miércoles, 3 de febrero de 2010

La Dama de la Torre - Capítulo 8


Todo se extiende, se dilata, se prolonga como la tierra -el barro- que luego de la costa da lugar al río y bajo sus aguas se sumerge en busca de lo infinito, la nada. La Facultad de Ciencias Exactas, la costa, el río, todo lo mismo, una continuidad infinita que termina allí donde espera la muerte. O no, o se prolonga hacia la ficción, la otra vuelta del imaginario: los fantasmas, los espectros que acechan a Lady Chevesley, esas figuras que se detienen en los umbrales entre la extensión de lo real y la nada de la imaginación. La unión perfecta entre la vida, lo finito, la ficción, lo eterno e imposible.

CAPITULO 8

Cruzó dormitorios y mazmorras como una exhalación, ignorando las ráfagas que barrían los patios múltiples. Atravesó los pesados pórticos que engrosaban la entrada de la capilla minúscula como un recoveco de la piedra. Subió escaleras ya redondeadas, vió dibujarse en la oscuridad la imagen de madera de un santo, escuchó el chasquido con que se apagaban los pábilos inciertos de los corredores, se refugió del agua bajo la galería cubierta del señor de Mc-Dowell, y creyó entrever la imagen del Thane de Cawdor, que dos o tres veces por siglo se colaba en espíritu por los pasadizos. Buscó una cámara recóndita donde ocultarse, el lugar más extremo, si fuera posible, del mundo.

El frío, el viento y la tormenta pertinaz barrían las dilatadas llanuras de Escocia, descargando su furia espectral sobre el promontorio marítimo donde el castillo, -otrora sede de cortes adorables- había sido implantado. Toda esa masa sombría era conocida como la Plataforma de Elsinore: un conjunto unánime de rocas y de piedra que se alzaba varios cientos de metros por encima del mar. Una fortaleza afiladísima, en cuya parte más alta se elevaba, con sus casi doce pisos de altura, la Torre, que más que desafiar, parecía que pinchaba la tormenta. Era un lugar adecuado para lo sobrenatural, que, sin embargo, raras veces se manifestaba, y siempre en intervenciones tan breves que bien podían ignorarse. Pero era el volumen lo que impresionaba. La mole inmensa parecía salirse de sus cimientos, estar a cada instante a punto de caer del promontorio al mar. Había sido construida en una época en la que la yuxtaposición era admirada como el supremo valor arquitectónico: no importaba la forma sino la masa total.

Por otra parte,y de acuerdo con los rigores del género que le había tocado en suerte, Lady Chevesley, la Dama de la Torre, sabía que estaba sola en medio del amontonamiento de piedra. ¿Sería seguro su escondrijo? ¿Bastaría para ocultarla del cruel Sir Anthony Parsons?  Sobre el tocador, Lady Chevesley guardaba una navaja, abierta como un abanico andaluz : el recurso supremo para el instante supremo.

¿Pero sería capaz ? ¿Tendría el valor para hacerlo? En realidad, no. Sir Anthony Parsons la acosaba con un odio medieval, directo y sin escrúpulos, pero Lady Chevesley no podía escapar a la cantaleta romántica según la cual el objeto del odio es el sujeto del deseo. ¿Y entonces ? ¿Lo amaría ella ? La vergüenza no la dejaba respirar. ¿Podría ser sólo el efecto del silencio, como si la falta total de sonido en el castillo erosionara la realidad? ¿Cuál era la cadena de acontecimientos que la habían llevado hasta donde estaba? Si  se lo pensaba, eran acontecimientos fortuitos y altamente improbables. Y sin embargo, eran fatales, puesto que habían ocurrido.

Y de pronto, los golpes. Los golpes en la puerta, que antes confundió con la tormenta, crecían como una inmensidad que se nos viene encima.

Pero que no me arranca de mi trama: el anticuario era un hombre dinámico, de alrededor de treinta años. Ya se ha terminado la época en que los vendedores se mimetizan con los objetos que venden. La tienda, sin embargo, no era gran cosa: sólo había antigüedades locales, carentes de sentido dinástico, que poblaban los estantes y casi todos los lugares del suelo: el cenicero que perteneció a Rosas, la estilográfica de Lavalle, la pluma de ganso de San Martín, el budoir de Marguerite Duras, amante de prosapia de Dorrego, pañuelos del Centenario, chucherías taiwanesas del tiempo de la plata dulce, juegos de vajilla de familias pudientes, auténtica y cuarteada porcelana nacional.  Todo  aquello  configuraba  un  perfumado  revoltijo, y estar contemplándolo parecía un privilegio.

En un rincón, dos o tres computadoras de modelos obsoletos esperaban con paciencia su turno. La técnica avanza rápido, se devora a sí misma en un acto de antropofagia genial. Es un esquema estereotipado por los siglos. La sonrisa del vendedor también parecía estereotipada por los siglos.

-Estoy buscando una máquina - dije -, aunque no sé si será este el lugar apropiado.

Rápido como un áspid el vendedor corrió un telón que separaba la trastienda: allí había máquinas de todas las formas y tamaños: aparatos para escribir,para lavar, lustradoras.

- ¿Qué máquina busca el señor?

- Una electrodisipadora.

El anticuario palideció repentinamente, luego se sonrojó. Enseguida volvió a palidecer.

-No tenemos -articuló al fin .

-Sin embargo hace poco le vendieron una al embajador inglés.

-Nosotros no tenemos prejuicios, señor -dijo el tipejo- imagínese que trabajamos principalmente con turistas que buscan antigüedades de color local. No podemos andarnos con problemas de nacionalidad o de títulos -abrió el cajoncito minucioso de un secreter, sacó una escarapela y se la puso en un ojal de tweed, donde ya brillaba un clavel rojo.

 -No estoy cuestionando sus convicciones patrióticas. Simplemente, quisiera saber cómo la obtuvieron.

- Ah -dijo el anticuario- es sólo eso. Ocurre que últimamente hay una oferta ampliada de maquinaria fúnebre. Aunque, dicho sea entre nosotros, me parecen máquinas poco aptas para la decoración. Son pesadas y antiestéticas. Yo prefiero los jarrones del centenario, o aún los recuerdos puramente históricos. ¿No le interesa un frasquito con tierra de la batalla de Caseros?

-¿De dónde la obtuvieron?

-Del mismo lugar de la batalla. Un soldado que huía se la entregó a un buhonero de Nueve de Julio, que por ese entonces era sólo un fortín. El resto es simple inducción.

-Me refería a la electrodispadora -dije. El tipo empezaba a hartarme.  Era relamido, obsequioso, abyecto.

-Nuestro proveedor habitual -dijo el anticuario- todas las cosas provienen siempre del mismo sitio.

- ¿Y quién es? Necesitaría ubicarlo.

-Ah, no.De ninguna manera. Me es imposible ponerlo en contacto con él. Imagínese que se trata ni más ni menos que del Vicedecano de Anticuarios.


-Me es imprescindible verlo. Voy a recurrir a la policía si hace falta -dije -, ¿quiere usted darme su dirección? ¿Y el nombre?

El anticuario joven se defendía aún. -Es un lugar impreciso, entre la Boca y la Paternal. Es muy difícil decirle... imagínese que nosotros no vamos a él, sino que él viene a nosotros. Es lo antiguo lo que acude a lo moderno y no al revés, como piensa todo el mundo - pero ya se notaban los síntomas de la indecisión: en la cara empezaban a formarse arrugas, la piel se apergaminó, amenazando con convertirlo en un anticuario de los de antes.  Las manos se agarrotaron y luego cayeron, presas del mal de Parkinsons. Después de luchar un rato con el sentido del deber, extrajo una tarjeta del bolsillo.

-Por favor, no debe decirle que lo envío yo - suplicó el joven anticuario, arrodillándose delante mío y esbozando un sollozo -Por favor, no le diga que lo envío yo. No hay nada que moleste más a Jauretche Saint-Simon. Por eso le suplico que no le diga que lo envío yo. El es el vicedecano, y como tal...

Lo dejé plantado en medio de la frase y me fuí. Allí se quedó el anticuario joven, enterrado entre las tierras de la batalla de Caseros. San Telmo hervía de antigüedades, de negocios de farmacopea natural, de hierbajos que hubieran hecho las delicias del Director del Departamento de Matemáticas. Caminé entre las viejas casas de corte y peineta, los malvones raquíticos, los rosados estentóreos que decoran las fachadas, los aljibes hediondos, cubiertos por planchas de acero, débiles, falsificadas por una siderurgia tambaleante, en un mundo donde sólo el pasado goza de la etérea cualidad de la solidez. ¿Dónde encontrare a Jauretche Saint-Simon, el Vicedecano de Anticuarios? ¿Y los golpes? [pero ¿qué son esos golpes?]

Los golpes se hicieron más fuertes. Se corrió hacia el extremo de la cámara recondita, y allí se acurrucó, plegándose sobre sí misma.  ¿Alguien se acercaba? Alguien se acercaba. La puerta no tardaría en ceder, ya que databa de una época de carpintería tambaleante, cuando el metal se arrancaba de los goznes y las puertas para sostener la rebelión de los clanes y el estrépito de la guerra feudal. Sin embargo, la madera sonaba metálicamente. ¿Quién, quién la acechaba?  El mar no podía ser. El viento tampoco. La naturaleza no tenía ese estilo. ¿Sir Anthony Parsons? ¿Sir Elliot Wecesley, su mortal enemigo?  Ambos eran idénticamente crueles. En realidad, podía haberse tratado de la misma persona. ¿Por qué no se devoraran entre ellos?, se pregunta la Dama de la Torre. Finalmente, el crepitar de las astillas indica que la puerta cede. ¿Y este castillo tendrá aptitudes para esconderla? ¿Será capaz de desorientar al perseguidor, o es puro volumen, espacio lineal, donde todo queda inmediatamente a la vista?  Acaso ese dédalo de galerías no conduce precisamente a los lugares ocultos? Y recién entonces Lady Chevesley comprende, de golpe, toda la falacia de su situación: al refugiarse en un lugar terminal, único, ha delimitado precisamente el sitio de su escondrijo. La Dama de la Torre se acurruca, abrazando sus rodillas. Es lo único tibio, lo único familiar que le queda. Quedamente, solloza. La cámara, que la tenía enfocada permanentemente en primer plano, retrocede. La escena se disuelve de a poco, los colores se mezclan en un sepia neutro que asegura el fluir de la novela.

1 comentarios:

Carlos dijo...

Temo mucho por la Dama. Quiera el destino que no se convierta en lógica y no le pase nada. Recuerde el autor que vivimos en el mejor de los mundos posibles y actúe en consecuencia.