Imagínate en un bote en un río con árboles de mandarina
y cielos de mermelada. Alguien te llama y respondes despacio
una chica de ojos caleidoscópicos. Flores de celofán,
verdes y amarillas se yerguen sobre tu cabeza.
Lucy en el cielo con diamantes.
Los Beatles, "Lucy in the sky with diamonds"
Un conjunto de materia y energía que se expande en un espacio que se expande... eso es el universo de hoy, cuyo origen ya casi apresamos y cuyo final todavía no podemos adivinar. Un universo en evolución, en permanente cambio, que alguna vez fue más pequeño que un protón, y donde la materia se desarrolló formando partículas, núcleos y más tarde átomos, algutinándose en estrellas, galaxias y grandes cúmulos galácticos. Un universo donde las estrellas nacen y se extinguen en medio de grandes explosiones que a veces brillan con la potencia de mil millones de soles y que desparraman por el espacio los materiales que servirán para edificar nuevas generaciones estelares y donde, a diez mil millones de años luz de distancia, pequeños objetos llamados quásares brillan con la potencia de una galaxia entera. Un cosmos donde todo se aleja de todo y seguirá alejándose, si es que la densidad de materia no es suficiente como para detener, mediante su acción gravitatoria, la expansión. Y si nuevos descubrimientos de materia o energía ocultos hasta ahora a los instrumentos elevan la densidad del universo lo suficiente, éste, probablemente, colapsará sobre sí mismo, volviendo a los pasos de su juventud y precipitándose de nuevo hacia un tamaño infinitesimal. Inquieto, intranquilo, violento e inseguro, el universo de fines del siglo veinte tiene un rasgo que lo diferencia en forma radical de los universos que lo precedieron, a veces sólo algunas décadas.
Es que, ahora, el tejido mismo del espacio y el tiempo sufren desgarraduras de difícil curación. En su momento, imponer al espacio jerarquizado y aburrido del cosmos aristotélico la transparencia euclideana fue uno de los más preciados triunfos de la razón pura. Torcer ese espacio --como lo hizo Einstein--, obligándolo a cerrarse sobre sí mismo y a obedecer a la presencia de la materia, calmó en cierta medida la ansiedad del infinito newtoniano y permitió que tuviera vigencia por un corto lapso la idea de un universo hogareño. Aceptar que ese espaciotiempo se expandía, desafiaba la intuición pero salvaba la geometría. Calcular que alguna vez todas las galaxias estuvieron comprimidas en el volumen de un protón --y que eventualmente podrían volver a estarlo-- introduce un terror más puro y legítimo que el terror cósmico y un vértigo más agudo que el que producen los miles de millones de años luz: ese minúsculo concentrado de materia inicial es apenas un temblor, una agitación en el borde de la nada, que adquiere consistencia --o por lo menos presencia física--. Porque no sólo el universo, también el espacio y el tiempo, esas intuiciones soberanas que de alguna manera definen nuestro lugar fuera de la nada, nacen en el alucinante momento del Big Bang. Pero ni siquiera aparecen como ese espacio terso y continuo en el que hasta entonces creímos vivir. Hay barreras espacio-temporales, como las que marcan el borde de los agujeros negros, regiones donde la gravitación es tan intensa que ni la luz --y por lo tanto ninguna otra cosa-- puede escapar de ellas.
Y en el interior de los agujeros negros podría haber singularidades espaciotemporales, puntos donde termina la física, por lo menos tal como la conocemos hasta ahora. Lo que atraviesa el denominado horizonte de sucesos de un agujero negro no regresa jamás, lo que alcanza una singularidad deja de ser. Las singularidades --si es que existen-- son grietas del espaciotiempo; no tiene sentido preguntar adónde llevan, ya que el espacio mismo termina donde ellas están.
Inquieto, intranquilo, violento e inseguro, el universo de fines del siglo veinte tiene un rasgo que lo diferencia en forma radical de los universos que lo precedieron, a veces sólo algunas décadas. Es que, ahora, el tejido mismo del espacio y el tiempo sufren desgarraduras de difícil curación.
Pero las singularidades no son los únicos objetos de inquietante presencia y reciente aparición teórica en los modelos cosmológicos, que hacen palidecer a las estrellas de neutrones, los quásares y hasta a los mismos agujeros negros. Ultimamente se ha especulado con la existencia de cordones cósmicos, delgadísimos tubos de vacío altamente energético que forman rulos o se extienden hasta el infinito, que son fuente de ondas gravitacionales y que jugaron --parece-- un importante papel en las irregularidades que, en el tempranísimo y caliente universo, permitieron la posterior formación de galaxias. Se ha especulado con universos de once dimensiones que colapsaron para dejar incólumes a las tres que hoy nos sostienen. Se ha considerado la posibilidad de que hayan existido universos sin fin, unos dentro de otros, o con ciclos entre un Big Bang y el siguiente, que no registrarían traza alguna de la etapa anterior. Cada paso adelante de la cosmología parece un nuevo desafío a la intuición, un nuevo territorio ganado a lo impensable. En el largo camino, y en la multitud de universos recorridos desde los tiempos precientíficos, hubo que acostumbrarse a que el hombre no era un objetivo, sino apenas un accidente, pero ahora hay que ceder a la vivencia de que el universo mismo, que para nosotros constituye el todo, es apenas una alteración, una pequeña ondulación de la nada.
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