Para Javier Lorca
“Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Dicen que esta frase de Augusto Monterroso constituye el cuento más corto del mundo. Es muy buena, y transmite la sensación imperceptible del sueño. Por mi parte, creo que “La historia de don Illán y el deán de Santiago”, que está en el Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, representa lo más parecido a un sueño (o a la sensación del sueño y el despertar) que logró la literatura. Española, por lo menos.Y bien; sucedió lo siguiente: la noche anterior estaba soñando y de repente soñé que me despertaba y que tenía ganas de fumar, desesperantes ganas de fumar, pero no tenía cigarrillos. Me vestí casi a medias y bajé al kiosco de abajo de casa, que cerró hace ya un par de meses y ahora está cruzado por un inútil cartel que dice “se alquila”. Pero en mi sueño, estaba cerrando para siempre en ese preciso instante (ya estaba a oscuras), y el exhibidor de los cigarrillos estaba completamente vacío, salvo un solitario y triste (y final) atado de diez de Lucky Strike que parpadeaba ante la luz de la calle. El dueño del kiosco (el que había sido el dueño antes de que cerrara) sacaba, cansinamente, las últimas mercaderías. Pero resultaba que era, sorprendentemente, mi amigo F*. Quise alejarme. F* jamás me iba a vender esos últimos cigarrillos. La escena era tan vívida y la desazón tan grande, que al darme vuelta sentí que la mirada de la gorda que estaba sentada en una de las mesas de La Orquídea, en diagonal con el kiosco, se clavaba en mi espalda. Y justo en ese momento F* me llamó por mi nombre y me alcanzó el atado de Lucky Strike. Yo le alargué un billete de dos pesos, pero mi amigo los rechazó: no, no, de ninguna manera, me dijo. No tenía ganas de discutir, así que agarré el atado, subí a mi casa y volví a dormirme. Seguí soñando otras cosas que no recuerdo.
Supuse que tenía que contárselo a mi amigo, así que la noche siguiente, me senté frente a la computadora y le escribí un mail: “Ayer...”. Pero al final, no pude resistir la tentación de plagiar a Monterroso: “y ahora, mientras te escribo esto, estoy mirando sobre la mesa de mi estudio el paquete de cigarrillos que me regalaste. ¡Salud y gracias!”.
Me quedé tan infantilmente contento con la vuelta de tuerca que había encontrado (o que había encontrado Monterroso), que no pude resistir la tentación de reutilizarla y sacarle un poco más de jugo: así le mandé el mismo mail a otro amigo: “Ayer soñé que... y etcétera... misteriosamente el dueño del kiosco eras vos... etcétera... la mirada de la gorda, etcétera... y ahora estoy mirando sobre la mesa... Salud y gracias”. Estaba satisfecho. Pero la literatura es adictiva, o más que el tabaco, y como era de esperar mandé un tercer mail: “Ayer soñé..., la gorda... sorprendentemente... y ahora...”. Cerré el correo y me fui a tomar un vaso de agua.
Fue el agua, estoy seguro: cuando volví al estudio, estaba sudando un poco. Abrí nuevamente el correo y mandé el mail a una lista de sesenta y dos contactos: “La gorda, estoy mirando, gracias... “ y sin solución de continuidad lo mandé nuevamente a la lista completa de contactos, que anda más o menos por los tres mil.
Retrocedí y miré la pantalla: el reloj ya anunciaba las tres. Pensé que era tarde. Pensé que en unas horas amanecería. Pensé que cada amanecer es diferente. Pensé que la semana pasada me habían enseñado cómo armar envíos masivos: armé un pequeño programa para que el mail se reenviara a la lista completa de contactos de cualquier receptor y no dudé: “Un atado solitario... y vos me vendiste.... y ahora estoy mirando”. El mail partió hacia servidores lejanos que empezaron a desparramarlos por todas partes, y el mail se reproduciría y reproduciría hasta agotar las posibilidades del espacio virtual.
Pero yo quería llegar a todos los usuarios de Internet, sin ninguna excepción; lo traduje al inglés y al francés, y luego, mediante un programa especial, al ruso, al alemán y al checo; y allá fueron; miré la pantalla: recordé conocer a alguien que estudia chino.... miré la hora.... miré el teléfono... pero no lo vi...
Y ya no pude hacer nada más, porque los paquetes de Lucky Strike se apilaban por todas partes, llenaban el estudio; me ahogaban, ocupaban todos los huecos del departamento sin excepción; cegado, casi a tientas, me abrí un trabajoso camino a través de los atados de cigarrillos (creí que nunca llegaría a la puerta) y me vi expulsado para siempre de mi casa, hacia la noche inclemente y húmeda.
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