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CAPITULO 46
La guarida, vastísima y enjoyada con aires de palacio ducal, era un lugar hermoso y complicado: cortinajes gruesos y abundantes almohadones le conferían una punzante blandura, mientras que el aire algo rarificado del subterráneo introducía en lentas ráfagas cierta sensación de fábula. Objetos de todo tipo esparcidos por el suelo, y colocados sobre tarimas, completaban la decoración. Pero el desorden de las formas encubría el orden profundo de los objetos. En el centro, alrededor de una mesa circular, estaban sentados el embajador inglés, el Director del Departamento de Matemáticas, y un anciano terrible que enseguida reconocimos: era el Anticuario Mayor.
Formaban un curioso trío. El Director del Departamento de Matemáticas estaba disperso en una ensoñación biológica y el embajador comía trufas, saltadas en una sartencita minúscula y portátil, que se llevaba parsimoniosamente a la boca, como si fueran, en verdad, átomos.
El Anticuario Mayor era un anciano robusto, ampuloso, esquelético. Se movía lentamente, como un símbolo. Estaba envuelto en una túnica negra y todo en el era extraordinario. De su cuerpo fluía alguna otra realidad que se depositaba sobre los objetos circundantes como un segundo armazón. Estaba construido y pensado para evitar la solemnidad, para oscilar fuera de lo perecedero, para emitir partículas inmortales. A primera vista, era imposible decidir si pertenecía verdaderamente al orden natural. El torso se erguía como un grupo de columnas, y los ojos giraban continuamente en un rostro por completo inexpresivo que, sin embargo, sugería lo vivaz. Era un misterio, porque las miradas eran huidizas y se escurrían circularmente entre los objetos, como lagartijas. La túnica, plegada como en una estructura bidimensional, sintetizaba por completo los torrentes del perdón y del delito.
Atrás, en un segundo plano, sobre un costado, recostado en la alfombra, dormitaba Sir Antony Parsons, el traficante de ataúdes. No parecía tener mas importancia que un mueble, pero apenas la lógica joven lo vio, la recorrió un extraño escalofrío y empezó a mover los brazos, terriblemente agitada. Simétricamente, sobre un banquito tosco, poco trabajado, se mantenía en tieso equilibrio Avelino Andrade, presidente del sindicato combativo de obreros funerarios. Todavía enfundado en su mono de albañil. Movía las manos nerviosamente, como si no supiera que hacer con ellas, buscando un asta que empuñar,el extremo de un cartelón que expresara sus ansias de protesta social. Sin embargo, la Revolución parecía haberse apagado en el. Hacia un costado, una tarima colocada en posición inútil subrayaba la futilidad de todo. En el extremo opuesto al nuestro, se abría una puerta de metal, y apoyado en ella, un objeto extrañísimo, que al principio nos fue imposible reconocer.
Era un ataúd. Nuestra irrupción lo había hecho oscilar, y las manijas de bronce reflejaban la luz de las bombitas, encandilando por momentos. Era el objeto anhelado, la forma purísima, y como tal, era absoluto. Era la perfecta transición entre el cuerpo humano y la materia inanimada. Un logro que iba mucho mas allá de la vasija y que reducía a la pirámide a un ensayo totalmente primitivo, a un tosco intento de pueblos salvajes. La madera, curvada, parecía sonreírnos, bella en su pureza ontológica, conectada divinamente con lo inorgánico, ensamblando sin ruido el Ser inmóvil e idéntico a sí mismo, y el Devenir, dando continuidad a la permanencia temporal, y siendo, a la vez, el río de Heráclito, en el que nadie se baña dos veces, pero que garantiza la transparencia de la naturaleza y la cultura: la madera nace de la tierra, se transforma en ataúd y vuelve a ella, devolviendo también parte de la civilización. Asegura, en fin, la reinstauración de la novela. Y el bronce? El bronce también, aunque corresponde a un momento mas lento, mas extático, de mas piadosa extinción. Los manillares de metal son los huesos del cajón, su materia mas permanente, que va a parar a sus osarios naturales. Estos son, naturalmente, las torres, donde las manijas, ya en forma de campanas anunciaran con la misma solidez el toque de difuntos y el ángelus.
-Y bien dijo el embajador de Inglaterra me veo obligado a confesar que los estábamos esperando.
-Con la profunda convicción de que esperar es un acto inútil completo el Director del Departamento de Matemáticas Esperar implica una tautología, y por lo tanto se opone al orden permanente de la historia natural, que es, por naturaleza, diversidad, renovación de las condiciones iniciales
-No del todo contesto el Comisario Inspector, tratando de disolver esa arbitraria separación entre "ellos" y "nosotros",producto tan sólo de la situación ya que las condiciones iniciales, aún en la biología, permanecen. En realidad, todo el desarrollo ulterior esta contenido en ellas.
-Desarrollo ulterior que, por otra parte, para un observador microscópico no representa ninguna sorpresa- dijo el embajador de Inglaterra Los ácidos nucleicos evolucionan hasta dar ballenas y cucarachas. Y un observador honesto, que ve? Solo átomos, moviéndose en el vacío, y obedeciendo a las leyes siempre vigentes de la dinámica.
-Sin embargo, hasta los átomos se organizan, formando cristales, relojes químicos y ecosistemas contesto el anciano naturalista Las moléculas se tornan complejas, y la complejidad esta en la base misma de la biología y es el sustento de la novela. La tensión entre lo reversible y lo irreversible, representado básicamente por los flujos de calor, que se deslizan de lo caliente a lo frío y nunca al revés, garantiza la evolución térmica de la realidad, que, aunque sea desagradable, es al fin y al cabo una evolución.
Imprevistamente, Avelino Andrade intervino en la discusión La realidad fluye,- dijo con voz profunda, de barricada la historia transcurre, siempre en un solo sentido.
-La realidad no fluye, contesto el embajador inglés, sin siquiera darse vuelta apenas se dilata.
El Anticuario Mayor, lentamente, movía la cabeza de un lado a otro. No parecía interesarle el diálogo, y sin embargo, contenía todo el misterio.
Y cuál era el misterio que enturbiaba la cristalina limpidez de la escena? Cuál era la realidad de la escena? Qué se representaba? Dónde estaba la verdad? El Jefe de Policía se mantenía apartado, como si todas nuestras presencias, por el solo hecho de estar reunidas en un haz, fueran una acusación. La agujita del fotómetro seguía vibrando.
- Y bien dijo el Comisario Inspector me parece que ahora esta todo claro.
El embajador de Inglaterra asintió. El Director del Departamento de Matemáticas inclinó la cabeza, rindiéndose ante la evidencia.Ser Antony Parsons cabeceó, dormido. Hasta la lógica joven movió los brazos en el aire, afirmativamente. Del mismo Anticuario Mayor, que permaneció recto e inmóvil, partieron las ondas de lo positivo.
El Comisario Inspector abrió la puerta de metal: daba paso a un galpón, un gigantesco depósito de ataúdes, apilados como cadáveres, y madera, y grandes cantidades de maquinaria fúnebre, trabajando a todo vapor. La madera era cortada de los árboles por grandes sierras, y tensas líneas transportadoras entregaban los rollizos inmunes, no violados, en las bocas de las lustradoras, las pinceladoras, de donde, por un enorme embudo, las tablas brillosas emprendían el camino final. Detrás de una cortina impenetrable, como en una bruma imposible e irreal, las electrodisipadoras recibían el material rutilante, fresco, y lo transformaban en ataúdes maravillosos. Y de la madera negra, enredada en las manijas de bronce, siguiendo las finas curvas de las tapas, las capas superpuestas que les conferían lucidez, nacía, como si viniera de un espacio meramente ficticio, el tallo curvo, orgánica, artificial y verdadero de la flor gitana.
Quise adelantarme, quise ver lo que adivinaba más allá: envueltas en el denso vapor de las tecnologías, rugían las máquinas que eran el objeto de mi anhelo, las verdaderas máquinas que yo quería ver, y que no pueden contemplarse sin temor: las electrodisipadoras. Pero el ligero toque de un bastón me impidió avanzar. Quise moverme y no podía, mi cerebro dio las órdenes, pero los músculos no obedecieron, los ojos miraron y no vieron, los oídos escucharon y no oyeron. La vara que el Anticuario Mayor sostenía impidiéndome el paso era una barrera profunda, un pozo negro, una corriente helada de fuego frente a la cual se detenían la observación y la memoria, un límite muy preciso entre Lo que Se Puede Ver y Lo que No debe Observarse Nunca. El Comisario inspector me puso una mano en el hombro.- No trate de verlas dijo Deje que las cosas se detengan aquí. Especialmente ahora, que todo está perfectamente claro.
Pero yo permanecía en la duda, entre tanta certeza.
- Está todo perfectamente claro repitió el Comisario Inspector, cerrando la puerta.- Lo extraño es que haya tardado tanto tiempo en estarlo.
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