Por más que se
perfeccionen
nuestros
telescopios,
siempre
descubrirán
nuevas
regiones
sometidas a
las
leyes de Newton.
Henri
Poincaré
Hace trescientos años, en 1687, al
publicarse los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural,
Isaac Newton, las esferas celestes desaparecieron para siempre de la
astronomía. En realidad, hacía rato que estaban bastante maltrechas: desde los
tiempos de Copérnico habían recibido golpe tras golpe y las roturas no habían
hecho sino ensancharse. La nueva física inaugurada por Galileo, o las leyes
astronómicas descubiertas por Kepler las fueron destruyendo pedazo a pedazo,
pero los molestos fragmentos flotaban todavía en un universo dudoso que no era
ya lo que había sido y no era aún lo que había de ser. Fue Newton quien limpió
el espacio de escombros tolemaicos y fabricó un escenario nuevo para que el
universo creciera: allí donde Copérnico no había avanzado, allí donde Kepler
había vacilado, allí donde Galileo no se había metido. Newton irrumpió como un
huracán disipando la sutil materia teológica que llenaba hasta entonces todo y
estableciendo un espacio vacío e infinito, euclidiano y profano, donde los
astros se movían sobre las delgadas líneas de la geometría pura, sostenidos por
el trípode del principio de inercia, la ley de gravitación universal y el rigor
del método matemático.
Ya no se trata de ubicar al Sol, en
vez de a la Tierra,
en el centro del mundo. El mismo concepto de centro del mundo queda destruido
en un universo donde todos los puntos son iguales; ya no se trata de
institucionalizar las elipses de Kepler como órbitas planetarias, sino de
establecer la forma en que se mueven todos los cuerpos. Newton unifica de golpe
el universo bajo un puñado de principios físicos que no rigen solamente para el
sistema solar, sino para cualquier región del universo, descubierta o no, y
para cualquier época del pasado o del futuro. La arquitectura de Newton sigue
las pautas de lo clásico: sencillas líneas de construcción, universalidad de
los principios, racionalidad de los medios, eternidad de los fines. El universo
de Newton, más que un mecanismo, es un teorema, y aunque en él todo se mueve,
sugiere el reposo y la inmortalidad: cada parte funciona armoniosamente según
las mismas leyes que gobiernan al conjunto, pero sin subordinarse ni depender
de él. Es un universo optimista, permeable a la razón, totalmente cognoscible,
hasta el punto de sugerir que en él ya no es posible el descubrimiento, sino la
confirmación, una y otra vez, de las predicciones newtonianas. Cuentan que
cuando Laplace entregó a Napoleón un volumen de su monumental Mecánica
celeste, ante el reproche de que no se mencionara en él al Supremo Hacedor,
contestó: "No he tenido necesidad de esa hipótesis".
Verdadera o no, la frase refleja el
optimismo racionalista que subyace en el trasfondo del universo clásico y la
atmósfera intelectual del Iluminismo: si uno conociera las propiedades físicas
de todas las partículas del universo en un momento cualquiera, podría predecir
todo el futuro con la misma indiferencia con que podría calcular todo el
pasado. De alguna manera, todo estaba dicho.
La arquitectura de Newton sigue las pautas de lo clásico: sencillas líneas de construcción, universalidad de los principios, racionalidad de los medios, eternidad de los fines.
Ninguna mitología, ninguna religión,
ninguna ciencia balbuceante había jamás emulado a Newton. Nunca antes había
habido un universo así --y probablemente nunca volverá a haberlo--. Fue ese
universo el mejor marco imaginable para el espectacular desarrollo de la
ciencia moderna: un universo abierto, geométrico, racional, eterno e infinito,
donde cualquier viajero podía navegar sin miedo, al encontrar siempre --y
eternamente-- astros y regiones sometidos a las mismas leyes.
Infinito. Como todo clásico, el
universo newtoniano no le tenía miedo al infinito...y, sin embargo, en el
infinito residía su gran debilidad. Porque no sólo se extendía ilimitadamente
en el espacio y en el tiempo, sino que la fuerza de gravitación, esa argamasa
fundamental, se propagaba instantáneamente --es decir con velocidad infinita--
entre todos los puntos del espacio. Después de 1905 y de la Teoría Especial de
la Relatividad,
esa velocidad infinita se hizo intolerable, se produjo el derrumbe parcial de la
prodigiosa construcción newtoniana y hubo que emprender la tarea de edificar de
nuevo. Detrás del infinito del universo clásico esperaba su turno, paciente --y
también deslumbrante-- el barroco.
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