miércoles, 21 de abril de 2010

La Dama de la Torre: capítulo 19


Enamorado de la lógica joven, nuestro narrador se desentiende de la criminalidad que ronda la ciudad, la muerte que no da respiro, los ataúdes que faltan para el ritual occidental, y disfruta del amor que da y le es dado. La Dama de la Torre asiste a un banquete demencial, por un lado el ingenio de los comensales, por el otro, el grotesco banquete. La acción parece detenerese, flotar, marchar en velocidad crucero... hacia algún lugar.


CAPITULO 19

La lógica joven se me escurre de los dedos, camina por la casa a pequeños y cómicos saltos, cubierta apenas por una toalla que, sin embargo, aferra con frenesí, como si esto fuera una película, y ella debiera ocultarse a los ojos ávidos y exigentes del público. Parece la versión de algo decididamente realista que se desplaza por mi departamento despertando sombras, derramando libros que caen de los estantes con la contundencia de teoremas. Lámparas vacilantes por la falta de uso iluminan su marcha, que no es azarosa sino esférica, puesto que se aleja y vuelve, como si temiera abandonar el círculo mágico de mi protección. Adopta diferentes poses : de pronto se yergue como una estatua, poniendo todos los músculos en tensión, y otras veces parece una gimnasta nórdica, distribuyendo por sus tendones y líneas de fuerza una calma no exenta de poder. O se tuerce en forma oriental, sugiriendo la inmortalidad, la permanencia. Y en todos los casos, agita los brazos como aspas.

Yo, en cambio, estoy desnudo, cubierto apenas por la yedra fresquísima de las sábanas, deslizando mis omóplatos rígidos en un sinuoso movimiento de vaivén, permitiendo que mis ojos se desplacen, como en los momentos de sueño profundo, en forma rápida y circular, captando el ritmo musical de la lógica joven, que he traído directamente desde el cementerio a casa.

Una muchachita neurótica y fina, a la que amo con locura, encrespada por el peligro que corren todos aquellos que optaron por semejante profesión.

Sólo comparable al que corre Lady Chevesley, que en este momento pende frente al abismo de lo posible. Leontino Melazzi ha trinchado al niño, tiernamente lo ha despellejado, y ha partido esa carne infantil en deliciosas lonjas que ahora mudos sirvientes colocan en fuentes de plata ante los ojos embobados de los comensales.

Leontino Melazzi ocupa la cabecera, y a su lado se ubican Fiorello Atrizzi, a la izquierda, y a la derecha Benvenuto D'Ansei, que ha asestado los primeros golpes a la física del ímpetus que se enseña en la escuela de París.

Entre los tres, han conseguido crear un clima órfico, predispuesto al llanto, pero súbitamente permeable a la carcajada feliz. Ellos aman la risa en terribles condiciones. Son sonidos renacentistas que profanan los oídos de la Dama de la Torre, que ya evoca al cruel, despótico Sir Anthony Parsons, ya al excesivamente lírico y desorganizado Guillaume de la Tour. Pero Sir Anthony Parsons no podrá rescatarla de Leontino Melazzi, como no pudo, en su momento, salvarla de Guillaume de la Tour. Y es que, en realidad, Sir Antony Parsons, era muy poca cosa : arremetía, y podía parecer temible, pero en los momentos clave, siempre se quedaba dormido. Sin embargo, Lady Chevesley piensa en él, ahora, como en el regente de una tierra de promisión.

Una mano se posa repetidamente en mis hombros y acaricia esa curva excitante y deliciosa de los huesos : la lógica joven sonríe señalando el teléfono, que suena sin que yo haya logrado oírlo, separarlo de la melopea que se esta desarrollando ante mis ojos. Le indico que alce el tubo y me lo entregue, le dirijo un breve adiós a la Dama de la Torre, la abandono en su postura de horror, dejo que las palabras de latrocinio se hielen en su boca, que permanecerá rígida, en una mueca, apresurada y -es preciso reconocerlo algo ridícula, permito que la elocución de su espanto, que la contenida explosión de su agresividad ceda por un momento a las exigencias, mucho más urgentes, del inmovilismo, y del género policial. Por eso, mientras la lógica joven adquiere contornos transparentes, inmóviles, casi translúcidos, como el jugo de beleño, como un veneno exquisito e inevitable, se deslizan en mi oído las notas ásperas de nuestro drama.

- Qué tal?- dijo el Comisario Inspector- La está pasando bien?

- Algo de eso- sugerí- Novedades?

- Algunas. Puede estar dentro de media hora en el Departamento de Policía para una importante reunión?

- Otra reunión?

-Las reuniones articulan a la familia humana -dijo el Comisario Inspector -. Son el biberón de los funcionarios y el jugo adelgazante de los tecnócratas. Por que la Policía iba a escapar a la regla?

-Las reuniones son sólo exteriorizaciones del abismo de la incomunicación -protesté -Son una especie de tete a tete con la nada.

-Justamente. Sólo la Nada articula a la familia humana, y más ahora, que la gente baja a las fosas tal como vino al mundo. Lo espero ansiosamente.

-Está bien -dije- Ya voy. Cómo haré para separarme de la lógica joven? Cómo haré para estar sin ella? La llevaré conmigo? La llevaré conmigo.

-Ah -dijo entonces el Comisario Inspector- Y le rogaría que viniera solo.

- Por qué?

Hizo un ruidito misterioso en el teléfono, que bien podía pasar por una respuesta, pero que sonaba como una orden perentoria. Me resigné.

La lógica joven me miraba embobada. Temblaba de amor, como una muchachita del siglo diecinueve. Quise dirigirle una mirada dura, pero la mirada se derritió antes de llegar hasta ella.

-Tengo una reunión en el Departamento de Policía -le dije- y tengo que ir solo. Pero no creo que dure demasiado. Me esperarás? Me esperarás aquí?

Ella asintió, con lágrimas. Yo también lloré. Y es que toda separación, por corta que sea, es un poco definitiva. Esos minutos de alejamiento, no los recuperaríamos jamás. Transfigurados por el amor, lo comprendíamos como una verdad rotunda, pero nos resignábamos. Por qué lo hacíamos? Por qué ?

Empecé a vestirme, lentamente. Lentamente, también, y en forma disimulada, Lady Chevesley se aleja de la mesa del banquete. Se esconde entre unos arbustos. Detrás suyo, la campiña orquesta un muestrario del renacimiento italiano. Venus semidesnudas y tiernísimas, surgen repentinamente en los bosques y frescos canales construídos según los planos que un artista genial, al servicio de Ludovico el Moro, diseñó para la corte de Milán. Caminos límpidos atraviesan los plantíos. Avecicas negras, sinsontes y cintillos, picotean el grano, y el horizonte de las tierras de labranza se curva, adaptándose a las exigencias del paisaje. Sin sentirlo, dulcemente, su cabeza recostada sobre una mata de espinillo, Lady Chevesley se queda dormida.    

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1 comentarios:

Carlos dijo...

Espero que tengas una lógica joven de repuesto. Ojo con la Lady Chevesley, que no es de confiar, y con el embajador inglés, cuyo principal objetivo es vendernos electrodisipadoras.