domingo, 20 de diciembre de 2009

"El intelectual debe estar entre el laboratorio y la plaza pública" (Parte II)

 SEGUNDA PARTE DE LA ENTREVISTA A FRANÇOIS DOSSE, DE LA UNIVERSIDAD PARIS 12, HISTORIADOR Y FILOSOFO DE LA HISTORIA


–Usted mencionó hace un rato la relación entre memoria e historia. ¿Qué pasa allí? ¿Puede existir una sociedad que recuerde todo? ¿O una que olvide todo?
–Bueno, para empezar a responder debería citar un pensamiento de Ernest Renan, del siglo XIX. En su conferencia “Qu’est-ce qu’une nation?”, él maneja y desecha una serie de hipótesis: que la nación es una lengua, que la nación es una religión, que la nación es una geografía. Lo que termina diciendo es que una nación es la memoria común que tenemos para vivir juntos. Pero al mismo tiempo (y esto es una paradoja de la memoria y de la nación), si revisamos esa memoria común, nos apercibimos de que la unidad que hemos logrado se asienta sobre las guerras fratricidas y sobre la opresión. Entonces, si la nación está fundada sobre la memoria, también debe estar fundada, y acá está la paradoja, sobre el olvido de esa memoria. Desde este punto de vista, todas las naciones, todos los Estados, son el producto de este equilibrio difícil, muy difícil, entre olvido y memoria. Es allí donde Ricoeur trata de “hacer obra” de saber filosófico, diciendo que hay que evitar la demasiada-memoria al mismo tiempo que evitar la muy-poca-memoria. Les pongo un ejemplo de Francia: la época nefasta de la ocupación nazi, la Francia de Vichy. Si tras ese período los historiadores hubiesen dicho “bueno, ya se terminó, ahora cerramos el paréntesis, hacemos de cuenta que todo pasó y no nos ocupamos de eso”, lo que probablemente hubiese pasado es lo que Freud denomina el retorno de lo siniestro. Esta muy-poca-memoria probablemente habría llevado a lo que denomino patologías memoriales. De la misma manera, es necesario evitar la demasiada-memoria. Un gran historiador francés hablaba de “tiranía de la memoria”, término que se puede aplicar a esas sociedades que no cesan de conmemorar, de ocuparse de su patrimonio, de reciclar su pasado. En una entrevista, decía que dentro de poco vamos a estar conmemorando las conmemoraciones, celebrando los veinte años del bicentenario de la Revolución Francesa. Eso tampoco es bueno...
–Nosotros tenemos un problema aquí, tanto o más grave. Usted sabe que tuvimos una dictadura militar terrible. Y es un poco difícil pensar cómo se puede resolver la tensión entre memoria y olvido cuando los asesinos están libres. Y cuando hay tantos desaparecidos.
–Resolver es un horizonte inaccesible. Para sociedades que tienen un pasado tan traumático como el de Argentina es interesante pensar en la categoría freudiana, retomada por Ricoeur, de “trabajo de memoria”. Para entender el concepto, podría ponerle otro ejemplo: tenemos en Francia, hoy en día, una multiplicación de leyes de la memoria, de regulaciones estatales de la memoria. Para que se den una idea: hoy una persona que niega que el crimen contra los armenios entre 1915 y 1917 fue un genocidio es candidata a la prisión. Muchos historiadores estamos en contra de estas leyes: consideramos que el trabajo de la memoria es indefinido y que no se debe fijar ni regular mediante una ley, que hay que dejar que se desarrolle y que ande su propio camino. Nosotros creemos que es necesario dejar trabajar a los historiadores y a la memoria: el trabajo de memoria debe ser hecho, dentro de la sociedad, en esa relación tensa y enriquecedora entre historia y memoria. Porque la historia y la memoria no son la misma cosa, y no podemos seguir pensando hoy la historia sin la memoria ni la memoria sin la historia. La historia se hace cargo de la cuestión de la verdad, de lo que es cierto. La memoria se ocupa de la fidelidad. ¿Qué sería de una sin la otra? Hace falta articularlas en una historia social de la memoria; enriquecer el discurso de los historiadores con las memorias de las víctimas, de las mujeres, de los presos.
–¿Qué hacemos con este problema de la memoria que tenemos los argentinos? ¿Cómo conjuramos estos miedos que vuelven permanentemente?
–No podría contestar eso. Lo que sí puedo decirle es que es necesario llevar a cabo hasta el final los trabajos de memoria, la búsqueda de la verdad. El historiador puede contribuir a ese trabajo de memoria diciendo lo que es mentira y lo que es verdad, lo que pasó y lo que no pasó, mediante un trabajo veritativo. Eso debe acompañar la expresión de la memoria de las propias familias de los chicos desaparecidos, de los que murieron por sus ideas políticas. Ahí, evidentemente, es necesario hacer un cruce entre la memoria y la corporación histórica. El trabajo del historiador, en ese sentido, es un trabajo tranquilizador, ya que el mismo discurso, la misma narración, tiene una función tranquilizadora. La función del historiador, para decirlo con términos de Michel de Certeau, es construir tumbas para los muertos. Honrar a los muertos y darles un lugar donde puedan conservarse.
–Hoy en día una persona va por la vida sin preocuparse demasiado por la memoria, forcluyéndola. La sociedad, se podría pensar, hace lo mismo. En la Alemania de posguerra, los niños no sabían ni siquiera lo que había ocurrido. Incluso hubo una polémica en torno de la serie Holocausto, que hacía visibles los horrores del nazismo. Según algunos pecaba de exceso de sentimentalismo, pero lo interesante es que algunos intelectuales sostienen que esa serie, por más adaptada a los mass-media que estuviera, funcionó como el primer envión para hablar del Holocausto en esa sociedad.
–Claro. Y tomemos el ejemplo de Primo Levi: un intelectual que denuncia todo eso en libros verdaderamente magníficos y que tiene miles de dificultades para hacer conocer su obra.
–Hay capítulos de su libro Los hundidos y los salvados en los que denuncia explícitamente esa falsa ceguera que se impusieron los alemanes. Lo curioso es que Natalia Guinzburg rechaza la obra de Primo Levi. ¿Se puede explicar eso?
–Creo que de alguna manera sí, pensando que hay algo en el dolor que no es comunicable, que está tan atravesado por un horror que se trona difícilmente audible. Y reconozcamos que es difícil comunicar lo incomunicable.

1 comentarios:

Carlos dijo...

Favor, blogistas. Releer el poema de Leonardo y descartar hojarasca.