“Pasaba la mayor parte del tiempo caminando por las calles o leyendo artículos publicados en los primeros tiempos de la genética. A veces, soñaba despierto en descubrir el secreto del gen, pero ni una sola vez se me ocurría alguna idea respetable.”
James Watson, La doble hélice
El 25 de abril de 1953, la revista inglesa Nature publicaba un artículo de apenas 900 palabras, firmado por el físico inglés Francis Crick y el bioquímico norteamericano James Watson, del laboratorio Cavendish de Cambridge, donde se daba a conocer al mundo la estructura del ADN (ácido desoxirribonucleico): “Deseamos proponer una estructura para la sal del ácido desoxirribonucleico. Esta estructura tiene características nuevas que son de considerable interés biológico”. Con esa modesta frase, ponían en marcha una revolución en la biología.
En realidad, Crick y Watson coronaban el trabajo de un siglo. En 1865, el monje austríaco Georg Mendel esbozó las leyes de la herencia (descubrimiento que en su momento quedó en la oscuridad), más o menos al mismo tiempo que el químico suizo Friedrich Miescher aislaba en el núcleo celular una sustancia, aparentemente no muy interesante, a la que llamó “nucleína”. Más tarde sería denominada “ácido nucleico” y después ADN.
En 1882 Walther Flemming describió por primera vez los cromosomas. En 1900 Hugo De Vries, Karl Erich Correns y Erich von Tschermak redescubrieron las leyes de Mendel. Dos años más tarde, Walter Sutton ubicó el mecanismo hereditario en los cromosomas, y en 1905 se acuñó la palabra “genes”. Al comenzar los años ‘40, ya era ostensible que la cantidad de ADN en el núcleo de las células del organismo era constante, salvo en los espermatozoides y óvulos, que contenían la mitad. En 1944, finalmente, el médico canadiense Oswald Avery identificó al ADN como el portador del mensaje genético. Y en los años siguientes, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins en el King’s College de Londres desarrollaron y afinaron la técnica de cristalografía de rayos X con la que consiguieron imágenes notables del ADN, hasta que finalmente el trabajo publicado en Nature describe la estructura de la gran molécula de la vida capaz de reproducirse: una doble hélice de fosfatos y azúcares de donde cuelgan las cuatro bases (adenina, guanina, citosina y timina) con cuyas combinaciones la naturaleza escribe sus propuestas genéticas en todos los seres vivos, tanto en las bacterias como en las ballenas, sin olvidar al homo sapiens, ubicado en algún lugar impreciso.
Pero además, el trabajo de Watson y Crick marca el inicio de un sutil movimiento del centro gravitante del pensamiento científico (y de su impacto en el imaginario colectivo) que se deslizará pausadamente desde la física a la biología. Eran épocas en que las computadoras daban sus primeros pasos, y la física, con un historial de trescientos años de éxito continuo, reinaba soberana. Apenas apagados los humos de Hiroshima y Nagasaki, era un lugar común la idea de que la energía nuclear traería la solución de todos los problemas. Por lo menos, de los energéticos.
Era 1953, y todavía faltaban dieciséis años para el clímax del gran ciclo astronómico, físico y tecnológico iniciado por Copérnico en el siglo XVI: el alunizaje de 1969, cuando pareció que el universo había sido comprendido y dominado porque un astronauta pisó un cuerpo, si bien visible, extraterrestre. Era el cenit de la aventura astronómica y tecnológica, y tal vez su punto de inflexión. Aunque faltaban aún dos décadas de guerra fría y terror nuclear, la derrota soviética en la carrera espacial anticipó en 20 años su final frente al imperio norteamericano, que en adelante pudo dedicar sus esfuerzos y tecnología a bombardear e invadir, cada vez con mayor impunidad, países más débiles y terrestres que por una razón u otra le resultan molestos.
Pero allí estaba la biología molecular, señalando el punto de inflexión desde una visión utópica y expansiva de la historia hacia objetivos no menos significativos, aunque más domésticos y fragmentarios: los genes, el complejo mecanismo de la herencia, el significado y clasificación de los rasgos hereditarios o la manera en que los mensajes del ADN se transmiten dentro de las células, y la perturbadora capacidad de manipulación genética aun en los treinta mil genes que en el ADN humano lo definen como tal. Implacablemente, la biología, en especial la biología molecular, ocupará el centro de la escena científica y ética, con el peso inmenso y en crecimiento de la genética –acechada por el peligro del reduccionismo– y presidida por el dibujo icónico de la Doble Hélice de Watson y Crick.
Y es así. Porque una vez descifrada la estructura del ADN en el trabajo de Nature, una vez conocida la gran molécula autorreplicante y portadora de la herencia, una vez alcanzado el mayor escalón de generalidad de los seres vivos, obviamente era sólo cuestión de tiempo que se pusiera en marcha el Proyecto Genoma Humano, la ingeniería genética. Que se “fabricaran” organismos transgénicos, que se cifraran inmensas expectativas médicas en las terapias génicas, que adquiriera un nuevo rumbo la discusión sobre los caracteres inducidos y adquiridos, que se plantearan los complejos problemas éticos de la clonación y la inquietante posibilidad de intervenir en la evolución de la especie humana.
Ya no hay vuelta atrás.
2 comentarios:
Efectivamente, no hay vuelta atrás, Leonardo. Y veo que no hay vuelta atrás, tampoco, en la calidad de tus ensayos breves.
En cuanto a los ensayos breves: acuerdo, me gustan, provocan ¿son buenos? bueno-entonces para mi si, admito.
En cuanto al "Ya no hay vuelta atrás" si bien dice algo ¿lapidariamente?
¿a qué refiere usted?
¿a los "esclarecimientos"científicos?
¿a las posibilidades de intervención en ....?
¿a... qué?
saludos
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