miércoles, 28 de septiembre de 2011

La ciencia, el periodismo, el arte y la comunicación pública (1era parte)

Charla pronunciada en la “Jornada Regional de Periodismo Científico: Comunicación, Universidades y Ciencia” que se llevó a cabo en Santa Fe, en la Facultad Regional de la UTN


 Ante todo quiero agradecerle a Mariano Bravi y a la gente de la UTN Santa Fe que me haya invitado a dar esta charla. Quizás el título de la charla sea ampuloso, pero tiene sus ventajas, porque me permite hablar de cualquier cosa y siempre va a encajar. Yo quería hablar un poquito de lo que pienso de la divulgación científica. Del porqué, el cómo, de quiénes, de cuándo.
Empezaría diciendo que en realidad la ciencia es comunicación. Y no es que existe la ciencia y después se comunica. La ciencia existe si se comunica, si no, no existe.
Y por una razón muy simple: la ciencia occidental, la que empieza con Copérnico y la revolución científica del siglo XVI, instaura una manera de hacer que es necesariamente pública porque el núcleo explícito de la ciencia es el experimento, y el experimento tiene que ser reproducible. Tiene que ser controlado por alguien. No es admisible una ciencia hermética, porque algo que no se comunicó a alguien de tal manera que la otra persona pudiera comprobarlo, no es un enunciado científico.
Aclaro que estoy simplificando mucho el esquema epistemológico de la ciencia (planteado por Newton en el siglo XVII), e incluso no estoy de todo de acuerdo con él, pero lo tomo como punto de partida para lo que quiero decirles.
Así, y en este marco, un enunciado científico es un enunciado que alguien escucha. Porque si nadie lo escucha es simplemente un pensamiento de la persona a la que se le ocurrió. Puede ser verdadero o falso y no tiene la menor importancia: el valor de verdad –siempre provisorio– de los enunciados científicos se da en esa relación particular de comunicación que es el experimento. No es ninguna casualidad que uno de los grandes héroes de la revolución científica que fue Galileo empezara a escribir en italiano. Y fue, dicho sea de paso, una de las acusaciones que se le hizo: escribir en italiano y no en latín.
Por otro lado, El mensajero de los astros fue, quizás, el primer ejemplo de divulgación científica moderna. Lo hacía el propio Galileo. Si uno lee a Galileo aprende un montón porque cualquiera de los libros de Galileo parecen escritos por un periodista actual.
Lo que hace Galileo es publicitar a la ciencia: la ciencia no es patrimonio de quien la descubre –nos dice– sino que es patrimonio de todos. Pero es patrimonio de todos de manera intrínseca, ya que no hay ciencia sin experimento. Por poner un ejemplo, no hay arqueología sin que otro venga y mire. Si viene alguien y cuenta que desenterró en Salta un palacio con rasgos mesopotámicos de Oriente... bueno, es un lindo cuento, pero si no va alguien a mirar eso, eso no existe. En ese sentido, el museo también es un experimento. El que va al museo ve que esas cosas que los científicos dicen existen y están ahí.

LA CIENCIA ENRIQUECE LA VISION DEL MUNDO

Es falso lo que dice muchas veces el discurso solapado que viene de cierta forma reaccionaria del romanticismo, que la ciencia por su racionalismo impide la emoción; la ciencia es una aventura llena de emociones, pero como en el caso de lo público de la ciencia es una de las condiciones de su existencia, lo creativo también.
¿Por qué? Porque si uno se atiene al método científico moderno, el que Newton recomienda en sus Principia, y que ya cité, la ciencia trabaja mediante experimentos que después se extienden por inducción a leyes generales. La inducción, es decir, a través de varios experimentos poder sacar una ley general, no es una cosa que garantice la verdad. La inducción es una operación filosófica, una operación puramente creativa. Nadie me asegura a mí que yo pueda inducir a partir de un cierto número de casos. Entonces ahí hay un paso creativo, un paso metafísico, un paso filosófico, como quieran llamarlo, que está metido adentro de la ciencia. Es decir que la creatividad es una parte indisoluble de la ciencia de la misma manera que lo es del arte.

EL DERECHO A LA CIENCIA

Se habló aquí de que la Comunicación Pública de la Ciencia (CPC) es una manera de devolver a la sociedad lo que la sociedad financia mediante sus impuestos. Es cierto, desde ya, pero me parece que hay más, que se puede ir un paso más allá.
Porque el quehacer científico no sólo lo hace el científico: el científico utiliza todos los recursos que la cultura pone a su disposición, y todos los recursos que no pone a su disposición. Es decir, el científico trabaja con la cultura de su época. Copérnico trabajaba con las cosas que se sabían, con los prejuicios de la época, con los conocidos y con los prejuicios que no conocía. ¿Qué es la gran cosa que hace Copérnico? Se da cuenta de que la Tierra en el centro del mundo es un prejuicio que él conoce, y entonces lo cambia, intercambia el lugar de la Tierra y el Sol. Pero hay un prejuicio que él tiene y que no sabe que lo tiene, como que las órbitas tienen que ser circulares. Y entonces el sistema no encajaba con los datos e, hiciera lo que hiciese, no podía hacerlos encajar porque estaba metido adentro de un prejuicio que él no conocía. Es decir, Copérnico estaba usando los recursos de la sociedad. La sociedad no solamente paga los impuestos para que después se utilicen en el presupuesto del Conicet. La sociedad formó a ese científico, lo hizo ir al colegio, le financió la universidad: el científico del Conicet es un producto público, es un producto social. (Todos nosotros somos productos sociales, dicho sea de paso, porque estamos aquí entre otras razones porque la medicina avanzó lo suficiente como para que llegáramos a esta edad, y hace sólo 150 años la mitad de nosotros estaríamos muertos, empezando por mí, que ya sería una momia fosilizada.)
Siguiendo con este asunto de la cultura, cuando yo dirigía el Planetario de Buenos Aires, nosotros elaboramos una definición sobre la ciencia y es que la ciencia era un derecho. No era solamente una devolución de impuestos sino que era un derecho que tenía la sociedad, como cuando decimos que la salud es un derecho. A nadie se le ocurre decir que la gente tiene derecho a la salud porque con sus impuestos sostiene los hospitales. La salud es un derecho primario. Poder acceder al arte es un derecho primario. Por eso tiene que haber museos públicos de arte. Poder acceder a la ciencia es un derecho primario, en todas sus formas. Ya sea yendo a un museo de ciencia, yendo a la facultad para ser un científico, o recibiéndolo por los diversos canales que está armando el Conicet o los que busca armar la UTN. Así quedamos en esta segunda definición: la ciencia es un derecho por naturaleza.

*La imagen corresponde a la torre de Pisa desde donde Galileo realizó su experimento de caída libre frente a alumnos y colegas

jueves, 22 de septiembre de 2011

Glifosato, energía y otras yerbas

 DIALOGO CON DIEGO FERRARO, INGENIERO AGRONOMO

 El Jinete Hipotético, en su terreno (literalmente), se asombra de que un sistema agrícola pueda ser tratado como un paciente, buscando señales de enfermedad y determinando terapéuticas adecuadas.

–Usted está aquí, en la Facultad de Agronomía de la UBA y se especializa en...
–Ecología de los sistemas agrícolas. Hace unas semanas, usted publicó a María Otegui, que también se dedica a la ecología de sistemas agrícolas. Pero ella es ecofisióloga, trabaja en una escala mucho más reducida que la mía. Ella trabaja a nivel de la planta, yo trabajo a nivel del sistema. Un grupo de plantas interacciona con otras poblaciones, como son las malezas o las plagas o el suelo o el clima. La idea es entender lo que le pasa al sistema en conjunto.
–Toda disciplina tiene una serie de cosas que sabe y maneja y una serie de problemas que no sabe cómo resolver. ¿Cuáles son los problemas que no se sabe cómo resolver?
–Hay bastante conocimiento acerca de lo que son la agronomía y la técnica y los procesos asociados a llevar adelante un cultivo (es decir, cuándo lo vamos a sembrar, cuántas plantas vamos a poner por metro cuadrado). Lo que todavía no tenemos bien ajustado es cuáles son las implicancias ambientales de hacer eso que hacemos. Nosotros lo llamamos “sustentabilidad agrícola”. ¿Somos capaces de inferir para el resto del sistema, y no sólo para mi cultivo, las consecuencias de cultivar como cultivamos? Por ejemplo: ¿podemos calcular las consecuencias de cultivar la soja como la cultivamos?
–¿Cuáles son las consecuencias de cultivar la soja como la cultivamos? Porque hay toda una historia con el glifosato... Felizmente, el otro día, en Ciencia Hoy, salieron unos artículos aclarando un poco el panorama.
–Uno de ellos lo escribí yo. De alguna manera, las inferencias que se hacen acerca del impacto del glifosato son las mismas que se podrían hacer del impacto de tomarse dos kilos de aspirina. El glifosato es una herramienta de manejo asociada a la química y tiene ciertas pautas de uso que, si se usan correctamente, sirven para aumentar la eficiencia de obtención de un cultivo en un lugar.
–El problema es que a la gente la fumigan en la cara. Pero ese ya no es un problema químico.
–En absoluto. Y tampoco es un problema de la agronomía.
–¿No? Si usted incluye al pueblo x en el sistema que estudia y ese pueblo está sometido al glifosato...
–Pero hablo de la agronomía como un conjunto de técnicas que se articulan entre sí para obtener un cultivo, o carne... En ese sentido, el glifosato es una herramienta más, que tiene sus pautas de utilización. Pero uno no puede plantear un ejemplo puntual de mal uso para invalidar la herramienta. Eso revela otro problema: la falta de canales que tiene la comunidad científica para sentar una posición, a pesar de los grandes esfuerzos que se hacen. La velocidad a la que van los escándalos y la velocidad a la que se los refuta es muy diferente. Creo que sería importante que la comunidad científica reflexione sobre estas cuestiones y piense cómo puede hacer para abrir canales de comunicación más efectivos.
–De acuerdo. ¿Qué otras cosas no sabe?
–Cuando un médico trata a un enfermo, intenta encontrar un indicador que sintetice de algún modo la salud de ese enfermo. Nosotros estamos apuntando fuertemente a encontrar un indicador de la salud de un paciente, que es el sistema agrícola.
–¿Y hasta dónde llega ese sistema? ¿Cómo se lo acota?
–Lo más fácil es abordar el tema de la indicación a partir de un componente aislado.
–Pero si es aislado no es un sistema...
–Exactamente. Toda ampliación de los límites tiene, por un lado, un aumento de la relevancia y, por el otro, una pérdida de precisión en lo que se mide. El sistema agrícola, en términos espaciales, podría ser definido como “paisaje”. La escala “paisaje” es una escala donde ciertos elementos se repiten con frecuencia: hay un grupo de suelos que siempre se repiten, un grupo de actividades que siempre se repiten, un grupo de tomadores de decisiones que siempre se repiten.
–¿Por ejemplo?
–La región pampeana tiene distintas zonas. Una es la pampa austral (Balcarce, por ejemplo), que es un lugar con mucha influencia de las sierras. Después está la pampa deprimida. Y también está la pampa ondulada, que es la región núcleo agrícola de Argentina. Para nosotros los agroecosistemas que están ahí adentro son las actividades fundamentales que se realizan allí. En la pampa ondulada, los suelos son de la mayor capacidad agrícola: en ese lugar uno tiene un conjunto de suelos que determina la adaptabilidad de un conjunto de actividades y a su vez tiene un actor social que está haciendo la actividad ahí.
–¿Y los pools de siembra?
–Los pools de siembra no van a cualquier lugar; los que buscan arrendar un suelo no van a cualquier lugar. El agroecosistema es, para nosotros, esa combinación de factores: la oferta ambiental, la matriz de manejo que tiene esa oferta ambiental y las decisiones que toma el agente sobre el ambiente. En ese sistema (que contempla el suelo, el cultivo, las lluvias, etc.) pasan cosas. Lo que nosotros estamos tratando de dilucidar es qué partes de todo eso nos sirven para diagnosticar el estado de ese “paciente”. Ahora, particularmente, estamos hincando el cuchillo en el uso de la energía de ese sistema. Un sistema agrícola es un sistema biológico como cualquiera y, por eso, está supeditado a ciertas reglas de uso de la energía.
–¿Se están tomando buenas decisiones agrícolas en Argentina hoy en día?
–En la técnica, se están tomando las mejores decisiones. Nuestro sistema no le envidia la tecnología a ningún otro sistema. Lo que todavía no tenemos es una buena evaluación de los impactos posibles sobre el ambiente, y esa es una de las cosas que estamos haciendo. De hecho, al propio productor le llega muchísima información sobre cómo practicar la agricultura, pero no le llega casi nada sobre las implicancias ecológicas que puede tener hacer aquello que hace.
–¿No se está sembrando sin rotar? ¿No se tiende al monocultivo?
–Históricamente, en Argentina hubo monocultivo de tres cosas diferentes: trigo, maíz y ahora soja. El sistema fue capaz de articularse en torno de esa decisión de los productores a hacer un monocultivo.
–¿Cuándo hubo monocultivo de maíz?
–Entre los años ’60, ’70 y comienzos de los ’80, antes de que entrara la soja (que empezó como cultivo a mediados de los ’60 pero se impuso a comienzos de los ’90). Antes de que eso pasara, una gran cantidad del suelo estaba cubierta por maíz. Eso tiene una consecuencia ambiental importante: el maíz es un cultivo que toma mucho carbono y lo fija en el suelo. Ese carbono le da al suelo una fertilidad importante. La soja, en cambio, es una fijadora pobre de carbono. Esto de la monocultura está más o menos resuelto en términos tecnológicos.
–¿Pero no agota la superficie?
–No necesariamente. Nosotros tenemos la suerte de tener una gran cantidad de suelos con una gran fertilidad química, es decir, de generar todos los años una cantidad de nutrientes...
–¿De dónde salen esos nutrientes?
–De un “banco” que nosotros llamamos “materia orgánica”. Un suelo con millones de años de formación tiene una parte inorgánica (piedras) y una orgánica. Esa materia orgánica es materia viva: son distintas moléculas que están combinadas. Existe en el suelo una comunidad de descomponedores que hace que esa materia orgánica se desmembre en componentes más simples (básicamente, nitrógeno y nitratos) para que las plantas puedan absorberlo y crecer.
–Pero tarde o temprano eso se va a acabar...
–Justamente, cuando yo hago un cultivo que aporta gran cantidad de materia orgánica al suelo (como el maíz) estoy volviendo a invertir en ese banco. La soja invierte menos.
–Entonces puede quebrar el banco...
–Depende de cuánto tenga el banco para proveer. El problema no es ése; el problema es entender que mucha de la energía que se usa para cultivar soja o maíz o lo que sea proviene de fuentes no renovables. Nosotros estamos haciendo cultivos con energía no renovable, como los fertilizantes. Para hacer una tonelada de fertilizantes, uso petróleo. Si yo ese fertilizante, en vez de usarlo de forma artificial, puedo reemplazarlo usando los insumos de mi propio sistema (que tiene una tasa de renovación particular), estoy cada vez dependiendo menos de un flujo de energía externo y cada vez más de uno interno. Ahí queremos hacer hincapié nosotros: ¿cuánto de la agricultura que practicamos es dependiente de un flujo externo de energía? ¿Y cuánto de los sistemas agrícolas depende de flujos internos?
–¿Cómo sería un sistema sustentable?
–Aquel que lograra una buena producción con la mayor utilización de flujos internos de energía. Ese es un debate que, si bien no aparece demasiado, tiene cada vez más importancia, porque ahora en el mundo se hace mucha agricultura para producir energía (biocombustibles). Pero acá hay un problema. Uno está haciendo, supuestamente, un ciclo cerrado. Uno estaría haciendo un cultivo que captura carbono y, a partir de eso, genera energía. Ejemplo: yo hago biodiesel con soja. Se lo pongo a un auto. El auto anda y expulsa por el caño de escape dióxido de carbono. Al año siguiente, yo cultivo soja. Esta soja, para crecer, necesita el dióxido de carbono de la atmósfera. Pareciera el ciclo perfecto: pongo un cultivo que me captura el dióxido de carbono que generó mi combustible y listo. Pero el problema es que el ciclo no es cerrado, porque para hacer esa soja no me alcanza con el dióxido de carbono de la atmósfera. El balance energético es negativo. Cuando uno gasta energía para producir cosas para comer, no se preocupa demasiado (porque, en última instancia, hay que comer). Pero gastar energía para producir más energía y terminar teniendo un balance negativo no tiene demasiado sentido.

martes, 20 de septiembre de 2011

Extraños en el cielo: los pulsares (copla)

Estrellita misteriosa
¿no te cansas de pulsar?

Yo no pulso, solo giro
a enorme velocidad. 

Yo fui una estrella gigante:
un día debí estallar
porque ya no me quedaba
combustible nuclear, 
y en una gran supernova
 -¡la hubieras visto brillar!- 
perdí el noventa por ciento 
de mi materia estelar. 
Mientras esta se alejaba
como una nube de gas
para formar nuevos astros
y enseñarles a brillar
me convertí en una estrella
de neutrones, nada mas. 

Y a neutrones reducida, 
sin futuro, ni piedad, 
dime, astrónomo pequeño
que te crees tan sagaz
¿qué otra cosa puedo hacer 
sino girar y girar?

viernes, 16 de septiembre de 2011

Recovecos del lenguaje

 ALEJANDRO WAISELBOIM, BIOLOGO, INVESTIGADOR DEL CONICET
 Quizá sea cierto que el cerebro sea la última frontera. O no. O quién sabe. Pero aunque no sea la última, es una frontera de millones de neuronas y de sinapsis cuyas funciones hay que adivinar.

–¿En qué trabaja usted? Debo confesarle que ya lo sé, pero es una fórmula casi hecha para empezar estos diálogos.
–Mmm sí, ya lo sé. Lo he visto. Bueno, hace cuatro años que trabajo en neurobiología del lenguaje.
–Lo sabía. –Lo que tratamos de ver, como objetivo último, son las diferencias que pueden existir a nivel neurobiológico en la adquisición del lenguaje en dos grupos de edades distintos: en adultos y en infantes de hasta cinco años. Cualquier infante puede adquirir lenguaje por mera exposición al medio lingüístico; un adulto no. Si uno traslada a un adulto a China ahora y lo expone al lenguaje para que lo aprenda desde cero, no va a poder. Por lo menos no como lo hace un infante.
–¿Y qué lenguaje aprende un adulto? –Bueno, cuando un adulto va a aprender un lenguaje, lo aprende recurriendo a enseñanza formal. Lo que tratamos de hacer en el laboratorio, en donde trabajamos en general con adultos, es recrear las condiciones mínimas que vive un infante en el proceso de adquisición de la lengua, pero concentrado en un experimento muy acotado (de 20 minutos aproximadamente).
–¿Y cómo es el diseño experimental? –Tenemos dos líneas de experimentos que son complementarias. En una sentamos a personas frente a la computadora en un cuarto aislado eléctricamente, para que podamos tomarle un encefalograma. La computadora va mostrando los estímulos y, en los diferentes ensayos, tiene que haber algún tipo de respuesta. En simultáneo tiene puesto el gorro para hacerle la electroencefalografía. Ese registro va a otra computadora, y los tiempos de reacción a los estímulos que uno le presenta quedan registrados en la computadora que les presenta los estímulos.
–¿Y cuáles son los estímulos? –En los experimentos hay siempre una fase de entrenamiento, que sería una imitación de lo que el aprendizaje en el niño, y luego hay un testeo para verificar si aprendió. En la fase de entrenamiento, en una de las líneas de experimentos, lo que hacemos es presentar en la pantalla de la computadora una serie de 70 u 80 escenas visuales distintas conformadas cada una por dos figuras geométricas. Una está siempre quieta y la otra realiza algún tipo de movimiento. Hay una lista acotada de figuras geométricas que pueden aparecer y de movimientos que pueden hacer. Uno puede llegar a tener 150 combinaciones distintas de escenas. En la parte superior de la pantalla, entonces, aparecen las figuras y mientras tanto el sujeto escucha una descripción de lo que está viendo en un idioma inventado por nosotros. Inventamos las palabras y una sintaxis sencilla. La única consigna que uno tiene que respetar en los experimentos de lenguaje artificial es que suene fonéticamente plausible para la persona. La mayoría de los idiomas latinos tiene un patrón fonético muy claro (en general es consonante, vocal, consonante, vocal). Nosotros respetamos eso. Son palabras cortas, de cuatro o cinco letras, que respetan esta secuencia para que no le suene extraño a la persona. La consigna para la persona es aprender cuáles son las palabras que denota cada una de las figuras geométricas que ve, y cuáles las que denotan cada uno de los movimientos que ve. Tiene que aprender, en este caso, una serie de once palabras. La persona entonces queda sola y ve las 70 u 80 imágenes que le ponemos, y lo único que tiene que hacer en el medio del experimento es contestar alguna pregunta que le aparece escrita en la pantalla (por ejemplo, si determinada palabra apareció en la imagen inmediatamente anterior: el objetivo de esto es simplemente corroborar si estaba prestando atención). Cuando termina este ensayo, aparece una pantalla que le indica que terminó el entrenamiento. Aquí tenemos que comprobar si aprendió. ¿Cómo se hace esto? Muy simple: quedan 80 figuras que, si bien no son las mismas, están formadas por las mismas figuras y los mismos movimientos que ya se le mostraron, sólo que en combinaciones novedosas. Le mostramos esas 80 escenas y va a escuchar simultáneamente a la escena una frase en este idioma inventado que describe o no la escena que está viendo (ésa es la diferencia con el entrenamiento). La mitad de las veces la frase que escucha describe la escena que está viendo y la mitad de las veces no. Y la consigna es que diga si la describe o no.
–Ese es uno de los experimentos. ¿Y el otro? –En el otro le quitamos la parte de contenido visual, es decir, le quitamos todo lo que correspondería con el significado en el lenguaje. Son prácticamente las mismas palabras que en el otro; hay algunas pocas que son diferentes. Obviamente, los que participan en un experimento no pueden participar en el otro. La consigna es: vos vas a leer o a escuchar una frase en un idioma inventado; la idea es que aprendas cuáles son las reglas combinatorias de estas palabras, es decir, la gramática, la sintaxis. Toda lengua tiene un conjunto de reglas que determina de qué manera se pueden relacionar las palabras para transmitir un mensaje coherente en ese idioma. Nosotros inventamos esas reglas. Se presentan 120 ensayos como entrenamiento y, si bien es mucho más difícil, la gente sigue aprendiendo. Ahora bien, hay dos diferencias con respecto al experimento anterior: en primer lugar, un menor número de personas llega a aprender las reglas gramaticales con respecto a las personas que habían respondido exitosamente en el primer experimento; y, en segundo lugar, el porcentaje de respuestas correctas es menor. Esto es esperable porque la tarea es mucho más difícil: la persona no tiene ningún referente y simplemente tiene que aprender, a través de ejemplos, cómo se combinan las palabras.
–Esa es la parte empírica, que tiene que servir para una parte teórica. Cuénteme esa parte. –La hipótesis de trabajo fundamental que manejamos nosotros es que hay algún proceso a nivel del desarrollo cerebral que hace que cambie la manera en que se procesan los estímulos lingüísticos durante la adquisición en el infante y en el adulto. En este momento tenemos todos resultados en adultos, pero lo que necesitamos es compararlos con los obtenidos en infantes. Nuestro proyecto es de análisis comparativo entre grupos etarios, para ver si efectivamente los procesos son diferentes. Nosotros tratamos de recrear una situación similar en un adulto a la que vive un infante en el proceso de adquisición del lenguaje para ver si el procesamiento a nivel cerebral en infantes y en adultos es igual. Por ejemplo, si se afectan las mismas áreas del cerebro.
–¿Y eso se ve en el electroencefalograma? –El electroencefalograma, como todo método, tiene ventajas y desventajas. La gran ventaja que tiene en estudios cerebrales, a diferencia de otros estudios como la resonancia magnética funcional, es la velocidad de adquisición: prácticamente no hay demora entre la señal que uno obtiene y la fuente generadora en las neuronas corticales. La desventaja es que en el fondo uno no está obteniendo una imagen de lo que pasa en el cerebro en sí mismo sino una imagen a nivel de topografía craneana de las consecuencias eléctricas en el cráneo de la actividad de la corteza cerebral (y sólo de ella). Por lo tanto no se obtiene bien la actividad cerebral. Sí hay algoritmos matemáticos que permiten procesar los electros: a partir de este esquema, o esta serie de datos de electros, intento determinar cuáles son las fuentes generadoras a nivel cortical que pudieron haber dado origen a esta señal electroencefalográfica.
–¿Es biyectivo? –No. Ese es el problema. Si fuera perfectamente confiable, no habría problemas. En la mayoría de los estudios electroencefalográficos en investigación básica no se suele presentar la solución inversa. Se presenta solamente el registro electroencefalográfico, porque no se puede dar por seguro la fuente de la cual salieron.
–No salimos de lo empírico todavía... Usted me decía que se cree que hay una diferencia en el mecanismo de adquisición de lenguaje en niños y en adultos. –Hay grupos que dicen que hay diferencia y grupos que dicen que no la hay.
–Pero lo que uno observa en la vida cotidiana... –La observación primordial es que un chico puede aprender una lengua hasta cierta edad de una forma que el adulto no puede. Ahora bien, ¿eso significa que hay distintas áreas involucradas en el adulto y en el infante durante el proceso de adquisición? No necesariamente. Porque además hay una cosa que por el momento es empíricamente irresoluble (y no sé si se podrá resolver): en cualquier estudio de visualización de imágenes cerebrales uno está abarcando áreas de varios milímetros cuadrados. Y ahí hay centenares de miles de neuronas con millones de sinapsis, como mínimo. Entonces por ahí son las mismas áreas las involucradas, pero lo que varía es la arquitectura interna de las redes en esas regiones. Y eso, por el momento, no se puede llegar a mejorar.
–¿Y no estamos ahora en la misma situación que los médicos que no podían hacer disecciones? –En cierto sentido, sí. ¿Qué es lo que se podría llegar a hacer? Acá creo que la doctora Kochen lo ha llegado a hacer en algún momento. En epilépticos que no responden a medicación a veces es necesario ubicar el foco epiléptico y extirparlo. Para poder ubicarlo con exactitud se le implanta al paciente un grupo de electrodos dentro de la zona donde se sabe que está el foco epiléptico. Se le induce un ataque epiléptico a la persona y, como el foco es siempre el mismo, se detecta dónde se inició el foco epiléptico, se remueve el sistema de electrodos y se opera. En ese caso, a veces, se puede usar a esas personas durante los días en que tienen los electrodos implantados para medir los potenciales cerebrales.
–¿Y cómo aprende el lenguaje el infante? –Bueno, tampoco es tan claro. ¿Aprende por condicionamiento o trae cosas ya sabidas de manera innata? Esa es una enorme discusión que no está zanjada desde hace 60 años. Desde la publicación de Estructuras sintácticas de Chomsky es una discusión que está sobre el tapete. Lo que él plantea, aun hoy en día, es que las palabras son adquiridas, pero que hay ciertas reglas sintácticas que están presentes en absolutamente todos los idiomas. Esas reglas son pocas. Lo que plantea Chomsky es que esas reglas (como, por ejemplo, la separación entre sujeto y predicado, que está presente en absolutamente todas las lenguas reales) no son adquiridas. Las personas nacen sabiéndolo.
–Parece razonable. –Sí. El punto es si es cierto. ¿Y cómo podemos llegar a saberlo? Metodológicamente es, diría, imposible.
–¿El hombre es el único animal que tiene lenguaje? –Si hablamos de lenguaje como lo entendemos, sí. Por lo menos en condiciones naturales. Y eso es otro problema metodológico. Yo trabajé durante ocho años en comunicación con abejas, de quienes se dice habitualmente que manejan un rudimento de lenguaje. Tienen ciertos comportamientos que permiten transmitir información compleja. Pero es “lenguaje”.
–¿Por qué entre comillas? –Lo que es particular del lenguaje humano es que los signos utilizados (las palabras) no son innatos sino adquiridos a través de la exposición al medio social, que las crea en forma y significado. Cualquier sistema de comunicación animal que no sea el humano usa signos innatos.

martes, 13 de septiembre de 2011

Las hormigas



Se acodó en la mesa de La Orquídea, la que está justo al lado de la columna con espejos.
–Eran dos. Fueron las primeras que vi.
Todos lo miramos, expectantes.
–Caminaban tranquilamente sobre mi escritorio. Nunca había visto nada así. De vez en cuando frotaban sus antenas como si estuvieran planificando un paseo.
Hizo una pausa.
–Después, fueron muchas más. Las encontré en la cocina y, más tarde, en todas las habitaciones. Me puse a revisar todos los agujeros de la mampostería, de los zócalos, las bisagras de las puertas para encontrar la boca del hormiguero y librarme de ellas. Registré cada milímetro cuadrado de pared, cada orifico, cada mueble, sin olvidar las rejillas de los baños, el fondo de los armarios o los objetos que descuidadamente habían quedado por años en el mismo lugar. Hice lo que está bien descripto en “La carta robada”, y con el mismo inútil resultado.
Lo miramos con incredulidad.
–Ustedes se preguntarán por qué quería librarme de ellas.
Nadie dijo nada.
–Me complicaban la vida: bastaba con que me levantara por un momento de la mesa, para que se devoraran mi comida; una noche, cuando estaba por acostarme, al entrar al dormitorio las vi arrastrando el colchón hacia no sé dónde. A veces, cambiaban los muebles de lugar, o revolvían mi ropa, o trababan las canillas de tal modo que era imposible abrirlas. He llegado a pasar una semana sin agua.
–Puede ser que ustedes no me crean, todo esto, pero pensé que para combatirlas necesitaba saber algo sobre ellas: eran las llamadas hormigas argentinas, los científicos las conocen como Linepithema humile; con obreras de dos a tres milímetros de longitud y medio miligramo de peso. Son capaces de colonizar con eficiencia casi cualquier ambiente donde haya un poco de humedad y se han convertido en una plaga internacional; se las encuentra en todas partes, y construyen hormigueros gigantes: verdaderas supercolonias o megacolonias. En Europa existen dos de esas agrupaciones, con miles de millones de individuos. Una tiene su epicentro en Cataluña y la otra bordea las costas de Italia, Francia, España y Portugal y constituye la mayor unidad cooperativa de la naturaleza conocida hasta el momento: se extiende por aproximadamente seis mil kilómetros, lo crean ustedes o no.
–Lo creemos –dijo alguien—, está citando un artículo de la revista Ciencia Hoy.
–Lo estoy citando –dijo el hombre– porque cuando lo leí hice una pequeña cuenta: si cada obrera pesa medio miligramo, dos mil pesan un gramo, dos millones un kilo y el peso de miles de millones se mide en toneladas. Si en mi edificio hubieran construido algo remotamente parecido a una megacolonia, tan solo el peso de semejante masa biótica sería capaz de tirarlo abajo.
Nos quedamos impresionados. Ni siquiera al asiduo lector de Ciencia Hoy se le había ocurrido hacer la cuenta.
–Llamé alarmado a la administración del consorcio: casi al instante (es decir, un mes después) mandaron al servicio de desinsectización de urgencia: vinieron tres hombres, enfundados en trajes de astronauta, y amados de brutales tanques de líquido exterminador. ¿Saben? Estas hormigas son difíciles de erradicar: cada hormiguero tiene miles de reinas, y si se acaba con alguna porción de la realeza, siempre queda un remanente aristocrático que, como los nobles emigrados de la Revolución Francesa, no habían olvidado nada y no aprenden nada. Los dejé trabajar, suponiendo que les llevaría bastante tiempo, y me fui al balcón terraza a leer un libro de biología. Una hora más tarde, cuando entré, no había ni rastro de los exterminadores, es decir, rastros sí había: jirones de traje y pedazos de las lancetas homicidas; presumiblemente, las hormigas habían hecho bien su trabajo: adentro de un armario, encontré el fragmento de un pie, que seguramente habían dejado como aviso, o como trofeo, vaya uno a saber.
–Si no puedes vencerlas, únete a ellas, me dijo el psiquiatra; y le hice caso: empecé a observarlas con cuidado y a conocerlas: a saber qué comidas les gustaban; por ejemplo, despreciaban las legumbres, pero adoraban las galletitas Express: bastaba colocar una sobre la mesa para que enseguida aparecieran, descuartizándola (mi esperanza era que, colocando galletitas hábilmente distribuidas, ellas mismas me llevarían hasta su escondrijo remoto, algo así como Hansel y Gretel). El fracaso fue total.
–Y entonces –suspiró el hombre– me vi ante la inevitabilidad de aceptar una hipótesis absurda: las hormigas salían de la nada. Pero veinticinco siglos de honrar a Parménides de Elea han hecho que arraigara muy profundamente en nosotros su principio nihil ex nihilo: nada proviene de la Nada (si bien mi amigo M**, ducho en los juego de palabras, sostiene que los egipcios aparecieron ex Nilo). Como diría Borges –ya empezábamos a hartarnos de sus referencias eruditas– levantar la restricción de Parménides nos ponía directamente en las manos de la multiplicidad y la proliferación de los objetos, conservarla (unido al hecho puramente empírico y casual de encontrar una arrastrándose por mi pelo) me llevaba a un callejón sin salida. Un día de concentración y lectura de los libros de Dioscórides me permitió resolver el misterio: como diría Borges, el razonamiento fue simple; la conclusión, monstruosa. Puesto que no venían de ningún rincón de mi casa, era obvio que salían del único lugar que no había examinado: mi propio cuerpo. Parafraseando a Kant: “El cielo estrellado por encima de mí, y las hormigas dentro de mí”, al fin y al cabo, yo también soy adicto a las galletitas Express. Pero imaginar que todos mis órganos habían sido colonizados por ellas, y que sin saberlo yo mismo había devorado a tres exterminadores de insectos –mediado por las hormigas, claro está, pero aún un acto de antropofagia que anunciaba quién sabe cuantos horrores más– me llevaron a una conclusión ineludible: tenía que terminar con ellas.
Y acto seguido, sacó un frasco. “Este es un potente hormiguicida”, dijo, y lo bebió: en apenas dos o tres segundos apoyó su cabeza sobre la mesa, ya inconsciente.
Nos quedamos paralizados, atónitos; ninguno de nosotros había presenciado nunca nada semejante; ninguno de nosotros hubiera esperado semejante final para esa fábula absurda.
Pero antes de que atináramos a acercarnos y ayudarlo de alguna manera, de su boca, de los orificios de su nariz, de sus ojos, de sus oídos, las uñas de una mano apoyada sobre la mesa, salieron torrentes de hormigas, rojas, robustas, decididas, miles de ellas, los miles de millones que habían colonizado su cuerpo y que ahora, antes de que fuéramos capaces de reaccionar, penetraron en nuestros ojos, en nuestros oídos, en nuestras bocas y empezaron a colonizarnos, sabiendo que dentro de nosotros encontrarían un refugio definitivo.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Nacimiento del acero

    El acero se produce en los altos hornos agregando al hierro fundido átomos de oxígeno. El proceso de producción es muy complejo, e implica el volcado de hierro en grandes estructuras, dentro de las cuales se producen las transformaciones químicas que  permiten dotar al hierro de dureza y lo convierten en un instrumento ideal para construcciones, rieles y todo tipo de maquinarias. El acero que se forma en los altos hornos (en los cuales hay temperaturas de dos mil grados) se acumula, líquido, en el crisol, de donde se recoge y luego enfría. Artesanalmente, el acero se fabricaba desde hace varios siglos, y hacia el 1400 ya eran famosos los aceros toledanos (usados básicamente para espadas y armas).

Despuntaba la edad de los metales:
el cobre que no brilla, el bronce alado
la plata gris, el oro deseado
el hierro, de reflejos vegetales.

Un hombre hizo una espada, otro un arado.
Alguien hendió un cuerpo, alguien la tierra
y hubo trigo en la paz, sangre en la guerra.

Pero quisieron más: lo incorruptible,
lo eterno, lo inflexible, la dureza,
inmune al aire, al agua, al invisible
paso del tiempo, que sigue y que no cesa.

Fabricaron un horno, donde ardían
las llamas del infierno verdadero
juntaron minerales, los mezclaron
con el aire inflamado, se sentaron
a jugar a los dados,
                        recordaron
un mundo hecho de piedra y de madera,
el mundo del origen, el primero,

esperaron
                      seis, siete,
ocho horas
                        apostaron
Sus vestidos al azar del cubilete.
El velo del Templo se rasgó, una noche oscura
se abatió sobre sus ojos agrandados
que miraron con espanto: el mundo entero

temblaba.


Lentamente en el crisol se acumulaba,
la silueta creciente del acero.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

La oscura autonomía de los robots

DIALOGO CON PABLO DE CRISTOFORIS, ESPECIALISTA EN ROBOTICA, DE LA FACULTAD DE CIENCIAS EXACTAS DE LA UBA

¿Pueden aprender los robots? La posibilidad de que puedan tomar decisiones propias sin la intervención de los humanos y aprender de sus acciones es una búsqueda eterna de la robótica, que plantea, por ahora, más preguntas que respuestas.

–A ver, este asunto de los robots... Cuénteme qué hace usted.
–Básicamente, en este laboratorio...
–Aclaremos que es un laboratorio del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA... no pude ponerlo en la volanta porque era muy largo... –...que es donde se conciben, se piensan, se diseñan, se construyen, crecen, se desarrollan e incorporan diferentes capacidades a robots móviles de distinto tipo, con distintos sensores, con distintos motores, con distintas configuraciones. Esa es toda un área de desarrollo del laboratorio de robótica. Otra área tiene que ver con cómo se dota al robot de todo el software necesario para que pueda llevar adelante distintas tareas.
–Hablemos de la primera de las áreas entonces. –Una línea de investigación que tenemos en el laboratorio tiene que ver con la capacidad de navegación autónoma de los robots móviles. En “navegación” incluimos la exploración del entorno, la construcción de un modelo del mundo (imprescindible para que el robot pueda interactuar con el medio) que se dae a través de mapas y la localización del robot en el propio ambiente.
–¿A qué se refiere cuando habla de entorno? ¿Entorno topológico? –Puede ser un entorno topológico. Por ejemplo, si yo quiero ir de acá a mi casa, no voy a tener un mapa preciso de todas las instancias del entorno que voy a tener que recorrer; lo que voy a hacer, mentalmente, es recordar que existe una parada de colectivos, que yo tengo que ir a esa parada de colectivos, que para ir ahí tengo que salir de la facultad, que luego de tomarme el colectivo tengo que bajarme en determinada parada, etc. Eso es lo que hacemos los humanos. Y también es lo que procuramos que hagan los robots. Y eso es lo interesante. Esa misma metodología se le puede asignar a un robot: existen mapas topológicos, mapas métricos.
–Y existe el GPS. –Sí, claro. Que también se utiliza en robótica, fundamentalmente en entornos abiertos, exteriores, porque en ambientes cerrados no se puede utilizar.
–¿Por qué? –Porque necesita poder “ver” los satélites que envían la información.
–¿Y a dónde apunta todo esto? –Una de las cosas que se busca permanente en la robótica móvil es la autonomía: que los robots puedan hacer cada vez tareas más complejas sin la intervención humana. La capacidad de sensado, de control, de moverse en un entorno desconocido es algo muy interesante y atractivo desde el punto de vista del desarrollo. Por ejemplo, los robots que se mandaron a Marte tuvieron la capacidad de navegar y explorar la superficie marciana sin que un humano lo manejara desde acá. Eso hubiese sido imposible porque el tiempo que tarda en llegar una orden desde la tierra habría hecho que los robots chocaran con las rocas. Ahí hay una aplicación bien concreta. Si uno quiere inspeccionar un lugar que puede estar contaminado por material radiactivo, también es bueno tener un robot que cuente con autonomía para poder tomar decisiones sin intervención humana.
–¿Cómo toma las decisiones? –Lo más interesante es que muchas veces no es el programador el que decide cuál es la acción que va a realizar el robot ante cada situación, sino que el robot puede ir tomando decisiones que va aprendiendo de la propia interacción con el medio. Eso también existe y es toda un área de desarrollo. Es decir que el robot puede aprender.
–Pero el programador, imagino, le pone una función del tipo: “Si hay más que x humedad, salí del lugar”. ¿O el robot puede tomar decisiones por sí mismo? –Sí, puede. De alguna forma, construye una representación del mundo, conoce cuáles son las acciones que puede ejecutar y cuáles las variables que puede incorporar del medio ambiente, y en función de esas dos cosas puede ir mejorando las acciones que puede ir tomando. Básicamente se realiza un esquema de aprendizaje por refuerzo (es el caso del perro de Pavlov), donde uno al robot lo deja que tome acciones y lo premia cuando las tareas que ejecuta son las que se están buscando y se lo castiga cuando las acciones no son las que uno espera. Ese algoritmo se puede ejecutar muchas veces y a medida que se va ejecutando mejoran las decisiones que puede tomar el robot.
–Pero hay un algoritmo que pone usted... –Sí, eso es cierto. También hemos utilizado redes neuronales artificiales para ver si pueden aprender un determinado comportamiento. Si uno quiere que un robot evite obstáculos, puede entrenar determinada red neuronal.
–El asunto de las redes neuronales, ¿no está un poquito en decadencia? Tuvo su boom y ahora parecería ser que... –Como toda nueva área, en sus comienzos parece que va a resolver todos los problemas del universo y luego se lo acota para abordar determinadas cuestiones puntuales. Hoy por hoy, se sabe que las redes neuronales no se pueden aproximar a cualquier función y que, por lo tanto, tienen una aplicación que no es universal (como se creía en sus inicios). Pero sí tiene utilidad para nuestros temas.
–Pareciera ser que las decisiones que toma uno, como ser humano, se basan en un conjunto de estímulos no infinito pero sí muy grande. Por otro lado, pareciera ser que las que toma el robot no contemplan tantas variables. ¿O sí? El sistema por el cual el robot toma decisiones, ¿es parecido al humano? ¿Tiende al humano? –El mundo es muy complejo y uno establece modelos. Cuando uno establece un modelo, lo que hace es acotar las variables.
–Pero el proceso de toma de decisiones, ¿tiende al proceso de toma de decisiones de los humanos? –En realidad, eso hay que verlo en el desarrollo de la historia de la robótica. Si uno tiende a ver cómo fue mejorando la capacidad de autonomía de los robots desde los orígenes hasta hoy en día, de alguna forma puede tener una visión optimista. Los robots van ganando en autonomía y eso es posible porque cuentan con una información del entorno más rica, más capacidad de sensado, más capacidad de procesamiento. Cada vez se parecen más...
–¿Por qué llama a eso “optimista”? –Bueno, porque de alguna forma es lo que estamos buscando: que se acerque al desempeño de un animal vivo en el entorno. Por otra parte, habría que señalar que no está definido cómo toman decisiones los humanos.
–Pero tenemos ciertas intuiciones. Uno podría pensar que el proceso de toma de decisiones en humanos funciona de manera computacional (es decir, que hay determinada cantidad de variables, enorme pero finita, y que en base a esa enorme cantidad de variables se elige) o que funciona de una manera que no puede compararse con la manera computacional de tomar decisiones. Lo que a mí me intriga es si la manera de tomar decisiones de los humanos es una versión complejizada de la manera de tomar decisiones de los robots o si, más bien, es de un tipo completamente diferente. –Uno lo que puede medir, para tratar de ser objetivo, son determinadas capacidades...
–No pido objetividad. Pido una intuición. –Libre albedrío no se le puede atribuir a un robot.
–Pero el libre albedrío nadie sabe lo que es. –Bueno, la capacidad de tener conciencia y de actuar en función de eso. Lo que sí se imita, para que los robots actúen de manera libre, es la aleatoriedad del mundo. Uno necesita que el robot responda a acciones al azar cada tanto para que progrese en su autonomía.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Historia con anestesia

Una noche (seguramente fría) de enero de 1848, en la avenida Broadway de Nueva York, el dentista Horace Wells arrojó un frasco de ácido sulfúrico a la cara de dos mujeres; a una de ellas le produjo quemaduras importantes. Venida que fue la policía, lo arrestó inmediatamente, previo paso por su casa para recoger “efectos personales”. Ese mismo domingo, en su celda, se cortó la arteria femoral con el cuchillo que había logrado traer desde su casa, y que muy extrañamente había pasado por alto la policía (demasiado extrañamente, quizás) y murió desangrado: era el 24 de enero, Horace Wells tenía apenas 33 años y había sido el descubridor de la anestesia.
La historia (inevitablemente contaminada por la leyenda, que a diferencia de aquélla muchas veces cuenta la verdad) es como sigue: había empezado el 10 de diciembre de 1844 en un teatro provincial de Hartford –una pequeña población del estado de Connecticut, EE.UU., donde Wells ejercía con éxito su profesión–, adonde había acudido con su esposa. Aquella noche, se anunciaba una exhibición de los efectos del gas hilarante (óxido nitroso), un compuesto relativamente nuevo, que daba lugar a demostraciones públicas y con mucha asistencia de público. El presentador, Gardner Colton, requirió la ayuda de un voluntario, y el elegido fue el espectador sentado justo al lado de Wells. Al regresar a su asiento, después de haber protagonizado su numerito en el escenario, el intrépido voluntario tropezó, se lastimó y luego contó a su circunstancial vecino de platea que no había sentido ningún dolor. Ni lerdo ni perezoso, Wells se pudo en contacto con Colton y, al día siguiente, organizó en su consultorio una prueba decisiva: se hizo extraer una muela bajo los efectos del óxido nitroso, sin sentir dolor alguno. Y entonces comenzó la era de la anestesia.
La verdad es que Wells ya estaba interesado en buscar (en esos tiempos de gran desarrollo de la química) algún producto que mitigara el dolor espantoso que acompañaba a las operatorias dentales; las virtudes anestésicas del óxido nitroso, incluso, ya habían sido notadas por los grandes científicos Humphry Davy y su discípulo Michael Faraday (sin que se les ocurriera su posible aplicación medicinal), e incluso algunos dentistas habían experimentado con ellas: pero Wells fue más sistemático, y después de repetidas pruebas, pudo organizar una demostración pública en el Hospital General de Massachusetts: sin embargo, algo salió mal; ya sea porque Wells había administrado mal el gas, o porque había utilizado una dosis insuficiente, o quizás por pura mala suerte, el hecho es que el fracaso enterró el asunto. Wells sufrió un colapso nervioso y, aunque siguió administrando el gas hilarante en operaciones médicas, fue su discípulo William Morton quien recogió el desafío y consiguió una demostración pública, extirpando un tumor del cuello de un paciente anestesiado. Fue un éxito colosal. Aunque Morton no usó el gas hilarante sino el éter, por sugerencia del profesor de química Charles Jackson.
La anestesia por medio del éter triunfó inmediatamente y se expandió por todas partes: estaba destinada a protagonizar una verdadera revolución en la medicina (y fue uno de los tres más grandes descubrimientos médicos del siglo XIX, junto con la antisepsia de Lister y la microbiología de Pasteur y Koch).
Mientras el éter triunfaba (y Wells empezaba a practicar con cloroformo, al que, según parece, se hizo adicto), surgió una violenta (y muy común) disputa por la prioridad del descubrimiento y una (muy norteamericana) lucha por la posesión de las patentes entre Wells, Morton y Jackson: finalmente, la Sociedad Médica Norteamericana y luego la Asociación Dental Norteamericana reconocieron la prioridad de Wells (que ya había muerto).
Morton murió en 1868, en un estado de extrema pobreza y de colapso físico y moral.
Jackson murió en 1880, en un manicomio al que había sido confinado.
No es ésta una historia alegre, pero se puede agregar, sí, un detalle risueño: James Young Simpson era jefe de las salas de maternidad de la enfermería de Edimburgo y, apenas se enteró de este asunto del éter, lo introdujo (y después lo cambió por el cloroformo) para aliviar el dolor de las parturientas.
Pero hete aquí que los teólogos escoceses protestaron y lo atacaron. ¿La razón? Que la anestesia era contraria a la voluntad de Dios, que en la Biblia exigía muy claramente el parto con dolor como castigo a Eva por haber mordido la manzana y los etcéteras del caso (aunque no se entiende por qué Dios querría castigar a todas las mujeres por lo que había hecho Eva, que al fin y al cabo no había sido más que el acto inteligente de querer conocer, desobedeciendo el mandato de mantenerse en la ignorancia). Bueno, pero el asunto es que Young no se amilanó, y contraatacó con teología: al fin y al cabo el Génesis daba testimonio de que el propio Jehová había utilizado la anestesia (Cap. II, versículo 21), cuando operó a Adán, a quien, después de dormirlo, le arrancó una costilla sin dolor para formar a Eva (dentro de todo, con Eva Dios fue más progresista que con Adán: la formó a partir de materia orgánica, una costilla humana, y no partiendo de puros minerales, barro amasado).
Young no convenció con este argumento a los teólogos escoceses, que sólo aceptaron la anestesia, finalmente, por razones políticas, cuando en abril de 1853, la reina Victoria utilizó el cloroformo para dar a luz a su séptimo hijo, Leopoldo.