Allá en Polonia, un viejo, decía,
que el Sol estaba quieto,
y la Tierra se movía.
Y nadie le creía.
Allá en Polonia, un viejo, decía,
que el Sol estaba quieto,
y la
Tierra se movía.
Y no sabía
que iniciaba un viaje a las
estrellas,
adonde iba a llegar,
algún lejano día.
Allá en Polonia, un viejo, decía,
que el Sol estaba quieto,
y la Tierra se movía.
Porque
de eso se trataba, en suma, de conquistar el espacio. El espacio
medieval no era apto para el movimiento moderno. En ese cosmos
impregnado de teología y rozamiento, de movimientos débiles y
velocidades reducidas, de tiempos que no se podían medir con exactitud y
carros que se atascaban y en el que hasta la historia a duras penas se
conservaba, era lógico que el movimiento también fuera un proceso
finito, un cambio transitorio y menor, asimilable a los otros cambios
que muestra la naturaleza, como el envejecimiento o el deterioro. El
mundo, dividido en regiones rígidas sublunar y supralunar- gobernadas
por distintas leyes y separadas por una barrera metafísica, era muy poco
estimulante, y aunque pudiera ser un consuelo saberse el centro de los
acontecimientos, uno tenía que limitarse a envidiar la inaccesible
incorruptibilidad de las esferas celestes, donde todo era permanente y
eterno. Incluso el movimiento, claro está.
Y bien. Fue este plácido y cómodo (a la vez tan falso) mundo celestial el lugar desde donde se arrojó la primera piedra.
Lo hizo Copérnico, por supuesto. La arremetida heliocéntrica, al tornar un punto tradicionalmente reservado a lo celeste y colocarlo en el centro del mundo, y viceversa, al descender a la Tierra a la categoría de planeta comparabie a los demás, iniciaba un proceso de democratización del espacio. Si estaba en cuestión cuál de los puntos (el Sol o la Tierra) ocupaba el centro del universo, estos puntos no podían ser tan radical y ontológicamente distintos. Si la Tierra era un planeta como los demás, la posesión de un espacio sublunar propio empezaba a ser un privilegio molesto y antinatural. Y esta nueva situación espacial implicaba revisar la teoría del movimiento y efectuarle un rápido service para adaptarla.
Porque no todo eran rosas en la cosmogonía que Copérnico inauguró. Si bien las cosas se simplificaban en la astronomía, se complicaban en la física; el movimiento de la Tierra planteaba más interrogantes que los que podía responder. ¿Por qué caían los cuerpos hacia la Tierra, si ésta ya no era más el centro del mundo? ¿Cómo era que los objetos que estaban sobre la Tierra, en lugar de quedarse atrás, acompañaban a ésta en su movimiento, sin razón aparente para hacerlo? ¿Y qué moviía a los planetas alrededor del Sol, si uno renunciaba a las esferas? Copérnico (y más tarde Kepler) contestaron a estas objeciones -nada triviales por cierto- como pudieron, y más o menos en términos de la física del ímpetus. Copérnico arguyó que los cuerpos caían a la Tierra para reunirse con el todo al que pertenecían, con lo cual conservaba de alguna manera la idea de "lugares naturales" para los infelices móviles, pero rozaba también la noción de sistema mecánico, y dejaba planteada una pregunta no menos fenomenal, que se le plantearía a cualquiera que audazmente renunciara a las esferas. Sin esferas ni mundo supralunar, ¿por qué el Sol y la Luna no caían? Kepler introdujo fuerzas tangenciales a las órbitas (a las que, dicho sea de paso, había librado de la obsesión -que para esa época ya era un síntoma- de la circularidad) y nervios magnéticos que partían de la Tierra y atraían a los objetos hacia ella. Nada de esto era del todo convincente, pero de hecho el reposo absoluto de la Tierra se convertía en una ilusión óptica. Con cierta lentitud, pero con mucha firmeza, el espacio sublunar y el espacio supralunar comenzaban a mezclarse. En 1609, Galileo, telescopio en mano, descubrió que la Luna era de constitución semejante a la Tierra, que el Sol tenía manchas, que Júpiter tenía satélites y que Venus tenía fases; en suma, que lo que pasaba allí era muy parecido a lo que pasaba aquí. El golpe fue formidable; velozmente, las barreras divisorias del espacio se convertían en un anacronismo. Nacía el espacio único y se instalaba para quedarse.
Ya lo había proclamado Giordano Bruno a fines del siglo XVI: los puntos del espacio son todos iguales, todas las direcciones del espacio son equivalentes, no hay ni un "arriba" ni un "abajo" absolutos, no existe ningún centro del mundo ni nada que se le parezca, el espacio se extiende infinitamente hacia todas partes, y tanto da un punto como otro. Los lugares naturales son, sencillamente, inexistentes, y los móviles son indiferentes al punto en que se hallan o atraviesan. Tanto les da un sitio como el otro. No van a ninguna parte asignada de antemano, ni les interesa ir. Ese es el espacio, donde hay que estudiar, analizar el movimiento. ¿Y qué es eso? Pues el viejo espacio de Euclides, el espacio geométrico, el sistema de pensamiento arquimedeano, que se propagó con eficacia durante el siglo XVII, hasta el punto de que consiguió llenar el universo entero. En realidad, Giordano Bruno describió casi a la perfección el escenario y montó con audacia la escenografía necesaria para comprender el movimiento. Faltaba el libreto. Y cuando éste llegó, no pudo ser más espectacular.
Y bien. Fue este plácido y cómodo (a la vez tan falso) mundo celestial el lugar desde donde se arrojó la primera piedra.
Lo hizo Copérnico, por supuesto. La arremetida heliocéntrica, al tornar un punto tradicionalmente reservado a lo celeste y colocarlo en el centro del mundo, y viceversa, al descender a la Tierra a la categoría de planeta comparabie a los demás, iniciaba un proceso de democratización del espacio. Si estaba en cuestión cuál de los puntos (el Sol o la Tierra) ocupaba el centro del universo, estos puntos no podían ser tan radical y ontológicamente distintos. Si la Tierra era un planeta como los demás, la posesión de un espacio sublunar propio empezaba a ser un privilegio molesto y antinatural. Y esta nueva situación espacial implicaba revisar la teoría del movimiento y efectuarle un rápido service para adaptarla.
Porque no todo eran rosas en la cosmogonía que Copérnico inauguró. Si bien las cosas se simplificaban en la astronomía, se complicaban en la física; el movimiento de la Tierra planteaba más interrogantes que los que podía responder. ¿Por qué caían los cuerpos hacia la Tierra, si ésta ya no era más el centro del mundo? ¿Cómo era que los objetos que estaban sobre la Tierra, en lugar de quedarse atrás, acompañaban a ésta en su movimiento, sin razón aparente para hacerlo? ¿Y qué moviía a los planetas alrededor del Sol, si uno renunciaba a las esferas? Copérnico (y más tarde Kepler) contestaron a estas objeciones -nada triviales por cierto- como pudieron, y más o menos en términos de la física del ímpetus. Copérnico arguyó que los cuerpos caían a la Tierra para reunirse con el todo al que pertenecían, con lo cual conservaba de alguna manera la idea de "lugares naturales" para los infelices móviles, pero rozaba también la noción de sistema mecánico, y dejaba planteada una pregunta no menos fenomenal, que se le plantearía a cualquiera que audazmente renunciara a las esferas. Sin esferas ni mundo supralunar, ¿por qué el Sol y la Luna no caían? Kepler introdujo fuerzas tangenciales a las órbitas (a las que, dicho sea de paso, había librado de la obsesión -que para esa época ya era un síntoma- de la circularidad) y nervios magnéticos que partían de la Tierra y atraían a los objetos hacia ella. Nada de esto era del todo convincente, pero de hecho el reposo absoluto de la Tierra se convertía en una ilusión óptica. Con cierta lentitud, pero con mucha firmeza, el espacio sublunar y el espacio supralunar comenzaban a mezclarse. En 1609, Galileo, telescopio en mano, descubrió que la Luna era de constitución semejante a la Tierra, que el Sol tenía manchas, que Júpiter tenía satélites y que Venus tenía fases; en suma, que lo que pasaba allí era muy parecido a lo que pasaba aquí. El golpe fue formidable; velozmente, las barreras divisorias del espacio se convertían en un anacronismo. Nacía el espacio único y se instalaba para quedarse.
Ya lo había proclamado Giordano Bruno a fines del siglo XVI: los puntos del espacio son todos iguales, todas las direcciones del espacio son equivalentes, no hay ni un "arriba" ni un "abajo" absolutos, no existe ningún centro del mundo ni nada que se le parezca, el espacio se extiende infinitamente hacia todas partes, y tanto da un punto como otro. Los lugares naturales son, sencillamente, inexistentes, y los móviles son indiferentes al punto en que se hallan o atraviesan. Tanto les da un sitio como el otro. No van a ninguna parte asignada de antemano, ni les interesa ir. Ese es el espacio, donde hay que estudiar, analizar el movimiento. ¿Y qué es eso? Pues el viejo espacio de Euclides, el espacio geométrico, el sistema de pensamiento arquimedeano, que se propagó con eficacia durante el siglo XVII, hasta el punto de que consiguió llenar el universo entero. En realidad, Giordano Bruno describió casi a la perfección el escenario y montó con audacia la escenografía necesaria para comprender el movimiento. Faltaba el libreto. Y cuando éste llegó, no pudo ser más espectacular.
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