miércoles, 14 de abril de 2010

La Dama de la Torre: capítulo 18


Circula por la ciudad el rumor de que el Papa vendrá a bendecir los cuerpos sin vida y sin ataúd. Los obreros siguen de huelga, las electrodisipadoras, perdidas; los lógicos siguen muriendo... Y Lady Chevesley no se encuentra a ella misma. ¿Dónde está realmente la Dama de la Torre? ¿A qué mundo pertenece?


CAPITULO 18

El Comisario Inspector se alejó rumbo a la tenebrosa zona del Departamento de Policía. Enfrente, la plaza Francia se curvaba graciosamente hacia Libertador, rodeando el cementerio, casi abrazándolo.

Por las grandes puertas, entraban cortejos fúnebres enredados. Es una tensa mescolanza de carromatos y parientes. Seres odiosos, odiados, familias enemistadas desde siempre, se obligaban a contemplar sus sesudos cadáveres en contacto carnal, antes de entrar en las fosas, hornos o nichos que la venalidad de la burocracia les ha designado. Los empleados del cementerio se han convertido, a los ojos de la opinión pública en los nuevos dictadores de la moda y la moral, en los detentadores del poder más conspicuo a que pudiera aspirarse, en médiums de fantasía que reunen en sus míseros cargos los únicos contactos con el más allá, no mediatizados ahora por la segura protección del cajón, por el adorno de las manijas de bronce, que los deudos de importancia toman con actitud circunspecta cuando el maestro de ceremonias así lo indica.

Quién aferrará los alambres que sostienen el cadáver de Ana María Rant,cuyo lógico cortejo atraviesa ahora las grandes puertas, solemnemente elevadas para dar curso a oligárquicos entierros, para armar bóvedas exclusivas de próceres y familias de próceres, semillero mortuorio de gestas liberadoras, opresoras, en todo caso heroicas o simbólicas? Los lógicos compungidos, y aterrados se amontonan multitudinariamente en torno a la camioneta fúnebre de un azul metálico. Han elegido ese color en homenaje al Peugeot azul, que según todas las versiones asequibles, que, señalado por todos los dedos, fue el vehículo del crimen. Lo fue realmente? O acaso ese crimen no fue sino un simple subproducto de la realidad, una consecuencia tan inevitable del devenir, como la lluvia lo es de la presencia de un anticiclón o de inextricables manipulaciones meteorológicas en los antros del poder mundial? Quién se atreverá a señalar un culpable tratándose de un crimen que parece surgir de las entrañas mismas de la sociedad que reniega de su propia lógica, que renuncia a la coherencia ante la imposibilidad de contener a los objetos dentro de sus formas preestablecidas? Cómo no suponer que se desatarán los crímenes apenas la forma de un cadáver, que deriva de la Idea, inmarcesible, inmortal, idéntica a sí misma y no obstante cambiante, de cadáver, deje de ajustarse a la geometría, a la estrechez del rectángulo, ligeramente curvado, lustroso, a veces casi esférico, que le estaba señalado por la cultura y los siglos de experimentos funerales que nos precedieron? Es que acaso podía esperarse otra cosa? La lógica joven a quien distingo moviéndose vivazmente entre los adustos personajes del cortejo, parece pensar que sí. Lleva todavía consigo la bandeja de café que le sirviera de arma piadosa, filosófica, durante el largo velorio que acaba de pasar. Sobre la bandeja aún se balancean dos tazas. Un líquido oscuro con la consistencia de la melaza, que se bambolea hacia los bordes de la taza y luego vuelve a encontrar su justo equilibrio, pero tan solo para aguardar un nuevo cimbronazo que lo hará moverse, en una recurrencia perpetua, y por lo tanto segura. Finalmente, el cementerio se los engulle a todos.

Trato de imaginarme la ceremonia que se desarrolla entre bóvedas. Guiado por ciertos prejuicios sobre el librepensamiento de quienes tienen en sus manos la clave de la razón supongo que se ha renunciado a cualquier oficio religioso. Pero algo harán. Tal vez basten unas palabras del embajador inglés, siempre breve, y luego una invocación a Russell y Frege, a Kant e inevitablemente a Platón, estableciendo líneas de continuidad con la antigüedad clásica, tan necesarias en este momento. Qué diría Lady Chevesley de todo esto? Y Sir Anthony Parsons?. Y Guillaume de la Tour? Acaso el aventurero Leontino Melazzi no se sentiría atraído, locamente enamorado, como yo, por las delicadas formas de la lógica joven, que bandeja de café en ristre escucha las palabras de alabanza que desparraman, con todo rigor, los oradores, que invocan ya a la ética, ya a la dialéctica, ya a la antropología cultural, que ruegan en suma, que no les toque a ellos? Los cipreses que bordean las avenidas del cementerio, recalcan la tontería, la tortuosa trivialidad de todo aquello. Acaso no son más permanentes que los huesos? Acaso no sabemos que, tarde o temprano, los cuerpos depositados sin cajón en bóvedas muy poco aireadas deberán marchar alegremente por el caminito enternecedor del osario común? Yo mismo, sin embargo, me he dejado llevar por la irresistible teatralidad de la situación. El placer de sentirme el personaje de una representación, con su papel asignado de antemano, el deleite de lo previsible no ha dejado de marcarme, como los graciosos movimientos de la lógica joven, que actúan como un acicate de mi soledad, que en este escenario también resulta teatral, falsificada, pero no por eso menos verosímil. Ya se están cumpliendo los plazos previstos de la ceremonia. Por medio de poleas, trabas, alicates, socavantes y toda una serie de temibles aparatos, el cuerpo desciende a las entrañas de la bóveda, donde se apilan envidiables cajones, testimonio de épocas más felices, más libres, que permitían convivir a las familias muertas en lo que ahora parece un festival de la madera.

Las puertas de la bóveda se cierran con un rechinar áspero. El cortejo, temerosamente, se separa en pequeños globitos de gente que se dispersa y mira alrededor extrañada, como si el cementerio fuera un territorio raro y hostil, como si nada de esto les estuviera reservado. Rondo el círculo -que por tratarse de quien se trata es un círculo áureo donde la lógica joven desgasta sus últimas reservas de café. Los concurrentes beben con avidez. Ella deposita la bandeja sobre una lápida y allí la deja olvidada, como si se tratara de un fósil o de una calavera que advirtiera de algo a los paseantes. Y ya se van, porque llegan nuevos entierros y es necesario abrirles paso, hace falta dejar el lugar para que nuevos cadáveres desciendan a sus fosas iluminadas de cemento, o de piedra, construídas para dar una fugaz sensación de inmortalidad. Sabrá la verdad, la lógica joven? La sabrá Lady Chevesley? La comprenderá Guillaume de la Tour? Y Sir Anthony Parsons? Habrá logrado un acuerdo con el sindicato combativo? Habrá dado algún paso hacia el orden en nuestra convulsionada sociedad? Estaremos más cerca de poder encerrar nuestras formas muertas en cajones llenos de vitalidad y de apariencia aristocrática?

La lógica joven se resiste a dejar el cementerio. Teme, y con razón, fuera del cementerio, morir. Se queda un momento pensativa, apoyada en las columnas de un panteón. En qué piensa? Y en qué piensa también Lady Chevesley? Acaso se asombra de que, para los lógicos el cementerio sea el único lugar seguro? La lógica joven vacila, al borde de esa línea invisible que separa el cementerio de la ciudad y que una vez cruzada, establece un límite definitivo. Como yo estoy libre de prejuicios, como a mí no me amenaza el mísero puñal que pende sobre ella, y como mi objetivo por qué negarlo? es la lógica joven, tomo esa duda, esa ambigüedad como una insinuación. No hubiera actuado de esta forma el caballero Guillaume de la Tour? Acaso Sir Anthony Parsons hubiera dejado germinar en su cuerpo la sombra de una vacilación? Y Leontino Melazzi ? Hubiera dudado en encender una pira fabulosa, incinerando en ella a los vivos y a los muertos, para ofrecer a la lógica joven la posibilidad de un rescoldo, el consuelo de una palabra suya en un leve espasmo de contacto? En este momento entra al cementerio el cortejo de una religión oriental : los seis cadáveres que se exhiben en el techo de las camionetas han sido enyesados de pies a cabeza, de tal modo que oscilan, pareciendo a veces momias del antiguo Egipto, y otras veces víctimas aún vivas de un desafortunado accidente de tránsito, cuerpos simplemente descoyuntados, separados en partes vivas, pero con el sustento orgánico que produce una biología completa, en trance de recuperación. Un grupo de cornejas, hábiles y firmes como siempre, desciende de las altas arboledas para picotear los yesos, confundiéndolos, seguramente, con campos de arroz. Gorriones, sinsontes y cintillos, pían evocando aquel cintillo solitario que se balanceaba sobre los sicomoros de la embajada de Inglaterra. La lógica joven, sensible a todo ese espectáculo ornitológico, al esplendor de aves que despliega la plaza Francia, ha cedido a mi contacto, que la guía hacia uno de los bares que la bordean, precisamente al mismo que he ocupado con el Comisario Inspector. Allí, se deja caer sobre una silla, profundamente cansada, pero intuyendo la protección que emana de mí, en mi carácter de edecán de la Policía, custodio de cadáveres, investigador de inacabados crímenes. Y yo, delicadamente, empiezo a hablarle. A establecer lazos de confianza, empiezo a disipar temores, a fabricar fantasías, a reunir dulcemente las vocales en haces armónicos.

Y compruebo con deleite que ella se deja arrastrar por el halo de la narración,y el fluír de la novela.Olvida el temor y la inseguridad que la rondan, la lógica, que parece abandonarla, y hasta la juventud, que en ella se ha convertido en una peligrosa tentación. En suma, que empieza a amarme. Se entrega dulcemente a la pausada caricia del lenguaje, al melodioso golpeteo de las palabras esdrújulas: lámpara, sífilis, hermenéutica, mácula, clítoris, antiespasmódico. Aún se siente extraña, insegura, pero empieza a ser feliz. Y Lady Chevesley? Se siente segura Lady Chevesley? El niño ha terminado de asarse, el olor de la carne quemada invade el paisaje idílico y la predispone al vómito.

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