A veces se dice que existe un modelo económico inteligible: el capitalista, y dos anómalos: el japonés, que sin tener nada lo consiguió todo, y el argentino, que teniéndolo todo consiguió no tener nada. Hay que ver si es realmente así, pero no deja de ser curioso.
Vaya entonces esta historia: hacia el año 1800 Japón estaba sumido en una profunda crisis; la llamada era Tokugawa (por su fundador Tokugawa Ieyasu), un sistema estable y rígido, y que, con sus idas y vueltas, había sido políticamente eficaz durante la friolera de doscientos años, daba razonables muestras de agotamiento y empezó a descomponerse.
“Un sentimiento general de crisis se apoderó de la nación e impuso la necesidad de una reforma”, dice John Whitney Hall en su Historia del Japón. “Las medidas financieras del bakufu (el grupo de elite gobernante directamente conectado al gobierno Tokugawa), en especial la devaluación de la moneda, habían continuado socavando la posición de los que tenían estipendios fijos.” Efectivamente, entre 1819 y 1837 se habían producido 19 devaluaciones, “que juntamente a las continuas subidas de precios venían a sumarse a los ya graves problemas de subsistencia de quienes tenían salarios bajos tras haberse visto obligados a reducciones ‘voluntarias’ para ayudar al saneamiento de las finanzas”. Respecto de los samurais, que de guerreros profesionales en sus orígenes habían ya devenido en una verdadera clase política, “sencillamente, eran demasiado numerosos para hacer lo que se esperaba de ellos como clase”. Debido a la continua inestabilidad política, “se hicieron frecuentes los estallidos de violencia y los saqueos a los almacenes y había quienes incitaban a atacar a los funcionarios que se llenaban los bolsillos mientras los pobres estaban a punto de morir de hambre”. El régimen, en el que muchos cargos habían sido hereditarios por un tiempo inusitadamente largo, era corrupto y toda clase de prebendas se conseguía por dinero. El oro estaba sobrevaluado: mientras que en Occidente la relación oro-plata era 8 a 1, en Japón era sólo 5 a 1, lo cual provocaba una continua fuga de capitales hacia el exterior. “Pero a pesar de todo, sorprende la ausencia de una protesta más organizada y abierta y más eficaz”, entre otras cosas, porque “la época dio origen a lo que podría llamarse una deserción de los intelectuales”, que no podían articular un discurso capaz de salvar a la nación y sacarla del atolladero. La verdad es que no se trataba de una “crisis”, sino de la agonía de todos los aspectos de un régimen que funcionaba ya como un motor descompuesto. Sólo faltaba un elemento para completar el cuadro: la presión internacional.
En 1853, el comandante norteamericano Matthew C. Perry, con el persuasivo apoyo de una escuadra enviada por el presidente norteamericano Fillmore anclada frente a Uraga, obligó al gobierno japonés a firmar una carta de intención a la que siguió un “tratado de conveniencia mutua”, que en los años siguientes se amplió hasta abrir el mercado japonés a los productos norteamericanos con aranceles ruinosos (para el Japón) y que incluso concedía un status de extraterritorialidad a los agentes de las potencias occidentales. A partir de 1860, los jefes políticos de un bakufu gobernante débil hicieron un intento de manejar los problemas mediante una coalición con los caudillos provinciales, pero los efectos combinados de la presión externa y la situación externa, que enredaba a los caudillos locales y los políticos en interminables y mezquinas luchas de intereses, impedían encarrilar la situación o vislumbrar un atajo.
Y es que el régimen Tokugawa verdaderamente no daba para más; incapaz de hacerse cargo de la situación, arrastraba al Japón directamente hacia el desastre económico, cultural y moral y hacia su conversión en tierra arrasada a manos de los occidentales y los caudillos locales.
Lo interesante es que en ese momento, un grupo reducido –apenas pasaba del centenar– y particularmente lúcido de la “clase política”, dejando de lado sus propios intereses y mezquindades, tuvo el coraje y la inteligencia de iniciar las reformas que salvarían al país, y en 1968 emprendió la “restauración Meiji”, que reformó completamente las instituciones Tokugawa, restauró el papel del Estado (encarnado en el emperador, que durante el período Tokugawa había sido una figura meramente decorativa), modernizó en muy pocos años al Japón, consiguió pilotear, a favor del país, la presión de las potencias occidentales, infinitamente más poderosas en recursos y armamentos y convertir a su país en una potencia industrial capaz de tallar en el concierto de las naciones. Y más: la “occidentalización y modernización” del Japón se llevó a cabo respetando la cultura y la idiosincrasia japonesas y sin rendirse carnalmente a las abusivas exigencias occidentales.
Pero quizá lo más notable es que los jefes del movimiento reformador partieran de la propia clase samurai, y que se atrevieran a tomar un rumbo completamente audaz. Eso sí: los restauradores Meiji eran, y se consideraban a sí mismos –con justicia– ilustrados, educados, inteligentes. Verdaderamente, uno no sabe por qué se le ocurren estas cosas, estas asociaciones, en este momento y en este alejado rincón del mundo.
1 comentarios:
Seguramente la simpleza no sea la mejor forma de analizar esa historia. Pero,tal vez, un poco de reduccionismo sirva.
Calculo que por su cultura, el japonés es altamente apegado a todo lo suyo, historia de milenios. Mientras que el argentino (especialmente, su clase dominante) es un advenedizo, recién llegado en los barcos, especializado en los negocios rápidos (contrabando), y desesperado por hacer fortuna rápida. Para lograrlo, cualquier medio es bueno y en consecuencia si tiene que vender a su madre por unas monedas, lo hace.
Así nace el cipayaje.
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