Ama a tu genoma como a ti mismo
Proverbio chino
Proverbio chino
La casi finalización del Proyecto Genoma Humano acaparó titulares de periódicos casi como la muerte de Rodrigo. Los dos sucedieron casi al mismo tiempo a mediados del 2000. Es verdad que hay ciertas diferencias entre los dos hechos: uno es modestamente local; el otro, internacional; uno mereció un modesto telegrama de Fernando de la Rúa diciendo que, aunque él se nos fue, nos queda para siempre su música; el otro fue celebrado nada menos que por Bill Clinton y Tony Blair, que probablemente no sepan quién fue Rodrigo; uno es un fenómeno musical de tres millones de dólares; el otro, un negocio farmacéutico que puede involucrar cientos de miles de millones en las próximas décadas; uno es un modesto golpe a la música cuartetera de un país periférico; el otro, un hecho crucial en la historia de la ciencia y quedará como uno de los grandes logros del siglo XX. Uno provocó corridas de adolescentes furiosas y tres suicidios; el otro promete curaciones y gigantescos avances en la medicina. Pero ambos desataron, en sus respectivos niveles, fantasías colectivas, utopías, temores, que conectan el más acá con el más allá, el pasado y el futuro, el fondo de la herencia escondida en diminutas moléculas de ADN con los inescrutables designios y avatares de la evolución. Si los cables y noticias que daban cuenta del anuncio eran a veces cautos, en general competían por internarse en el terreno de lo fantástico: “El desciframiento del ‘libro de la vida’ permitirá a la Humanidad dirigir su propia evolución y la de otras especies”; “el PGH terminará con el cáncer, la diabetes, la obesidad, el envejecimiento”; “en veinte años cada persona tendrá su ‘mapa genético individualizado’, de tal manera que sabrá sus puntos débiles constitucionales y su propensión a padecer ciertas enfermedades”; “por este nuevo camino que ha abierto la ciencia la especie humana podrá derrotar a muchos viejos enemigos como enfermedades hasta ahora incurables, y a otros nuevos como la superpoblación y la destrucción del medio ambiente”; “hacia el año 2030, los genetistas creen que podrán manipularse los genes responsables del envejecimiento y aumentar la esperanza media de vida hasta cien años o más”. Otros subían la apuesta. “Para el científico británico John Harris “estaremos condenados a vivir 1200 años, se podrá desafiar la muerte y crear una raza de inmortales que pondría en peligro a la misma humanidad.” Sin hablar del colapso del sistema jubilatorio y el seguro de desempleo.
Hasta cierto punto, se entiende: descifrar el código hereditario parece tocar un punto sensible de la especie, los genes, al fin y al cabo, y tal como está hoy la teoría de la evolución, fueron los que, a través de pacientes mutaciones, hicieron de nuestra especie (y de todas las demás) lo que hoy son. Pero sin embargo en el imaginario colectivo (o por lo menos dada la manera con que fue propagandizado) campea un reduccionismo genético un poco simplista que atribuye a los genes propiedades mágicas, como si los genes determinaran todo lo que un ser humano es, incluyendo rasgos puramente culturales o indefinibles, como la inteligencia, la belleza, el talento musical, la creatividad, la capacidad de innovación, la adicción a las drogas o las posibilidades de jugar bien al ajedrez. Es bueno saber que no hay ninguna prueba sensata, o por lo menos científicamente fundamentada, de estas capacidades genéticas, más allá de que conceptos como inteligencia o belleza –e incluso el de “adicción”– ni siquiera pueden definirse rigurosamente (salvo para aquellos que creen que el cociente intelectual mide la inteligencia, y a quienes habría que recordarles que en el siglo pasado la inteligencia se medía por el peso del cerebro). Lo cierto es que la incidencia del mapa genético sobre las características humanas reales, salvo en algunos casos muy puntuales, está todavía sumergida en una niebla de conceptos confusos.
Si el reduccionismo genético es uno de los elementos que rodean de un halo mágico al PGH, la panacea curativa es otro: es incuestionablemente cierto que algunas enfermedades tienen origen genético (malformación y\odisfunción de algún gen), lo cual no significa que se pueda generalizar alegremente y atribuir ese origen a todas las enfermedades, y por ende suponer que habrá terapias génicas para asegurar la salud perfecta y la inmortalidad (es interesante recordar que en los tiempos heroicos de la microbiología, a partir de Pasteur, se creía que todas las enfermedades eran causadas por microorganismos, y la sonrisa escéptica que suele dibujarse en nuestros labios cuando un médico atribuye una enfermedad cualquiera a un “virus” inespecífico).
El mito reduccionista y el contramito utópico se combinan con otros conceptos más sutiles, pero no por ello más claros, como el de “propensión genética” (al cáncer, a las enfermedades cardiovasculares, e incluso a la violencia o a diversas capacidades artesanales), que en algunos casos pueden tener sentido, pero que en muchos, muchísimos, están basados en dudosas estadísticas, estudios de casos insuficientes o poco rigurosos, evaluación de diagnósticos de hace dos o tres generaciones (cuando la medicina funcionaba con otros parámetros) o simplemente prejuicios, como sería el caso de las “enfermedades sociales” o los claros productos de la pobreza y la marginación, que amenazan con reeditar las locuras y los estragos de Lombroso, que medía la criminalidad por los chichones del cráneo. Y estas cosas, dicho sea de paso, no son solamente malas traducciones al lenguaje popular de la aventura genética, sino que son sostenidas muchas veces por genetistas muy serios, que en ocasiones dan lugar a verdaderas corrientes científicas (como el que alientan los sociobiólogos, o los psicólogos evolutivos).
Amplificada por los medios, esa gran conquista que es el PGH (como en su momento la clonación) genera utopías dudosas y mitos desaforados y aterradores, que, en muchos casos, velan su verdadero significado e importancia: la de iniciar un camino, cuyos resultados y beneficios y peligros no necesariamente son previsibles, y la importancia de la investigación científica sin mitos, a la que el PGH dará un formidable empujón.
Eso sí. No necesariamente en la Argentina. Más o menos por los mismos tiempos de este impactante anuncio, los ridículos sueldos de los científicos sufrían una poda (junto al resto de los empleados estatales). Puede ser que la medida se revierta, pero si no, deberemos conformarnos con Rodrigo.
2 comentarios:
No entiendo bien la intención del paralelo con la muerte de Rodrigo. Comparto, eso si, la observación de la desmesura en los pronósticos ante el descubrimiento.
P/D: Fíjese que por ahí dice "malformación y\odisfunción" donde debe decir "malformación y/o disfunción"
Que fueron al mismo tiempo.
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