lunes, 14 de junio de 2010

El suicida optimista


En el siglo XIX, la ciencia que Newton había fundado gloriosamente alcanzó su máximo esplendor; La Mecánica celeste de Laplace daba cuenta del movimiento de los planetas y cualquier cosa que anduviera por el cielo, la química alentada por el empujón de Lavoisier que develó el misterio del fuego y Dalton que rescató a los átomos del olvido, iniciaba su firme ascenso que culminaría en 1869 en la Tabla periódica de Mendeleiev, y la biología daba sus pasos firmes hacia la teoría de la evolución.

Pero eso no era todo: solapada y alegremente, un nuevo concepto integrador, algo nuevo, se elevaba como el eje alrededor del cual se iba a organizar y ordenar toda la física del siglo: la energía.

Un nuevo concepto, pero que además venía dotado con un status especial, el principio de conservación de la energía habría de convertirse en la ley de leyes del universo físico, era el primer principio de la termodinámica.

La ley de conservación de la energía era un principio feliz: todo lo que hay, habrá, y nunca perderemos nada. Se sucederán las generaciones, y las máquinas, se levantará el polvo de la tierra por la acción de las ruedas que producen rozamiento y calor y volverá a posarse, pero la cantidad de energía disponible para realizar trabajo y hacer funcionar al mundo siempre será la misma y estará ahí, ya sea almacenada en la materia (energía química), en el movimiento (energía cinética), en el campo gravitatorio (energía potencial), en la incipiente electricidad o en el calor, y cualquiera de estos tipos de energía se podrían reciclar indefinidamente. ¡No podía existir un principio mayor de plenitud en una ciencia que se expandía aceleradamente, y que con instrumentos cada vez más finos, con matemáticas cada vez más precisas y una confianza cada vez más robustecida, se sentía capaz de escrutar todos los rincones hasta agitarlos!

Sin embargo, era demasiado bueno, y una sombra acechaba: en efecto, en 1862, Rudolf Clausius (1822-1888) introdujo en ese universo conservador y confiado en sí mismo una nueva entidad a la que llamó entropía, una magnitud que, a grandes rasgos, es la medida del desorden de un sistema, y enunció lo que se conoció como el segundo principio de la termodinámica: la entropía inexorablemente aumenta, todo lo desordenado se desordena, tarde o temprano, toda la energía (aunque se conserve) antes o después se convertirá en calor, su forma más “desordenada”, con más alta entropía. Cada vez que hierve una pava para hacer café y el calor se convierte en movimiento de las moléculas de agua, hay una parte de ese calor que no regresará más y nunca podrá recuperarse: y así, todo el universo terminará transformándose en calor, desde el más pequeño de los seres vivientes hasta la más grande de las estrellas; el inexorable aumento de la entropía nos condenaba a la muerte térmica, a una inmensa nada donde no habría ya materia ni movimiento, ni electricidad, ni nada que no fuera calor. Una inmensa nada inmóvil e inerte donde (aunque por supuesto la cantidad de energía total sería idéntica) la entropía iba a alcanzar su máximo y ningún fenómeno podría ya producirse, porque en ningún caso la entropía puede disminuir.

El segundo principio de la termodinámica, o ley del aumento de la entropía, era triste, tristísimo. No era agradable, en medio de una época de confianza y expansión, tener conciencia de que cada fósforo que se enciende, cada movimiento, cada pensamiento (que genera calor a partir de los circuitos eléctricos cerebrales) aceleran la muerte térmica del universo, saber con total certeza que todos los esfuerzos terminarían siendo mera radiación térmica, vulgar temperatura, miserable vacío caliente. No era lindo pensar que la entropía marcaba una flecha del tiempo que señalaba la tumba, un reloj que cantaba los segundos hasta disolverse él mismo en un calórico final.

Ludwig Boltzmann nació en 1844 en Viena, en 1867 se doctoró en Física, ocupó distintas cátedras y enseguida se destacó como una autoridad en mecánica estadística, y su nombre quedó vinculado con los de Bunsen, Kirchoff, Helmholtz y el mismísimo Maxwell, dios del electromagnetismo. Su fama crecía, y tanto prometedores talentos como figuras importantes como Wilhelm Ostwald, o Ernst Mach, se acercaban para trabajar o polemizar con él.

Pero además de su enorme cantidad de trabajo en la mecánica estadística, Boltzmann le encontró una vuelta al segundo principio de la termodinámica o ley del aumento de la entropía, considerada con inexorabilidad por sus contemporáneos, aunque algunos planteaban sus dudas. Pero fue Boltzmann quien transformó la inexorabilidad en probabilidad: según su interpretación, no es que el universo deba evolucionar fatalmente del orden al desorden, sino que, puesto que el número de estados desordenados es mucho, pero muchísimo mayor que el de ordenados, naturalmente se mueve de los estados menos probables a los más probables.

No hay, así, nada devastadoramente fatal en el aumento de la entropía: después de todo, la entropía podría disminuir, del mismo modo que ninguna ley impide que en la ruleta salga el número 5 un millón de veces seguidas (si ocurriera no habría que cambiar una sola palabra en los libros de probabilidad) o que las moléculas de una habitación se ordenen espontáneamente (violando la ley del aumento de la entropía) y se acumulen en una de las esquinas (asfixiando de paso, en aras de la esperanza) a quienes estén presentes.

En cierta medida, Boltzmann le dio al mundo y a los fenómenos una remota, remotísima esperanza. Le quitó a la segunda ley su aura funeraria, su aureola de muerte (térmica) inconmensurable; abrió, si se quiere, una rendija por la que existe una lejanísima posibilidad de atisbar. Transformó la certeza absoluta del fin en un pesimismo atado a bajísimas probabilidades.

El 5 de octubre de 1906, Boltzmann se suicidó, ahorcándose en una playa italiana cerca de Trieste. En su lápida figura la formula S= k log W, base de su interpretación un poco más optimista de la ley que ordena a la entropía aumentar.

2 comentarios:

Carlos dijo...

El 9 nov 2009 fue publicado este ensayo. Las diferencias son pequeñas.

Anónimo dijo...

Muy bueno, muy didáctico. Me gustó.