lunes, 4 de enero de 2010

El cerebro mágico: por qué Albert Einstein inventó el siglo XX

A fines del siglo XIX, Occidente en general se aproximaba lenta pero firmemente a una seria crisis política y cultural: la paz armada y la competencia capitalista entre las potencias europeas desembocarían en la guerra del ‘14 y el ascenso del socialismo y el movimiento obrero en las revoluciones rusas; la pintura se desprendía de la forma, enfilaba hacia el cubismo y, más allá, la abstracción; la música ensayaba disonancias; la literatura iniciaba el camino que la apartaría del naturalismo y desembocaría en el fluir de la conciencia de Proust, Woolf y Joyce; y las matemáticas sufrían los rigores de la teoría de conjuntos, que sacudirían la filosofía y que rematarían en el positivismo lógico.

La física, que en el siglo XIX se jactaba de poder explicar todo lo existente, por su parte, estaba en un brete bastante serio. La triunfal teoría electromagnética de James Clark Maxwell había resucitado los viejos fantasmas del movimiento y el reposo absolutos, que Newton y su mecánica habían desterrado dos siglos atrás. La visión novecentista del mundo había llenado al universo vacío de Newton con éter, una dudosa y repugnante sustancia aristotélica, donde vibraban las ondas electromagnéticas, y que se encontraba en “reposo absoluto” en todo el universo.

Si el éter se encontraba en reposo absoluto, al moverse a través de este éter dormido, la Tierra recibiría una corriente –un viento de éter en contra– de la misma manera que un avión recibe una corriente de aire en sentido contrario a su movimiento. Y este viento de éter –sostenía la teoría– tendría que ser capaz de retrasar un rayo de luz. En 1881 y 1889, los físicos norteamericanos Michelson y Morley hicieron el experimento y no detectaron nada: ningún viento de éter, ningún retraso en el rayo de luz, ningún tipo de movimiento absoluto. La situación era, sin duda, grave: la teoría (electromagnética) predecía una cosa (que el rayo de luz se tenía que retrasar) y los experimentos daban un resultado contrario: la luz no se retrasaba un ápice. ¿Y entonces? Y entonces había que buscar una explicación que arreglara esta discrepancia.

Dos físicos, Lorentz y Fitzgerald, cada uno por su cuenta, sugirieron una solución. Era rara, pero era una solución. Imaginaron que, con el movimiento, las distancias y el tiempo se modifican, y aceptando esas extrañas propiedades del tiempo y el espacio, y haciendo los cálculos apropiados, se entiende por qué el experimento de Michelson-Morley no reveló ningún retraso en el rayo de luz. Al moverse la Tierra respecto del éter, las distancias y los tiempos se modifican de tal manera que el rayo llega a la cita con puntualidad y sin registrar retraso alguno. Pero la explicación tenía un punto flojo: ¿por qué se van a contraer los cuerpos con el movimiento? ¡Si no hay ninguna razón para que lo hagan! En realidad, era una solución de compromiso, una transacción ad hoc, que dejaba a salvo el éter, el electromagnetismo, el rayo de luz que no se retrasaba y la predicción de que se retrasaba. Arreglaba las cosas, pero al costo de un dolor de cabeza. Por primera vez se habían tocado el espacio y el tiempo, esos dioses que reinaban desde la época de Newton, y que parecían intocables. Era chapucero, pero el daño estaba hecho.

Pequeños milagros

No era el único frente de tormenta: hacia fines del siglo XIX, se había profundizado la investigación en el terreno del átomo; primero los rayos X y luego la radiactividad ofrecían avalanchas de datos sin una teoría comprensiva. En el año 1900, Max Plank había propuesto una explicación delfenómeno de la radiación del cuerpo negro (un problema heredado del siglo XIX) que contenía una hipótesis novedosa y sobre todo herética (cuyos alcances el mismo Plank estaba lejos de imaginar). Plank suponía que la energía era emitida de manera discreta, en paquetes, o cuantos de energía, es decir, rompiendo el baluarte de la continuidad que ostentaba hasta entonces el concepto de energía.

Eso, en 1900. En 1903, un muchacho que creía en el éter, y en la continuidad de la energía, empezó a trabajar como empleado en la oficina de patentes de Berna (Suiza). Tenía a la sazón 24 años y estaba terminando su doctorado en Física. No había sido, hasta el momento, un estudiante especialmente destacado, pero que sin embargo fue, al decir de sus jefes, un buen empleado, que en los intersticios del trabajo se dedicó a reflexionar sobre aquellas cuestiones que preocupaban a los físicos: el éter, el movimiento absoluto, los cuantos de Plank. Así son las cosas.

Y ahí llegó el famoso annus mirabilis (año milagroso) de 1905. Milagroso para la física, para Einstein, para el mundo. Ese año curioso y extraño, mientras en Rusia se producía la primera revolución (que culminaría en 1917 y en la perestroika siete décadas más tarde) y el incidente del acorazado Potemkin, mientras nacían Greta Garbo y Osvaldo Pugliese y se fundaba Las Vegas, Albert Einstein, ascendido ya a perito de primera clase en la oficina de patentes, de 26 años de edad, publicó una seguidilla de cinco trabajos en la revista científica del momento, los Annalen der Physik (valga decir que, por esa época, si un científico quería ser por lo menos respetado debía saber más alemán que inglés). Cada uno de ellos apuntaba a una cuestión importante y la resolvía de una manera sorprendente y cada uno de esos tres trabajos le hubiera garantizado, por sí solo, un premio Nobel de Física.

El primero, en marzo (llamado Sobre un punto de vista heurístico concerniente a la emisión y transformación de la luz) se metía con los cuantos de Plank y lo extendía a la luz: Einstein sostenía que la luz, entonces representada y considerada una onda electromagnética, poseía también una naturaleza corpuscular y se comportaba como una lluvia de partículas (fotones, o cuantos de luz) y que su energía no estaba distribuida sino que se concentraba en paquetes o cuantos discretos, que se localizaban en el espacio y que podían ser absorbidos o generados solamente en paquetes. La teoría explicaba un problema que intrigaba a los físicos: el mecanismo por el cual la luz, al incidir sobre un metal, era capaz de arrancar electrones. Era una explicación del efecto fotoeléctrico, que resistía desde hacía años. Sobre ese trabajo descansa toda la mecánica cuántica y toda la física atómica de la primera mitad del siglo XX, y fue este trabajo el que le valió el Premio Nobel que habría de recibir en 1921 (pese a lo que piensa mucha gente, Einstein no ganó el Nobel por su Teoría de la Relatividad).

En abril, terminó su ya retrasada tesis de doctorado (Una nueva determinación de las dimensiones de la molécula) demostrando que el tamaño de las moléculas en un líquido podía medirse por su viscosidad (es útil recordar que en 1905 aún se discutía sobre la existencia real o meramente ficcional de las moléculas y los átomos).

En mayo, el tercer trabajo (¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido energético?) atacaba uno de los problemas heredados del siglo XIX (el del movimiento browniano) y lo cerraba de una vez por todas, al encontrar una formulación matemática acabada.

Y en el cuarto, ese joven que había creído en el éter –pero que ya no creía más– se metía en el embrollo del movimiento absoluto, el electromagnetismo y sus derivados, el tiempo y las distancias cambiantes de Fitzgerald y Lorentz, y resolvía el problema, proponiendo una visión del mundo radicalmente distinta a la que había reinado hasta entonces. Le había puesto un título en apariencia abstruso: Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, pero en la historia y la ciencia, quedaría con un nombre mucho más sonoro y elocuente: Teoría de la Relatividad.

El quinto trabajo no tuvo importancia, pero se le puede perdonar.


1905, paredón y después

Salvo por un puñado de físicos, la Teoría de la Relatividad no fue aceptada de inmediato. Era demasiado audaz, demasiado imaginativa, rompía demasiado con conceptos bien establecidos, en especial con la sacralidad del tiempo y el espacio, esas intuiciones puras del entendimiento que Newton había elevado al más alto sitial: el espacio inmóvil como marco general y escenario global dentro del cual suceden los fenómenos, y donde una distancia siempre es la misma distancia. Por otro lado, en ese espacio transcurría también un tiempo absoluto, matemático y universal; tanto el espacio como el tiempo eran entidades independientes de los fenómenos y resultaba inconcebibles que las cosas fueran de otra manera. Es ahí donde la Teoría de la Relatividad introduce una ruptura metafísica: según Einstein, el espacio y el tiempo se amalgaman en algo distinto, el “espacio-tiempo”, que depende de los observadores: dos sucesos que son simultáneos para uno de ellos, puede no serlo para el otro, y lo mismo ocurre con las duraciones y longitudes: un segundo no necesariamente dura lo mismo para dos observadores diferentes. El reloj que da la hora para todo el universo ha dejado de existir. Situación que se agudizará en 1915 con la Teoría General de la Relatividad (básicamente una teoría de la gravitación), donde la geometría misma del espacio-tiempo depende de la estructura de los fenómenos, en especial de la distribución de la masa y la energía, capaz de curvar el espacio y hacer que el tiempo transcurra cada vez más despacio.

El lugar del absoluto, a partir de 1905, retrocede una vez más (como lo venía haciendo desde los tiempos de Copérnico) y se refugia en dos recovecos. Uno, la velocidad de la luz, que a diferencia de los segundos y los metros es exactamente la misma para todos los observadores, y segundo, la forma de las leyes de la naturaleza que también tienen exactamente la misma forma para todos los observadores.

Así, la Relatividad de 1905 no tenía correlato experimental posible (ya que los efectos relativistas sólo son medibles a velocidades muy altas), y no pasaba de ser una apuesta teórica (hoy la dilatación temporal ya se ha medido y comprobado experimentalmente en laboratorios y ciclotrones). Curiosamente fue la Teoría de la Relatividad General la que pasó la primera prueba empírica en 1919, cuando durante un eclipse se pudo comprobar que la masa del Sol efectivamente curvaba los rayos de luz (es decir, curvaba las líneas rectas), y que el Sol no era un actor pasivo que actuaba dentro del espacio, sino que intervenía en la estructura del espacio-tiempo.

Pero hay algo más: las dos teorías, la especial y la general, le permitieron a Einstein imaginar un modelo global del universo: en contraposición al cosmos newtoniano infinito y abierto, imaginó un universo finito y cerrado sobre sí mismo. Finalmente, la cosa no resultó ser así, pero fue la primera reformulación a fondo desde la revolución científica del siglo XVII.

Y todo empezó en 1905. Verdaderamente, se trató de un año milagroso. Como un mago, Einstein sacó de la galera al siglo XX.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

permiso qué buena entrada.

susy dijo...

Perdón por mi ignorancia.
¿El espacio-tiempo, influye en la percepción de un acontecimiento, porque es algo inherente al universo, o tiene que ver con lo que cada ser siente y vive en el "momento" de la percepción?
cariños

Ezequiel M. dijo...

Supongo que más bien tiene que ver con la posición, ¿no?

Anónimo dijo...

me parece que tiene más que ver con que el espacio-tiempo vendrían a ser como nuestros lentes, una capacidad (o limitación) a priori de la conciencia. pero que diga el profesor.

Ezequiel M. dijo...

Eso me gusta aún más.
El profesor debería desempatar.

Carlos dijo...

Leonardo se mueve como pez en el agua. Sobre Einstein hay innumerables anécdotas y publicaciones. Va una: Einstein es el inventor, o descubridor, o precursor, de la física cuántica. El término quanta fue acuñado por él. En una carta de recomendación para un cargo universitario se dijo algo así: A pesar de sus dudosas interpretaciones sobre el efecto fotoeléctrico, es un muchacho que promete. Firmado: Planck y otros.

Carlos dijo...

A susy y otros. Hay un libro imperdible, traducido al castellano, antiguo, no lo tengo a mano, titulado Acerca de las teorías especial y general de la relatividad. Matemática a nivel del secundario. Autor: Alberto Einstein.

martinjaramillo dijo...

La famosa observación del eclipse y de la estrella visible al lado y que debía estar en ese instante detrás del sol, no es la prueba reina de que la masa curva el espacio, sino que, en parte, es una simple prueba más de la refracción de la luz al traspasar las diferentes capas de la atmosfera solar, y en parte, es también la prueba de que la luz, también es atraída por la gravedad, porque la luz, aunque no posea masa, si posee una equivalencia en masa proporcional a su energía. Pero, de eso, no se tenía claridad antes de Einstein y su genial fórmula: E=mc2.
Este hecho histórico de la observación de la estrella durante el eclipse es el típico caso del estudio de un hecho real, pero mal interpretado. El fenómeno se podía interpretar de las dos formas: o como evidencia de la curvatura del espacio o como el resultado combinado de: la interacción gravedad-luz de un lado y la refracción de la luz del otro lado. ¿Nunca nadie ha explicado satisfactoriamente, porque en ese caso del eclipse, no es válida ó no opera, la teoría de la refracción?
Pero las conveniencias históricas de ese momento favorecían la tendencia por la primera interpretación. Era más importante tener al genio, y al padre de la bomba atómica, al lado de los aliados.
Es lógico de que a veces los intereses políticos, económicos, religiosos o de cualquier otra índole presionen a los científicos, lo que no es lógico es continuar indefinidamente defendiendo: leyes, paradigmas, personajes, cultos, entre otros, y especialmente cuando ya pasó la angustia del momento.
¡¡ El genio me sabrá perdonar.!!! El mismo lo dijo: Masa y energía son dos presentaciones de la misma cosa.
La gravedad interactúa con las fuerzas electromagnéticas, porque estas tienen su equivalencia en masa y en proporción a su energía. Y esa interacción será la base para unificar muy pronto la teoría cuántica con teoría de la gravedad de Newton debidamente actualizada y corregida con los aportes acertados de Einstein y su teoría de la relatividad, la cual será un buen complemento para la teoría de la gravedad de Newton, pero un mal remplazo. Y así dejaríamos de lado la errónea idea de que la gravedad es una ilusión o que es una fuerza imaginaria o que es un efecto del peralte del espacio plano deformado por la masa. Para que exista el efecto peralte en la trayectoria de un móvil tiene que existir la gravedad, para que la masa deforme o curve algo como el espacio tiene que haber una fuerza como el peso de esa masa y el espacio no podría ser vacio. sino que debe estar constituido por algo, por eso Einstein tiene que proponer una especie de malla elástica que no se ha podido definir, y entonces debe aceptarse de que el éter no existe sino que lo que existe es esa indeterminada estructura tejiendo el espacio y que se describe envolviendo por debajo a los cuerpos materiales con una especie de cono romo o un agujero; y preguntamos si ese cono y ese peralte es igual por todos los lados y también por encima, porque si es así, se anularían los peraltes unos con otros; lo que resulta como contradictorio.
Muy pronto entenderemos que la gravedad es una fuerza tan real, como real es que en el espacio interestelar se entrecruzan e interactúan las fuerzas electromagnéticas que emiten los cuerpos materiales y comprenderemos que todas las formas de energía incluidas las emisiones electromagnéticas tienden a fluir naturalmente desde donde están más densas, más concentradas, hacia donde están menos densas o a fluir hacia donde no hay presencia de energía. Por eso es que la atracción gravitacional no solo se presenta entre la energía-materia conocida sino que también se presenta entre esta y la materia oscura desenergizada.
Los vacios en la teoría de Newton se llenarán con los aciertos de las teorías de Einstein.

Ver artículo completo en: http://nuevateoriasobreeluniverso.blogspot.com/

martinjramilloperez@gmail.com

Carlos dijo...

Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, los seguidores del blog hacemos comentarios breves y, en lo posible, ni proféticos ni disparatados.