El decreto de prohibición de la risa fue tal vez el error más craso del intendente Enrique José Fonseca, y el que costó el derrumbe de toda su administración y la interrupción de un plan de colocación de tres faroles de alumbrado público que había entusiasmado a la población. Pero desde el día en el que firmó aquel decreto, el Intendente de Miriápolis había, de alguna manera, sellado su destino.
Cuentan las malas lenguas, que nunca faltan, que la fulminante prohibición se originó durante el velorio de la mujer del máximo funcionario. En aquella ocasión, el Intendente, agobiado por el dolor, tuvo que oír sin un asomo de protesta –las reglas del protocolo se lo impidieron– cómo se contaba un chiste a sus espaldas. En verdad, se trataba de un chiste malísimo y las risitas fueron ahogadas por el olor de las flores, el café y el cansancio de un velorio que, en razón de la alta investidura del viudo, se había prolongado por más de una semana. Pero el Intendente tomó nota del episodio, de lo cual dio cuenta a los quince días, al refrendar el decreto que desde ese momento se convirtió en la pesadilla de la población, y que no pudieron atenuar los postes de alumbrados ni las plazas públicas que el Intendente inauguró.
El decreto prohibía la risa en “todos sus aspectos y manifestaciones, en todo lugar en que se produjera, fuere o no propicio el momento y/o el acto que la indujera. Se prohíbe, asimismo, todo rictus que pudiera tomarse como risa”, y seguía una larga cadena de especificaciones y penas para los diversos casos que pudieran presentarse. El original del decreto estaba escrito de puño y letra por Enrique José Fonseca.
Los primeros en verse afectados en forma visible fueron los dueños de la cadena de cines que tuvieron que sustituir las comedias por lacrimógenos melodramas que no gozaban de gran aceptación. En cuanto al resto de la población, se puede afirmar, y sin temor a faltar a la verdad, que no se tomó muy en serio la cosa, y se siguió riendo de cuanta cosa pudiera como si nada hubiera pasado, y como si nunca hubiera ocurrido nada en ningún velorio, y como si nunca se hubiera firmado ningún decreto de prohibición.
Hasta que la policía arrestó a un grupo de adolescentes que se habían estado riendo en un bar-heladería de la Plaza San Martín y los encerró durante cincuenta días en un calabozo de castigo. De nada sirvieron las súplicas de amigos, padres y abogados. Los adolescentes cumplieron el castigo día por día y salieron desnutridos, maltrechos y contando historias que hacían poner la carne de gallina al más avezado de los vecinos.
La reacción fue la de esperar. Nadie se atrevió a desafiar públicamente al máximo mandatario, y se suspendieron las fiestas, reuniones y hasta los mismos encuentros entre amigos, temiendo que el menor esbozo de sátira o doble significado que provocara una sonrisa fuera percibido por el policía más cercano. Sólo se conservaron los cursos de egiptología y los elogios fúnebres, durante los cuales, sin embargo, algunos concurrentes osados se atrevían a pasarse papeles con chistes laboriosamente copiados a mano, o se mostraban caricaturas apresuradamente dibujadas sobre las uñas. Estas y otras violaciones a la inflexible regla explica que las cárceles se superpoblaron de hombres, mujeres y niños apresados en el momento de cometer el acto que tan repudiable resultaba al Intendente Municipal. El número de presos aumentaba día a día y los abogados defensores hacían malabarismos para mostrar que determinado rictus no constituía un “caso de risa”, sino una demonstratio ad absurdum, iniuria reconiecto, apelatione ostultitiae y profusas denominaciones latinas que, complementadas con la presentación de serios y voluntarios testigos, trataban de cubrir las variantes de lo prohibido. Ante la proliferación de estas argucias legales que muchas veces convencían a jueces desafectos al gobierno municipal, el Intendente redobló la vigilancia e hizo correr un rumor sobre la implantación de la pena de muerte y el castigo corporal. Nadie lo creyó posible. Hasta que dos cómicos, que ingresaron al municipio con el objeto de visitar a unos tíos, fueron apresados y ejecutados en la plaza pública ante los ojos desorbitados de la población.
Frente a la imposibilidad de dar curso a un sentido del humor que se había desarrollado y hasta había sido estimulado por anteriores intendentes, la gente empezó a reír en secreto. Se utilizaban para ello los sótanos, los baños de bares y clubes, la intimidad de las habitaciones de los prostíbulos, los depósitos y el campo abierto, donde se podía reír o sonreír sin el peligro del calabozo o la muerte. Un grupo de acción clandestina, conducido por un médico homeópata, se propuso como forma de liberarse de esa pesadilla diaria: provocar la risa del propio Intendente Municipal para hacerlo así culpable del gravísimo delito de “risa de funcionario público”, que según la legislación vigente se castigaba con la “muerte de facto”, pretendiendo de esta forma terminar con el régimen mediante la misma ley que lo sostenía. Pero el plan –hacerle muecas durante un acto público– fue denunciado por un traidor, que nunca falta, y sus ejecutores fueron detenidos, bárbaramente torturados y sus cuerpos mutilados se encontraron flotando en el río sin que jamás hubiera un desmentido de la intendencia. Un valeroso grupo de abogados y padres de familia –que pagaron con la vida su atrevimiento– elevó un memorándum de protesta ante las autoridades nacionales. Jamás hubo ninguna clase de respuesta.
Con el correr del tiempo la situación se agravó. Por un lado, muchos aprendieron a canalizar sus necesidades hilarantes por otras partes del cuerpo, y muchas veces un puño cerrado, un brazo doblado, un pie llevado hasta la boca del estómago o –en casos extremos un charco de orina– eran señales inequívocas de la aceptación de un chiste o el reemplazante de un guiño malicioso. Quienes no aprendieron a somatizar de este modo, recurrieron a cirujanos plásticos que insertaban finos alambres de acero dentro de los labios para impedir que se curvaran en el gesto fatal.
Sólo en las cárceles, en el pabellón de los convictos a la pena capital se escuchaban risas. Eran los condenados, que más allá de cualquier salvación legal, daban rienda suelta a su necesidad de reír.
La ciudad estaba aterrorizada. Todo habitante, junto con el diario desayuno, leía libros tristísimos que aventaran la posibilidad de cualquier pensamiento agradable durante veinticuatro horas, permitiéndoles sobrevivir sin temores a las leyes pavorosas del Intendente Municipal. Los grupos de resistencia clandestina crearon una especie de alfabeto Braille de la risa, que quedara fuera de toda intervención u observación del poderoso funcionario y sus grupos de represión. Pero este alfabeto se complicó de tal manera –dado que los teóricos del grupo, avezados lingüistas, procuraban distinguir la “risa media”, la “carcajada”, la “risa a regañadientes” y la simple sonrisa mediante un complicado sistema de signos diferenciales– que la práctica ocultista de la risa se convirtió tan solo en la posibilidad de algunos elegidos y grupos de elite.
Mientras la población se desesperaba, mientras los químicos trataban de fabricar un gas hilarante –en la creencia de que ante una explosión colectiva de risa el Intendente no se atrevería a ordenar una represión masiva y se vería obligado a rendirse– mientras los médicos y los biólogos trataban de ubicar el centro de la risa entre las circunvalaciones del cerebro para atrofiarlo y ofrecer así un precario alivio a la población, un grupo de psicólogos y sociólogos de avanzada, trabajando interdisciplinariamente, encontraron la solución.
La argucia utilizada no consta en las actas históricas de la municipalidad por considerársela lesiva para la imagen de la intendencia. Pero la imaginación popular, liberada de trabas de protocolo, se encargó de divulgarla, y es así que ha llegado hasta nuestros días. Instruyeron a una cortesana de oscuro renombre para que sedujera –según las más modernas técnicas psicoanalíticas– al inflexible e imperturbable Intendente en el curso de una recepción oficial a la que asistió fingiendo ser la secretaria de una sociedad de socorros mutuos. Ya en la intimidad de la alcoba, la cortesana en cuestión le hizo cosquillas en un lugar del cuerpo cuyo nombre no se ha inventado todavía y del que no hablan las crónicas.
Como los psicólogos lo habían previsto, como los sociólogos lo habían vaticinado, el Intendente Enrique José Fonseca se mantuvo hasta el último instante apegado a su ley. Pero fue tan grande el esfuerzo que le requirió conservar la compostura, que tras noventa y dos minutos de ejercicio, la cortesana –cuyo nombre se ha perdido para la historia– pudo comprobar que a su lado yacía tan solo un cadáver.
El nuevo intendente se apresuró a derogar el odiado decreto y el municipio entero lanzó una carcajada de alivio. En cuanto a la muerte de su antecesor, fue catalogada como producida por un infarto de miocardio debido a un exceso de esfuerzo físico, lo cual, si se quiere, no está tan alejado de la verdad.
Cuentan las malas lenguas, que nunca faltan, que la fulminante prohibición se originó durante el velorio de la mujer del máximo funcionario. En aquella ocasión, el Intendente, agobiado por el dolor, tuvo que oír sin un asomo de protesta –las reglas del protocolo se lo impidieron– cómo se contaba un chiste a sus espaldas. En verdad, se trataba de un chiste malísimo y las risitas fueron ahogadas por el olor de las flores, el café y el cansancio de un velorio que, en razón de la alta investidura del viudo, se había prolongado por más de una semana. Pero el Intendente tomó nota del episodio, de lo cual dio cuenta a los quince días, al refrendar el decreto que desde ese momento se convirtió en la pesadilla de la población, y que no pudieron atenuar los postes de alumbrados ni las plazas públicas que el Intendente inauguró.
El decreto prohibía la risa en “todos sus aspectos y manifestaciones, en todo lugar en que se produjera, fuere o no propicio el momento y/o el acto que la indujera. Se prohíbe, asimismo, todo rictus que pudiera tomarse como risa”, y seguía una larga cadena de especificaciones y penas para los diversos casos que pudieran presentarse. El original del decreto estaba escrito de puño y letra por Enrique José Fonseca.
Los primeros en verse afectados en forma visible fueron los dueños de la cadena de cines que tuvieron que sustituir las comedias por lacrimógenos melodramas que no gozaban de gran aceptación. En cuanto al resto de la población, se puede afirmar, y sin temor a faltar a la verdad, que no se tomó muy en serio la cosa, y se siguió riendo de cuanta cosa pudiera como si nada hubiera pasado, y como si nunca hubiera ocurrido nada en ningún velorio, y como si nunca se hubiera firmado ningún decreto de prohibición.
Hasta que la policía arrestó a un grupo de adolescentes que se habían estado riendo en un bar-heladería de la Plaza San Martín y los encerró durante cincuenta días en un calabozo de castigo. De nada sirvieron las súplicas de amigos, padres y abogados. Los adolescentes cumplieron el castigo día por día y salieron desnutridos, maltrechos y contando historias que hacían poner la carne de gallina al más avezado de los vecinos.
La reacción fue la de esperar. Nadie se atrevió a desafiar públicamente al máximo mandatario, y se suspendieron las fiestas, reuniones y hasta los mismos encuentros entre amigos, temiendo que el menor esbozo de sátira o doble significado que provocara una sonrisa fuera percibido por el policía más cercano. Sólo se conservaron los cursos de egiptología y los elogios fúnebres, durante los cuales, sin embargo, algunos concurrentes osados se atrevían a pasarse papeles con chistes laboriosamente copiados a mano, o se mostraban caricaturas apresuradamente dibujadas sobre las uñas. Estas y otras violaciones a la inflexible regla explica que las cárceles se superpoblaron de hombres, mujeres y niños apresados en el momento de cometer el acto que tan repudiable resultaba al Intendente Municipal. El número de presos aumentaba día a día y los abogados defensores hacían malabarismos para mostrar que determinado rictus no constituía un “caso de risa”, sino una demonstratio ad absurdum, iniuria reconiecto, apelatione ostultitiae y profusas denominaciones latinas que, complementadas con la presentación de serios y voluntarios testigos, trataban de cubrir las variantes de lo prohibido. Ante la proliferación de estas argucias legales que muchas veces convencían a jueces desafectos al gobierno municipal, el Intendente redobló la vigilancia e hizo correr un rumor sobre la implantación de la pena de muerte y el castigo corporal. Nadie lo creyó posible. Hasta que dos cómicos, que ingresaron al municipio con el objeto de visitar a unos tíos, fueron apresados y ejecutados en la plaza pública ante los ojos desorbitados de la población.
Frente a la imposibilidad de dar curso a un sentido del humor que se había desarrollado y hasta había sido estimulado por anteriores intendentes, la gente empezó a reír en secreto. Se utilizaban para ello los sótanos, los baños de bares y clubes, la intimidad de las habitaciones de los prostíbulos, los depósitos y el campo abierto, donde se podía reír o sonreír sin el peligro del calabozo o la muerte. Un grupo de acción clandestina, conducido por un médico homeópata, se propuso como forma de liberarse de esa pesadilla diaria: provocar la risa del propio Intendente Municipal para hacerlo así culpable del gravísimo delito de “risa de funcionario público”, que según la legislación vigente se castigaba con la “muerte de facto”, pretendiendo de esta forma terminar con el régimen mediante la misma ley que lo sostenía. Pero el plan –hacerle muecas durante un acto público– fue denunciado por un traidor, que nunca falta, y sus ejecutores fueron detenidos, bárbaramente torturados y sus cuerpos mutilados se encontraron flotando en el río sin que jamás hubiera un desmentido de la intendencia. Un valeroso grupo de abogados y padres de familia –que pagaron con la vida su atrevimiento– elevó un memorándum de protesta ante las autoridades nacionales. Jamás hubo ninguna clase de respuesta.
Con el correr del tiempo la situación se agravó. Por un lado, muchos aprendieron a canalizar sus necesidades hilarantes por otras partes del cuerpo, y muchas veces un puño cerrado, un brazo doblado, un pie llevado hasta la boca del estómago o –en casos extremos un charco de orina– eran señales inequívocas de la aceptación de un chiste o el reemplazante de un guiño malicioso. Quienes no aprendieron a somatizar de este modo, recurrieron a cirujanos plásticos que insertaban finos alambres de acero dentro de los labios para impedir que se curvaran en el gesto fatal.
Sólo en las cárceles, en el pabellón de los convictos a la pena capital se escuchaban risas. Eran los condenados, que más allá de cualquier salvación legal, daban rienda suelta a su necesidad de reír.
La ciudad estaba aterrorizada. Todo habitante, junto con el diario desayuno, leía libros tristísimos que aventaran la posibilidad de cualquier pensamiento agradable durante veinticuatro horas, permitiéndoles sobrevivir sin temores a las leyes pavorosas del Intendente Municipal. Los grupos de resistencia clandestina crearon una especie de alfabeto Braille de la risa, que quedara fuera de toda intervención u observación del poderoso funcionario y sus grupos de represión. Pero este alfabeto se complicó de tal manera –dado que los teóricos del grupo, avezados lingüistas, procuraban distinguir la “risa media”, la “carcajada”, la “risa a regañadientes” y la simple sonrisa mediante un complicado sistema de signos diferenciales– que la práctica ocultista de la risa se convirtió tan solo en la posibilidad de algunos elegidos y grupos de elite.
Mientras la población se desesperaba, mientras los químicos trataban de fabricar un gas hilarante –en la creencia de que ante una explosión colectiva de risa el Intendente no se atrevería a ordenar una represión masiva y se vería obligado a rendirse– mientras los médicos y los biólogos trataban de ubicar el centro de la risa entre las circunvalaciones del cerebro para atrofiarlo y ofrecer así un precario alivio a la población, un grupo de psicólogos y sociólogos de avanzada, trabajando interdisciplinariamente, encontraron la solución.
La argucia utilizada no consta en las actas históricas de la municipalidad por considerársela lesiva para la imagen de la intendencia. Pero la imaginación popular, liberada de trabas de protocolo, se encargó de divulgarla, y es así que ha llegado hasta nuestros días. Instruyeron a una cortesana de oscuro renombre para que sedujera –según las más modernas técnicas psicoanalíticas– al inflexible e imperturbable Intendente en el curso de una recepción oficial a la que asistió fingiendo ser la secretaria de una sociedad de socorros mutuos. Ya en la intimidad de la alcoba, la cortesana en cuestión le hizo cosquillas en un lugar del cuerpo cuyo nombre no se ha inventado todavía y del que no hablan las crónicas.
Como los psicólogos lo habían previsto, como los sociólogos lo habían vaticinado, el Intendente Enrique José Fonseca se mantuvo hasta el último instante apegado a su ley. Pero fue tan grande el esfuerzo que le requirió conservar la compostura, que tras noventa y dos minutos de ejercicio, la cortesana –cuyo nombre se ha perdido para la historia– pudo comprobar que a su lado yacía tan solo un cadáver.
El nuevo intendente se apresuró a derogar el odiado decreto y el municipio entero lanzó una carcajada de alivio. En cuanto a la muerte de su antecesor, fue catalogada como producida por un infarto de miocardio debido a un exceso de esfuerzo físico, lo cual, si se quiere, no está tan alejado de la verdad.
3 comentarios:
Éste es excelente, Leonardo. Me hizo venir al recuerdo aquella película de Truffaut, Los 400 golpes, creo, donde el poder prohibe,y quema, los libros; y donde los resistentes clandestinos se los aprenden de memoria para conservarlos.
Me parece que la película no es los 400 golpes, sino Farenheit 451, sobre la novela de Bradbury. F 451 es la temperatura a la que se quema el papel.
Correcto, Leonardo, muchas gracias.
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