lunes, 3 de agosto de 2009

Taxis

Por Leonardo Moledo

Cada vez que salgo a la calle se me acerca un taxi; puede ser en la puerta de mi casa o a unos metros de ella, o cerca de la parada del colectivo a donde pretendo llegar; el taxi se acerca sigiloso (o repentino) y estaciona a mi lado. Lo tomo (¿qué otra cosa podría hacer?) y me lleva directamente al IEC; del otro lado de la ciudad, donde muestro mi pase y me sumerjo en un plácido mundo de escritorios arrullados por un altoparlante que transmite música funcional. A veces salgo por la puerta trasera del edificio, que da a una calle con poco tránsito, pero igualmente, apenas pongo un pie en la vereda, un taxi se arrima al cordón, dispuesto. Tampoco importa la hora; puede ocurrir a las dos de la mañana porque algún llamado urgente me despertó, o porque recordé un lugar a donde debía ir, o simplemente porque decidí salir a dar un paseo, pero apenas salgo, un taxi se aproxima y me lleva al IEC.

Nunca es el mismo taxi, y, que yo recuerde, jamás se han repetido. Los modelos son variados, y no pude encontrar nada entre los taxistas que se aproximara a una regularidad que pudiera darme alguna pista concreta. Alternan las marcas y los años de los coches y las edades de los taxistas; a veces son hombres –y algunas mujeres- maduros, a veces el conductor me parece casi un niño; rara vez, por lo que creo, los vi armados. El interior varía dentro de los límites un tanto estrechos de la decoración convencional, a veces una estampita, un retrato de Gardel, un zapatito colgando, a veces nada. Pero invariablemente me llevan al IEC, que bulle en el medio de un descampado, en el otro extremo de la ciudad, – es un edificio rectangular de tres pisos y líneas arquitectónicas modernas, aunque un poco pasadas de moda – que mantiene sus luces encendidas tanto de noche como de día y en cuya entrada hay una barrera. Allí pago al taxista desciendo del taxi, deslizo mi pase por una ranura magnética, la barrera se levanta y recorro a pie los cien metros que me separan de la entrada principal, donde el pase debe ser utilizado nuevamente, esta vez bajo la mirada fija y amenazadora de un guardián, que aunque no esta armado parece estar respaldado por una retaguardia invisible de gente peligrosa.

El taxista, sea quien fuere, no me pregunta nada durante el trayecto, salvo algunos comentarios sobre el tiempo que hace, o el estado del tránsito que nos rodea, que son reiterativos, o, más que reiterativos, siempre iguales. La radio está siempre prendida y se escucha únicamente música, nunca un partido de fútbol o un noticiero; a veces, cuando subo, y a veces recién cuando llegamos al IEC, un locutor anuncia lo que acabamos de escuchar y lo que oiremos a continuación. La voz del locutor me hace acordar a los taxistas anteriores: ahora oiremos el ciclo de La Chanson de Roland, de Chris de La Tour trovador del siglo XIV, a continuación transmitiremos el libro V de madrigales de Monteverdi, pero los taxistas, del mismo modo que los coches, jamás se han repetido ni se conocen entre sí, ni nadie les ha indicado que vinieran.



El taxi no recorre siempre el mismo camino, a veces se desliza por avenidas y a veces toma sólo calles laterales; generalmente, cuando cruzamos por debajo de algún puente o tomamos la autopista, la voz del locutor irrumpe para anunciar un coral de Buxtehude, o una obra de Corelli, o un concerto grosso de Heinz: nos acercamos, muy lentamente y a lo largo de los años, del renacimiento al barroco. Muchas veces, cuando hace frío o llueve, trato de disfrazarme, cubriéndome con un impermeable, tapándome la cara con una bufanda y ocultando todo mi cuerpo tras un enorme paraguas, pero aún en medio de la más intensa tormenta, y vestido así, apenas salgo, un taxi, siempre distinto de todos los que he tomado se arrima y estaciona al lado mío, junto al cordón de la vereda: adentro me espera un ambiente confortable y sereno, un taxista algunas veces locuaz y la radio encendida y deslizándose, paso a paso a través de una interminable serie de sinfonías –canción de Werner, haciendo equilibrio entre el barroco temprano y el tardío--, hasta que llegamos al IEC, con su ritual de barrera, pase, puerta de entrada y guardián, que según la hora, atenúa su mirada brutal o a veces esta durmiendo apoyado en su arma. El IEC, como siempre, tiene todas las luces encendidas.

Una vez me enfermé de cierta gravedad y no salí a la calle durante casi seis meses; fue un periodo de relativa felicidad, pero el primer día que decidí dar un paseo, apenas alcancé la vereda, se acercó un taxi manejado por un muchacho de no más de 16 años que me llevó directamente al IEC; la radio se estaba deslizando ya por la obra de Juan Sebastián Bach: "Wachet auf, ruft uns die Stimme”, y al día siguiente, “Von Himmel da komm Ich Hier”. Ni los taxistas ni los locutores parecían registrar el paso de las estaciones, ni los cambios del lenguaje o la moda; para la época en que la radio había dejado atrás a Stamitz, Semmel y Cwoe y transitaba la última sonata de Beethoven, los jeans habían sido sustituidos por pantalones de poliester con tachas metálicas, pero los taxistas, fueran jóvenes o viejos, hombres o mujeres, vestían igual que el primer día, ya lejano en el tiempo, y ni el portero de la barrera ni el guardián parecían notarlo.

Durante mucho tiempo, dejé de hablar con los taxistas y de escuchar la música y traté de elaborar una estrategia para confundirlos (deslizarme por una ventana, saltar la verja del fondo, subir a la terraza y moviéndome de terraza en terraza aparecer por un lugar inesperado), pero apenas ponía un pie en la calle, el taxi se acercaba y me llevaba al IEC acompañado por la música atonal de Schoenberg o el cuarteto Nro. 25 de Adjus Trajk, que ya exhibía avances minimalistas. Había, a la vuelta de mi casa, un baldío que terminaba en una explanada de baldosas rotas, donde permanecía desde tiempo inmemorial, incongruente, un aljibe. Me oculté en el aljibe después de haber introducido una chapa que me sirviera de plataforma, y descubrí que dos metros por debajo de la boca se abría un túnel penoso que recorrí con miedo, un túnel larguisimo que a veces se estrechaba hasta casi impedirme el paso y otras veces se ensanchaba como para permitir el paso* simultáneo de tres personas; lleno de botellas rotas, jeringas en estado de avanzada descomposición, partes de algunas aves embalsamadas por un taxidermista hábil, y el rumor lejano del agua que corría por la cloaca máxima de la ciudad. Prendiendo un encendedor de a ratos pude avanzar y al cabo de unos días vi que el túnel desembocaba en una escalera desgastada, asimétrica y angosta, al final de la cual se veía un puntito de luz. Subí pegado a la pared para que nadie me viera y salí -cautelosamente- al centro mismo de la plaza de un barrio completamente desconocido para mí, rodeada de grandes edificios y delimitada por cuatro avenidas de tráfico intenso y de doble mano. Con precauciones, busqué un semáforo con la vista y cuando vi que se encendía la luz roja me acerqué para cruzar. Entonces se me acercó un taxi. Subí y me dejé caer en los asientos, que estaban forrados de plástico. La radio estaba transmitiendo música que inmediatamente reconocí, era el final del Agnus Dei, de la Misa de Réquiem en Si, de Isak Dynsen: yo estaba cansado por la travesía y por todo el tiempo transcurrido, pero cuando el coro emprendió el Dona Nobis Pacem, comprendí de repente que nadie vendría a buscarme mañana ni nunca más para llevarme al IEC, pero ni el taxista ni los que manejaban el mar de coches que nos rodeaba se daban cuenta. El taxi se deslizaba sin inconvenientes por la avenida atestada, el tiempo transcurría por última vez, pero a nadie parecía preocuparle, y era como si nevara.

2 comentarios:

i.i dijo...

de Robert Musil: Despertar.

Dios me ha despertado. He sido expulado del sueño. En realidad no tenía otra razón para despertar. Fui arrancado como la hoja de un libro. La luna en creciente está delicadamente recostada como una ceja de oro sobre la hoja azul de la noche.
Pero por el lado del amanecer aparece, en la otra ventana, un verde esfumado. Plumaje de loro. Ya las tenues bandas rojizas del alba corren hacia lo alto del cielo, más todo continúa aún verde, azul y tranquilo.
De un salto regreso a la otra ventana:¿todavía está allí la luna? Allí está, como a la última hora del misterio nocturno. Está tan convencida de la realidad de su maguia como si actuara en un escenario. (Nada más gracioso que dejar las calles matinales a causa del absurde de un ensayo.) A la izquierda, ya crece el pulso de la calle; a la derecha, la luna ensaya.

el oso dijo...

¡JA! Pasan estas cosas y no hacen falta sueños, sí tal vez para la comprensión súbita de la última vez.
Abrazo