en el subterráneo.
En la cocina, se arremangó las mangas de la camisa y me ordenó que abriera la heladera. Lo hice porque la señora María emanaba un poco de la autoridad del coronel. La señora María, al ver el contenido de la heladera, suspiró, pero dijo que igualmente había que poner manos a la obra. Intenté preguntar qué obra, pero la señora María no me contestó y de repente me vi desmenuzando pedazos de pan y preparando canapés, mientras el timbre sonaba una y otra vez.
Y me preguntaba quién iría a atender, si el coronel, o Virginia, o el joven de la juventud sin batallas. Dos mujeres flacas y altísimas entraron en la cocina enrollándose nerviosamente unos collares de perlas falsas que daban varias vueltas alrededor de sus cuellos, husmearon los canapés y preguntaron cuándo era la ceremonia. La señora María, que todavía no se había sacado su sombrero verde, no contestó, pero dirigiéndose a los canapés, dijo: “Se hace lo que se puede”. Entonces las dos mujeres flacas y altísimas salieron de la cocina y dijeron que la señora María estaba haciendo lo que podía.
En total, hicimos veinticinco canapés. La señora María sacó de la heladera una botella de vino blanco que yo había reservado para quién sabe qué ocasión, la miró con lástima y lanzó un suspiro diciendo que no se podía pretender mucho, que ella se había quedado veinte minutos encerrada en el subterráneo, entre dos estaciones, que podía haberse quedado toda la vida encerrada en el subterráneo, y que frente a toda una vida encerrada en un subterráneo, entre dos estaciones, qué podía importar una botella de vino más o menos.
Cuando nos encaminábamos al living, la señora María se dio un golpe en la frente y dijo que nos habíamos olvidado de los vasos. Le expliqué que yo no tenía veinticinco vasos, a lo sumo dos o tres, pero la señora María aclaró de inmediato que la gente, cuando se queda encerrada en el subterráneo, toma toda de un solo vaso, si es que llega a tener la suerte de tener un vaso. Lo mismo que en las batallas de la juventud del coronel, allí también tomaban todos de un solo vaso, el champagne triunfal se tomaba en un solo vaso: desde el más alto de los generales hasta el más despreciable de los soldados tomaban en el mismo vaso y hasta a los prisioneros se los hacía desfilar, cubiertos de cadenas, para que tomaran el champagne en ese único vaso, y que por lo tanto los dos o tres que teníamos eran más que suficientes, y que veinticinco era un número cualquiera, y que no sabía por qué habían sido veinticinco canapés, pero que el veinticinco era un número que la perseguía, que la perseguía siempre, y que por eso había sufrido esos veinticinco minutos encerrada en el subterráneo, entre dos estaciones.
Entonces junté coraje y le confesé que yo tenía veinticinco años, y ella lo tomó como una confirmación de que ese número la perseguía, pareció producirle una cierta satisfacción, cosa que aproveché para exigir que al coronel se le asignara un vaso para él solo, y la señora María estuvo de acuerdo.
Respiré aliviado, porque la conformidad del coronel garantizaba mi inmunidad. Cuando estuvo en poder de su vaso, el coronel quiso hacer un brindis, y efectivamente brindó por toda la gloria que había conquistado en su juventud, pero muy pocos pudieron responderle, porque uno de los dos vasos restantes estaba en manos de Virginia, que al parecer se había aburrido de escuchar la historia de las batallas de juventud del coronel y se había acercado sigilosamente al joven sin batallas, que no obstante continuaba mirando hacia donde estaba el coronel, con aire ausente, y el tercer y último vaso estaba en poder de una mujer joven con dos niños pequeños, uno más rubio que el otro. Las mujeres flacas y altísimas se habían quedado sin vaso. La madre de los dos niños les daba indicaciones a cada instante, los niños se confundían y no sabían qué hacer. El que era más rubio que el otro se acercó al coronel y le tiró del pelo, y la madre lo retó asustadísima, porque ya se sabe lo que puede ocurrirle a un niño pequeño que le tira el pelo a un coronel. Pero el coronel dijo que no era nada, sentó al niño sobre sus rodillas y empezó a contarle las batallas de su juventud.
Cuando la señora María y yo volvimos de la cocina con los canapés, las dos mujeres flacas y altísimas nos estaban esperando aviesamente para impedir que se repitiera lo que había sucedido con los vasos. Cada una de ellas se apoderó de un canapé y preguntó a qué hora era la ceremonia, pero como la señora María no les contestó, las mujeres altas y flaquísimas empezaron a enroscarse y desenroscarse los collares. La señora María ofrecía los canapés, y cada vez que alguien tomaba uno le explicaba que se había quedado veinticinco minutos en el subterráneo, entre dos estaciones, porque el veinticinco era un número que la perseguía. Mientras tanto, yo miraba de reojo al coronel, porque no dudaba ni por un instante de que en un momento dado él haría algún gesto y entonces empezaría la ceremonia, pero el coronel estaba ajeno a todo, hablándole al niño sentado en sus rodillas y ni siquiera se había servido un canapé, aunque conservaba su vaso. Alguien abrió la puerta y entraron dos muchachos con una guitarra eléctrica. La señora María se agarró la cabeza y dijo que lo único que le faltaba a ella en un día como aquél era aturdirse con una guitarra eléctrica. Los muchachos dijeron que ellos no pensaban tocar la guitarra eléctrica, que simplemente la habían traído, y entonces la señora se calmó y les dijo que si querían podían tocar durante la ceremonia, pero no antes, les ofreció un canapé y les contó la historia del subterráneo. El coronel dijo que en su juventud no había guitarras eléctricas, porque las guitarras eléctricas hubieran tapado el fragor de las batallas. La señora María se sacó el sombrero verde, pareció dudar un momento sobre el lugar en que podría dejarlo y se lo puso nuevamente. Y yo suspiré con alivio, porque la señora María ya me parecía inseparable de su sombrero verde. Sin el sombrero verde hubiera dejado instantáneamente de ser la señora María y esa sola idea me resultaba intolerable: me hubiera encontrado perdido y temblando de miedo delante del coronel. Y vaya uno a saber lo que me ordenaría o haría conmigo el coronel.
Y además ya había tanta gente, que la única forma de ubicar de inmediato a la señora María era por el sombrero verde, que se movía de aquí para allá. Pensé si las dos mujeres flacas y altísimas podrían reemplazar a la señora María en caso de que ella se sacara el sombrero verde, pero las mujeres flacas y altísimas no hacían otra cosa que jugar con los collares, lamentarse de que no hubiera más canapés y preguntar cuándo sería la ceremonia.
Y todo. Los invitados seguían llegando sin interrupción, y como ya no cabían en el living, se instalaban en el dormitorio, abrían los placards y hacían críticas sobre mi ropa. Sin embargo, nadie se atrevía a entrar en la cocina, porque la señora María no lo hubiera permitido. En un momento quise ir al baño y al abrir la puerta encontré a un señor anciano que estaba cambiando los pañales a su nieta. El señor anciano no se inmutó por la interrupción, dio vuelta la cabeza, me miró de arriba abajo y me preguntó cuándo iba a ser la ceremonia. A decir verdad, yo también me preguntaba cuándo sería la ceremonia, cuándo se iría toda esa gente de mi casa y me dejaría solo con la señora María. Quise recostarme en la cama, pero estaba ocupada por dos parejas jóvenes en jeans y una mujer mayor y muy seria que no se había quitado su abrigo de pieles, aunque reconocía y se quejaba de que hacía mucho calor. Pero no me animé a decirles nada por temor al coronel, el coronel podía hacerme fusilar ahí mismo con solo llamar a las tropas de su juventud y ni siquiera la señora María podría salvarme, porque yo tenía veinticinco años y el veinticinco era un número que la perseguía.
Y sin embargo, empezaba a percibirse cierta inquietud. Un señor bajito que se movía entre la gente con la agilidad de un maître de restaurante estaba difundiendo el rumor de que habría que suspender la ceremonia porque se había enfermado la cantante. Cada vez que alguien escuchaba el rumor, decía “oh!”, sin agregar nada más, salvo el coronel que no dijo nada y la señora María que dijo: “No puede ser, no puede ser”, y por primera vez pareció confundida, se sacó y volvió a ponerse el sombrero verde, y ni siquiera advirtió que las dos mujeres flacas y altísimas se dirigían furtivamente a la cocina, con la intención de buscar algún canapé. Y cuando vi que el coronel no se inmutaba ante la posibilidad de que se aplazara la ceremonia, me acerqué a Virginia, que continuaba hablando con el joven sin batallas y que en ese momento decía: “Todo consiste en enfocarlo desde un rincón sumamente visionario”. Le pedí que me diera el vaso, busqué la botella de vino y empecé a tomar, y mientras bebía ante el escándalo de las mujeres flacas y altísimas, me sentía como los prisioneros de la juventud del coronel, que desfilaban encadenados para tomar el champagne en el único vaso que había en todo el ejército. Y era bueno. Las figuras se iban desdibujando, desdoblando, a medida que tomaba el vino, aunque alcanzaba a divisar todavía nítidamente a la señora María, que repetía “no puede ser, no puede ser”, mientras se sacaba y se ponía su sombrero verde. Y entonces comprendí que no me parecía a los prisioneros encadenados del coronel, sino que estaba tomando como si estuviera encerrado en el subterráneo, entre dos estaciones, pero no veinte o veinticinco minutos, sino como si hubiera estado encerrado en el subterráneo toda la vida con la señora María, tomando siempre en el mismo vaso.
Ya todo el mundo decía “¡oh!” a medida que el señor que parecía un maître de restaurante se deslizaba entre la gente, y hasta el anciano que estaba en el baño con su nieta decía “oh”, y las parejas en blue jeans y la señora del tapado de piel y los muchachos de la guitarra eléctrica, lo cual significaba que efectivamente la cantante no vendría, que no habría más remedio que aplazar la ceremonia y comprendí que todos se irían por fin. Pero en vez de sentirme alegre me sentí triste, y tomé más vino, tanto vino que no pude escuchar cuando el propio coronel dijo también “¡oh!”, se levantó y se encaminó hacia la puerta con paso cansado, como si hubiera sido derrotado en una de las batallas de su juventud. Yo sentí que me dormía, y efectivamente me dormía, pero no tenía dónde hacerlo, porque todos los lugares estaban ocupados, así que me recosté en el hombro de una de las mujeres flacas y altísimas, pensando que ellas también se irían, y el mundo me pareció tan vacío.
Cuando me desperté, todos se habían ido, salvo la señora María, que estaba en la cocina lavando los tres vasos, y que se me acercó y me dijo “no puede ser, no puede ser”. Y me miró fijamente y abrió su cartera y sacó un canapé y me dijo que lo había guardado especialmente para mí, salvándolo de la voracidad de las mujeres flacas y altísimas. Y entonces, mientras comía despacio el último canapé, le pedí por favor que no se fuera, que se quedara conmigo, le expliqué que corría un peligro inmenso y que podía quedarse nuevamente encerrada en el subterráneo, entre dos estaciones. Pero ella me contestó que en todo caso serían solamente veinticinco minutos, sólo veinticinco, nunca podrían ser más de veinticinco minutos porque el veinticinco era un número que la perseguía. Y me saludó y me dijo que se iba.
Y la casa se quedó tan silenciosa, tan triste, y yo tan desolado y hambriento que ni siquiera tuve ganas de volver a leer el libro que había interrumpido, y me quedé en la cocina, absolutamente solo, preguntándome por qué se habría aplazado la ceremonia, y sabiendo que jamás perdonaría a la cantante, cuyo rostro no podía siquiera imaginarme, pero que con el correr del tiempo se mezclaría para siempre con el rostro inconfundible y el sombrero verde de la señora María.

El cuento por su autor

En primer lugar, me gustaría que leyeran esta brevísima introducción después de haber leído el cuento.
En segundo lugar, la verdad, no recuerdo cuándo lo escribí, pero sé que fue hace mucho y, desde ya, no puedo saber hoy cuál fue la idea generadora (una frase, una situación), pero sí que tiene una cierta sintonía estructural con el resto de las cosas que escribía por entonces: un personaje a merced de los acontecimientos, generalmente en clave fantástica, que lo invaden, que no comprende, ni puede, ni quiere manejar, que transcurren independientemente de él y a los cuales (los acontecimientos) él no les importa nada, y no lo tienen en cuenta, ni siquiera como personaje. Releyéndolo ahora, creo que me quedé corto.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Los caminos de la toxoplasmosis

DIALOGO CON SERGIO ANGEL, DOCTOR EN BIOLOGIA, PROFESOR DE LA UNSAM

El parásito Toxoplasma gondii se transmite a través de los alimentos mal cocidos, y en muchos casos son los gatos quienes lo liberan al ambiente. Es especialmente peligroso para las mujeres embarazadas, que corren el riesgo de transmitírselo al bebé.




–¿Qué investiga?
–Nuestro grupo trabaja en biología molecular y celular de un parásito, Toxoplasma gondii, que es un parásito que se asocia con las embarazadas y con los pacientes con HIV. Es un parásito que cuando se transmite al feto el bebé nace con toxoplasmosis con expresión congénita y puede tener serios problemas: retraso mental, hidrocefalia, problemas neurológicos severos. Y en los pacientes con HIV, cuando se produce la reactivación, lo que sucede es que se producen encefalitis bastante graves que muchas veces llevan a la muerte. La toxoplasmosis es una enfermedad que se controla en todas las mujeres embarazadas, con el fin de saber si el feto puede haber sido infectado o no.
–¿Y qué hacen con ese parásito? –El parásito se transmite principalmente a través de los alimentos, por las carnes mal cocidas, o el que liberan los gatos en el ambiente y puede estar contaminando las aguas y las verduras. Cuando entra en el organismo, empieza a replicarse muy rápidamente, invade todos los órganos. Pasa de una fase activa a una fase latente; cuando se produce la reactivación (tanto en el niño recién nacido como en el paciente con sida) lo que sucede es que esa reactivación es la que produce los síntomas. Si no, el parásito permanece inactivo. En Argentina el 50 por ciento de la gente está infectada con toxoplasmosis; hay países de Europa en los que el 80 por ciento de la gente está infectada. Eso sucede porque es una infección asintomática: nadie lo diagnostica porque nadie se entera de que la tiene. Aunque ahora ya se está viendo que hay ciertos síntomas. Entonces en las mujeres embarazadas, que sí tienen un riesgo muy concreto (el de pasárselo al feto, lo cual puede producir problemas) lo que se hace es un diagnóstico. Yo lo que estudio en mi laboratorio es cómo se regula a nivel genético; cuando pasa de un estadio activo a un estadio crónico, y lo mismo cuando recrudece de uno crónico a uno activo, lo que ocurre es que hay algunos genes que se apagan y otros que se encienden. Nosotros trabajamos sobre cómo es que se regula ese cambio de estadios, cómo es que pasa de uno a otro.
–¿Cómo lo hacen? –Primero lo que hay que decir es que no somos los únicos que lo estamos estudiando: esto tiene gran desarrollo en Estados Unidos, Alemania, Francia, donde se utilizan recursos tecnológicos muy novedosos. Nosotros vamos por otro camino. Hay toda una vía del choque térmico, relacionado con el estrés: cuando reciben estrés, las células reaccionan molecularmente, cambian su expresión de genes, cambian su fisiología, incluso si el estrés es muy grande pueden pasar a matarse a sí mismas. Los parásitos en general no hacen eso: cuando están sometidos a alto estrés, cambian de estadio. Una de las vías que estudiamos nosotros es cómo funciona el estrés en los parásitos, y la otra es a nivel genético, cómo se regulan los genes propiamente dichos. Digamos que los genes tienen dos formas de regularse: hay unas proteínas que se pegan donde hay un gen y dicen “acá vamos a tener actividad” y empiezan a expresar esos genes, pero para que eso ocurra el genoma muchas veces hace lo que se llama “decoración”: hay proteínas que se asocian al ADN que de por sí no hacen nada, pero cuando empiezan a pegar cosas, como ornamentaciones, generan un código, una especie de código de barras, entonces hay proteínas que lo reconocen y a partir de ahí empiezan a activar algunos genes y apagar otros. Esos mecanismos se llaman “epigenéticos”.
–¿Qué son esos mecanismos? –El ADN es una hebra muy larga que necesita condensarse, achicarse. Imagínese que tiene una soga de 100 metros y tiene que ponerla en su bolsillo; para hacerlo, lo que uno hace es enrollarla. El genoma hace lo mismo: la tira de ADN es mucho más larga que una célula. Para condensarse, necesita unas proteínas que se llaman histonas. En los últimos años se ha visto que esto no es sólo un problema estructural, sino que se ha descubierto hace unos años que estas histonas tienen otro objetivo fundamental: descubrir qué lugares van a ser activos y cuáles van a ser inactivos. Los mecanismos epigenéticos se llaman así porque no están relacionados con el gen en sí, sino que consisten en una regulación de los genes “por afuera”. Estas histonas pueden regular esa actividad, pero para eso necesitan que se le peguen cosas distintas. Una vez que la proteína se traduce, se le pueden pegar cosas varias (como fosforilaciones, acetilaciones, metilaciones). Todo eso es lo que se llama “decorar” a la proteína. Cada una de las histonas recibe una modificación distinta, de modo que cada lugar va a tener una especie de código de barras; entonces es ahí donde las otras proteínas que van a ser la activación de los genes empiezan a funcionar. Como ése es un mecanismo importante en los parásitos que tienen poca variabilidad de proteínas, entonces los mecanismos epigenéticos son importantes. Lo que estudiamos, entonces, son esos dos centros para ver cómo se regula eso.
–¿Y qué ven? –Hemos visto con respecto a la parte de estrés que hay algunas drogas que cuando las agregamos a los parásitos los bloquea y lo que tiene de bueno es que estas drogas se utilizan también para terapia en humanos, en cáncer. Los tumores son células que están permanentemente activas, entonces las drogas contra esta proteína pueden bloquear una célula tumoral. Nuestra idea es que esto también ocurre con el parásito: la droga bloquea la infección. Tenemos una patente para la droga con la Universidad de Vermont. Hemos ganado un conocimiento importante en ese aspecto.
–¿Y con respecto a la epigenética? –Bueno, los parásitos tienen variables interesantes que otros organismos no tienen. En este caso, estamos en colaboración con un grupo de Estados Unidos que trata de ver la marca epigenética de todo el genoma del Toxoplasma gondii para saber bien cuáles son los genes que se activan, cuándo se activan, cómo...
–¿La epigénesis está manejada por las histonas? –Por las histonas y por sus modificaciones postraduccionales. Hay otras marcas que son directamente el ADN, pero el toxoplasma no tiene esas marcas, sino que directamente tiene la marcación de las histonas. Ahí encontramos variantes, y esas variantes son útiles. Cuando uno ve al parásito y ve estos temas, siempre se puede ver que pasan cosas parecidas a una célula tumoral. Una célula tumoral se replica muy rápidamente, al igual que el parásito. Cuando se replica, produce daños en su propio ADN, que los mecanismos de reparación arreglan. Uno ve que estas histonas sirven para la reparación, ve que el parásito repara rápidamente su daño, regula sus genes... Lo que nosotros buscamos es encontrar cuáles son las marcas epigenéticas más importantes y cuáles son las enzimas remodeladoras que imponen esas marcas y así poder diseñar drogas específicas para cortar lo mismo que se corta en tumores pero en el parásito. Con todo el trabajo que uno gana por la experiencia en el área del cáncer, podemos avanzar para solucionar problemas que genera nuestro parásito.
–¿Avanzaron mucho? –Con lo de la epigenética estamos avanzando, pero todavía no llegamos a ninguna conclusión. Lo que quería decir es que la terapia para toxoplasma existe para su forma activa, pero son drogas que tienen efectos secundarios. Lo que no existe son drogas para su fase crónica, que hasta ahora se creía que era completamente asintomática. Pero ahora se lo está asociando con la esquizofrenia, con algunos tumores cerebrales, con síndromes de hiperactividad. En animales, incluso, se lo ha relacionado con un cambio de comportamiento en los ratones: pierde capacidad de detectar bien los olores y, por ejemplo, reconoce como atracción sexual a la orina del gato. O sea que aún en su forma crónica el parásito puede tener consecuencias sintomáticas y por eso es interesante poder encontrar una droga para combatirlo.

lunes, 11 de marzo de 2013

¡Basta de Big Bang!


- ¡Basta de Big Bang! -dijo la duquesa de Stratford, cuando el séptimo de sus pretendientes se puso a hablar de la radiación de fondo. - Si el Big Bang se pone de moda, ¿qué pasará finalmente con la moda?

Hay que aclarar: la Duquesa, pese a sus casi ochenta y tantos años, a sus cuatro viudeces sucesivas -una de ellas sospechosamente complicada con arsénico- y a una enfermedad que la obligaba a toser cada cinco minutos, vivía rodeada por una nube de pretendientes y cortejantes, en general menores que ella. Tan menores, que algunos no pasaban de los 25 años. Y aunque lenguas malintencionadas atribuían el hecho a que la Duquesa era propietaria de una decena de castillos, una importante pinacoteca, el cuarenta por ciento de las acciones de la Shell, y tierras valuadas en ciento doce millones de libras, hasta el último de los que aspiraban a casarse con ella negaban enfáticamente todo viso de interés en sus ambiciones.

- ¡Basta ! Basta, Cecil, no trate de convencerme. -casi tosió la duquesa. - Hace semanas que no oigo hablar de otra cosa, a raíz de los descubrimientos de un satélite. Y para colmo, un satélite norteamericano.

-Pero se trata del origen del universo - balbuceó el duquesito de Chesire.

- Justamente -adujo la duquesa - Mire, Cecil, ya estoy vieja, y no se me puede engañar tan fácilmente. El Big Bang es un invento de la clase media. Ellos necesitan un origen, y les viene de perillas que ese origen haya sido un punto, para poder aducir que en un lejano pasado estaban mezclados con la aristocracia. Cuando la aristocracia se ocupaba de estas cosas, el universo era eterno, inmutable y sin origen, de acuerdo con nuestras más caras creencias e intereses. Además, la concentración de todos en un punto significa una promiscuidad sexual inadmisible - la duquesa había sido educada dentro de rígidos moldes victorianos.

El duquesito se calló por un momento, pero Clovis, el habitual personaje de los cuentos de Saki, que como siempre asistía a la reunión, acudió en ayuda de Cecil.

-Lo que Cecil quiere decir es que la radiación de fondo se descubrió por teléfono- dijo, sin despertar el interés de la Duquesa.

- Me extraña que no haya sido por fax - contestó con tos burlona - la clase media nos inunda con sus métodos de comunicación instantánea. Yo, por suerte, tengo medios para mantener sirvientes que llevan mis mensajes en mano.

Pero la intervención animó a Cecil - la radiación de fondo se descubrió hace casi treinta años cuando no había fax -dijo, y ante una seña de Clovis, arremetió con su historia. - En el verano de 1963, Arno A. Penzias y Robert W. Wilson de los Laboratorios Bell estaban tratando de ajustar una antena ultrasensible, pero había un molesto ruido de fondo que persistía y no sabían cómo eliminar. Lo atribuyeron a todo tipo de causas (incluyendo una pareja de palomas que había anidado en la antena), pero cuando espantaron a las palomas, el ruido seguía ahí tan fresquito (era una radiación de 270 grados bajo cero). Y corrían los meses.

Pero ocurrió que Penzias tuvo que llamar por otro asunto (para que le consiguiera entradas para el teatro, dijo Cecil, aunque no pude confirmar la versión), a un colega, Thomas Burke, de Boston. En el curso de la conversación, Burke preguntó a Penzias cómo andaba el experimento, y Penzias le dijo que bien, salvo por un ruido de fondo que molestaba. Entonces, Burke le contó que hacía muy poco había conversado con un tercer amigo, radioastrónomo, él, quien le contó Burke que en la Universidad Johns Hopkins había escuchado la charla de un joven teórico de Princeton, , P. J. E. Peebles, quien había dicho que tenía que haber una radiación de fondo proveniente de los momentos iniciales del universo. Y ahí cayó la moneda: el ruido de fondo que tanto molestaba a Penzias y Wilson era nada menos que esa radiación de fondo que predecía la teoría del Big Bang! Así que ya ve usted cómo todo se descubrió por teléfono.

- Basta de Big Bang! basta, basta! -gruñó la duquesa -. Tome aire, Cecil, después de semejante parrafada. Me parece, que voy a casarme con Lord Arlington, en vez de hablarme del origen del universo, acaba de ganar ayer mismo las carreras de Ascott con un potrillo de tres años que le regaló Lady Durrel.

En este momento, Clovis se rió. - ¿Saben cómo se llamaba el potrillo de Lord Arlington? ¡Big Bang!

- Imposible! -dijo la duquesa. Y se desmayó. A los quince minutos entró en estado de coma. A las veinticuatro horas estaba muerta.

jueves, 7 de marzo de 2013

Política y luchas de poder entre los peces

DIALOGO CON FELIPE ALONSO, LICENCIADO EN BIOLOGIA, LABORATORIO DE NEUROENDOCRINOLOGIA Y COMPORTAMIENTO


Los peces chanchita machos pelean constantemente por el estatus jerárquico. Sólo los que están más arriba en la escala social pueden aparearse. No se sabe bien si los que están más abajo tienen conciencia de su lugar en la escala.

–Cuénteme.
–Básicamente, yo trabajo con el pez chanchita (syclasoma dymerus). Durante mi tesis de licenciatura, lo que hice fue caracterizar el comportamiento de esta especie. Luego lo que hice fue tratar de ver qué ocurre con estos peces cuando se produce un cambio en el estatus social.
–A ver, a ver... –Estos peces mantienen relaciones sociales a través de interacciones agresivas y hay algunos individuos mayores en la jerarquía de dominancia que se van a reproducir, y esos individuos, cuando son depredados, son reemplazados. Lo que yo estudié fueron esos movimientos.
–A veces lo que me divierte es que los adoradores de la naturaleza piensan que la naturaleza es un lugar plácido, gentil y amigable y no se dan cuenta de que en realidad es una guerra brutal. –Tal cual. Darwin mismo lo decía en su libro. La cantidad de veces que usa términos como “competencia” es inmensa, por sólo citar un ejemplo.
–Y es una competencia brutal. Más brutal que entre los humanos. –Sí, claro. Incluso hay quienes lo han criticado a Darwin en función de que no tuvo en cuenta el cooperativismo de algunas especies...
–Pero, de todas maneras, no es la imagen idílica que dieron los románticos. –Sin duda que no lo es.
–Pero volvamos a los pescados. ¿Hay una jerarquía entre los pescados? –Sí. Está el macho alfa, después el beta uno, el beta dos, el beta tres, y así sucesivamente.
–¿Es una escalera lineal? –En esta especie, sí. Es una jerarquía lineal.
–¿Y si se pone uno nuevo? –Ya están establecidos los territorios y las jerarquías, por lo cual ese individuo nuevo va a ser atacado por los otros individuos hasta que se establezca una nueva jerarquía en la que ese individuo ocupe un lugar. Pero lo que ocurre normalmente es que cuando un individuo nuevo es introducido, queda abajo en la jerarquía: gana siempre el que ya está establecido. Ese es un principio que se da en general.
–Xenofobia. –No sé si llamarlo de ese modo, pero bueno, es algo así.
–Las comparaciones biológicas son siempre peligrosas, pero vale la pena saber que esas conductas humanas también existen entre los animales. –Por supuesto. No es un mundo igualitario. Entre los peces hay este tipo de cosas. También hay, y esto le parecerá curioso, peces homosexuales.
–¿Cómo es eso? –Bueno, otra vez estamos arriesgando con la comparación, porque obviamente en los peces no hay una conciencia de la situación como sí la hay entre los humanos. Pero lo que se observa concretamente es que hay peces de muchas especies que se hacen pasar por un individuo del sexo opuesto. E incluso llegan a formar una pareja y a estar con un individuo del mismo sexo.
–Con las últimas leyes, podrían tener un DNI apropiado. –Sí, claro.
–Pero volvamos: estábamos hablando de los cambios de jerarquía. –Bueno, nosotros sabíamos que cuando el macho dominante es sustraído, el que está abajo en la jerarquía social ocupa su lugar y su territorio. Como esta jerarquía se mantiene costosamente a través de interacciones agresivas entre los individuos no reproductivos...
–¿Los individuos quieren subir en la jerarquía o se conforman? –Todos los individuos están permanentemente agrediéndose entre sí, y en el momento en que se saca a un dominante, el que viene atrás inmediatamente ocupa el espacio. Pero el tema es que sólo los que están más arriba llegan a reproducirse. La pregunta es, entonces, por qué estos individuos no reproductivos invertían tanta energía en pelearse y en hacer todo eso. Y la conclusión a la que llegamos es que tal vez se estén preparando constantemente para la experiencia en que se sustraiga al macho alfa, para la oportunidad de llegar a reproducirse, tener un territorio, etcétera. Entonces lo que hicimos fue ver si antes de sacar al macho dominante podíamos ver si estos animales podían anticiparse a esta situación, si podían anticipar el hecho de que iban a ascender con cierta probabilidad en un futuro cercano. Esa probabilidad la medimos relacionándola con la jerarquía social: los individuos de mayor jerarquía social son aquellos que tienen mayor probabilidad de ascender, y lo que vimos es que esos individuos, en su fisiología reproductiva, estaban mucho más preparados para reproducirse rápidamente que los de menor jerarquía. Eso implica un gasto energético para el individuo: tiene que gastar energía de lo que come en desarrollar gónadas, ovarios, testículos. Y los individuos de menor jerarquía no. Lo que pensamos nosotros es que esos individuos que no desarrollan invierten más en su crecimiento, para tratar de subir en la escala. Y como lo que determina la jerarquía social es la fuerza, el tamaño y el peso del individuo, los individuos de menor tamaño lo que hacen es intentar aumentar su tamaño. En lugar de invertir en su sexualidad, lo hacen en su crecimiento. Como “saben” que tienen pocas posibilidades.
–¿Por qué lo dice entre comillas? –Usted lo puso entre comillas, usted es el que escribe. Pero está bien que lo haya puesto entre comillas, porque en realidad no tienen conciencia de todas esas cosas. No se puede decir que los peces efectivamente son conscientes de que van a ascender de estatus social; lo que podemos decir es que sufren cambios fisiológicos y que esos cambios han sido seleccionados evolutivamente. No podemos decir que esos cambios los hagan conscientemente. Aunque podría ser, pero es un problema terrible estudiar el tema de la conciencia en seres vivos no humanos. Se han criticado mucho en los estudios de comportamiento las suposiciones acerca de lo que está pensando o suponiendo el individuo. Porque la única forma que tenemos de saber lo que está pensando un individuo es a través de nuestra propia experiencia en realidad.
–¿Pero usted piensa que hay algún embrión de pensamiento? –Sin duda. Cuando uno observa a los peces se da cuenta de que no se comportan como un robot, sino que tienen capacidad de toma de decisiones y que pueden resolver cosas y mostrar comportamientos muy complejos. Pueden, por ejemplo, manipular objetos, transformar el ambiente en que viven, hacer pozos, traer una piedra y ponerla para poner huevos, de-senterrar plantas para llevarlas a otro lado. Si uno tira un palo arriba de sus huevos, lo agarran con la boca y lo tiran a un costado. Evidentemente, no son robots que funcionan a estímulo respuesta.
–Reaccionan a situaciones nuevas. –Sí, y tienen capacidad, frente a esas situaciones nuevas, de generar nuevas estrategias.
–¿Sueñan los peces? –Esa sería una buena pregunta para hacerse, no lo sé. Es probable que tengan alguna experiencia de ese tipo.