En 1965 dos científicos de los laboratorios Bell detectaron una
radiación de tres grados Kelvin (es decir, tres grados sobre el cero
absoluto o 270 grados bajo cero) que llegaba uniformemente y con
igual intensidad desde todas las direcciones del cielo. Esta
radiación de fondo consolidó la teoría que, desde el
descubrimiento de la expansión del Universo, fue imponiéndose entre
los cosmólogos: el Universo había empezado con la explosión de
algo muy pequeño y caliente. La radiación de fondo era el resto
fósil, el eco de esa gran explosión -el Big Bang- con la que, hace
quince mil millones de años, todo empezó a existir.
Pero aunque el momento preciso del Big Bang, el "tiempo cero",
se escurre todavía de las manos de físicos y astrónomos, la actual
teoría cosmológica ha llegado bastante cerca, hasta el momento en
que el Universo tenía sólo un billonésimo de trillonésimo de
trillonésimo de segundo de edad. Era entonces más pequeño que un
núcleo atómico, tenía una temperatura de un trillón de trillón
de grados, y la gravitación -si es que las teorías de unificación
están en lo cierto- acababa de separarse de una fuerza única que
habría reinado hasta ese instante. La hazaña no es pequeña, y
tampoco lo es haber descrito con bastante coherencia lo que ocurrió
desde entonces hasta hoy, mientras el Universo se expandía y
enfriaba. La fuerza nuclear fuerte fue la segunda en separarse, y
acto seguido el Universo emprende una etapa de expansión
ultrarrápida -conocida como "etapa inflacionaria"-, de la
cual emerge con el tamaño de una naranja, y como una sopa de quarks,
leptones, fotones y sus respectivas antipartículas, nacidas durante
la fase de expansión acelerada. Ahora es el turno de la fuerza
electromagnética, que se separa de la interacción débil, con lo
cual las cuatro fuerzas de la naturaleza han adquirido su identidad.
Partículas y antipartículas se aniquilan en gran escala
transformándose en luz; un minúsculo predominio de las primeras
sobre las segundas garantiza el triunfo de la materia sobre la
antimateria. Los quarks se unen formando protones y neutrones, el
Universo alcanza el tamaño de una pelota de fútbol, y todavía no
tiene un segundo de edad. Es tan denso que la luz no puede
atravesarlo a través de la maraña de electrones y partículas que
lo llenan y lo tornan opaco. Cuando el reloj indica que han pasado ya
tres minutos desde el origen, este universo-bebé, que ya se ha
enfriado hasta el millón de grados, emprende una infancia de cien
mil años, durante la cual se forman los primeros núcleos de helio y
se genera la radiación de fondo. Los átomos deberán esperar aún a
que la temperatura baje lo suficiente como para que los núcleos
puedan captar y retener electrones. La luz empieza a encontrar el
paso libre, y en adelante el cosmos será transparente y oscuro. Y
ahora, sólo es cuestión de esperar.
Apenas cien millones de años más tarde, todo está bañado en un
gas difuso de átomos de hidrógeno y helio; aquí y allá el gas se
condensa en grandes nubes bajo la acción gravitatoria: son las
protagonistas, en cuyo interior, y llegado el momento, se encenderán
las primeras y primitivas estrellas.
El resto es historia conocida, casi chismografía del barrio estelar.
En una galaxia cualquiera, hace cinco mil millones de años, una
estrella -de segunda o tercera generación- empezó a brillar. A su
alrededor se aglutinaron cuerpos opacos. En el tercero de ellos, se
formaron complejas moléculas, capaces de autorreplicarse y rematar,
muchos millones de años más tarde, en criaturas curiosas que
llamaron a la estrella, Sol, a la galaxia, Vía Láctea, y que con
muy modestos recursos lograron retroceder en el tiempo y remontar la
historia de un universo que ya tenía miles de millones de años luz
de extensión hasta aproximarse, casi, casi, al instante mismo del
origen, al que llamaron Big Bang.
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