A partir de Newton,
la mecánica (y la física) se convierten en un corpus de
conocimiento de éxito sin precedentes y formulan un modelo de
ciencia que todo el resto de las ciencias tratará de imitar.
Describen y predicen el movimiento de los astros, explican y sugieren
el funcionamiento de nuevas máquinas, inducen la sensación general
de que el universo ha sido, al fin, comprendido.
Ciencia sin duda
experimental, pero de ninguna manera empírica, la mecánica clásica
razona sobre los moldes de la matemática, axiomatiza, deduce,
enuncia teoremas que demuestran que las cosas deben ocurrir así o
asá, establece principios generales y leyes universales, propone
experimentos puramente mentales para confirmar o graficar sus
aserciones.
Es una disciplina
totalmente racional, que cree firmemente que la verdad se corrobora
con datos observacionales, por cierto, pero se encuentra y se explica
en el terreno fértil del análisis matemático que el mismo Newton
(junto con Leibniz) ha inventado, en el álgebra, en la geometría.
El universo es racional, y el razonamiento la herramienta para
descubrirlo (y dominarlo). Es la edad del Iluminismo.
¿Y el movimiento?
Relativo, por supuesto: es sólo un asunto geométrico entre los
sistemas de referencia, es algo que no le atañe al móvil, sino a
los que quieren verlo moverse y miden su posición según el sistema
de coordenadas que se les dé la gana. Es un problema privado entre
el objeto que se mueve y el observador.
Y bien. El
principio de inercia transformó al reposo absoluto (y por lo tanto
al movimiento absoluto) en una mera ilusión que depende de los
sistemas de coordenadas que se usen como referencia.
Sin embargo, la idea
de algo absoluto, subrepticiamente -o explícitamente, si se quiere-
persistía. El marco de las estrellas más lejanas se consideró en
un principio como un "sistema de referencia absoluto". Y
luego, cuando la astronomía amplió sus horizontes, el espacio
mismo, geométrico y extendiéndose hacia el infinito en todas
direcciones, era el marco absoluto donde ocurría todo lo que
ocurría. A su manera, la fuerza de gravitación, que atraía a
los cuerpos hacia los cuerpos con movimiento uniformemente acelerado,
esa fuerza que llenaba el universo, que actuaba a distancia, y que
perturbaba y regía el movimiento de todos los cuerpos, gozaba de
cierto stattis especial, merecido sin duda, pero especial- con
ciertos aires de absolutismo. No era como para preocuparse mucho, en
realidad, ya que si bien la física estudia el comportamiento de los
cuerpos, los principios, las leyes y los enunciados con que los
describe son caracteres matemáticos, abstracciones que sólo ocurren
limpiamente en el espacio mental. Sin embargo, cierto absoluto
mezclado con la teoría del movimiento, quedaba. Sin molestar, esta
vez, pero allí estaba. Sólo en el siglo pasado se convirtió en
una piedra en el camino.
Incidentalmente,
vale la pena contar que en 1676, antes aun de que Newton publicara
sus Principios el astrónomo danés Olaus Roemer notó que los
eclipses de los satélites de Júpiter se producían unos minutos más
tarde de lo que indicaban las tablas astronómicas. Dedujo que el
retraso se debía al tiempo que la luz tardaba en atravesar la órbita
de la Tierra cuando ésta se hallaba más alejada de Júpiter, y a
partir de esta suposición (totalmente correcta) calculó por primera
vez en la historia la velocidad de la luz, proponiendo que era de 227
000 kilómetros por segundo. El hallazgo no tuvo resonancia, ni
produjo demasiado impacto en su momento. La cifra, aunque inexacta,
representaba una buena estimación. Roemer no sabía -y no podía
saber- que había incursionado en el camino de una de las constantes
fundamentales del universo, la cual, llegado el momento, intervendría
decididamente en los problemas que la teoría del movimiento (y en
especial las del absoluto residual clásico) plantearía trescientos
años más tarde.
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