Quienes sean capaces de gozar las delicias de Haruki Murakami, en especial Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, cuya lectura debo –y es justo admitirlo– al consejo magnífico de un enemigo mortal, se encontrarán en Kafka en la orilla con la siguiente escena en una biblioteca privada: dos personas, pertenecientes a un organismo encargado de encontrar discriminaciones edilicias antifeministas, critican el hecho de que la biblioteca no tenga baños separados para hombres y mujeres. “Tal como puede observar, contesta Oshima (el encargado de la biblioteca), esta biblioteca es muy pequeña y no tenemos lugar para construir lavabos para hombres y otros separados para mujeres. Probablemente, sería deseable que los hubiera, pero por otra parte hasta ahora ninguna de nuestros usuarias se ha quejado, y si ustedes defienden el uso de lavabos separados por principio (como la mujer había dicho), les sugiero que se dirijan a la compañía Boeing en Seattle y les expongan el tema de los lavabos en los Jumbo. Los Jumbo son mucho más grandes que esta biblioteca y están muchos más llenos de gente y, por lo que sé, a bordo los lavabos son de uso compartido. Y dado que usted piensa en términos de principio, es de lo más pertinente.”
Ante la contundencia de la argumentación, las dos militantes-de-los baños-diferenciados-por-sexo (perdón, género) retrocedieron a una línea de defensa misérrima “no estamos investigando el problema en los medios de transporte” y se fueron. Estos excesos de lo políticamente correcto no dejan de ser divertidos, pero lo cierto es que el argumento es interesante porque fue uno de los que se usaron cuando se quiso impedir que fuera mixto el colegio Montserrat de Córdoba, el Mariano Acosta en Buenos Aires y ¡horror de los horrores! el mismísimo Colegio Nacional de Buenos Aires. Sin embargo, la discriminación y los baños tienen más anécdotas, una larga historia. El argumento fue utilizado en situaciones que dan que pensar: la alemana Emmy Noether (1882-1935) demostró teoremas importantísimos de invariancia necesarios para la teoría de la relatividad, inició el estudio de los grupos noetherianos, y para abreviar, era, en el campo de las matemáticas, una de las figuras más eminentes. Pues bien, en 1915, impulsada por el mismísimo David Hilbert, el matemático más importante del momento, se vio impedida de aspirar a un cargo en Gottinga por el solo hecho de ser mujer. Hermann Weyl, uno de los matemáticos del grupo Bourbaki, recuerda el argumento que usó Hilbert: “No me parece que el sexo del candidato sea un argumento para su admisión como Privatdozent; al fin y al cabo, esto es una universidad y no un establecimiento de baños públicos”, a pesar de lo cual no consiguió su objetivo y recurrió a la argucia de anunciar que las conferencias las daría él y haciéndolas dar luego por Noether.
Tampoco hay que olvidarse en la línea del machismo en la ciencia a la propia Marie Curie (que cuando quiso estudiar física en Polonia le recomendaron un curso de cocina) y luego en Francia, siendo titular de dos premios Nobel, le negaron el ingreso a la Academia Francesa de Ciencias por ser mujer (y con el pretexto de un enredo amoroso con Paul Langevin). O que a Lise Meitner, descubridora de la fisión del uranio, le escamotearon el Nobel en favor de Otto Hahn, que no había hecho más que los experimentos, y ante los resultados obtenidos, estaba perplejo hasta que ella aportó la solución. O también a Rosalind Franklin, ninguneada en la asignación de los premios Nobel por el descubrimiento de la estructura del ADN. Y sin hablar de Sophie Germain (1776-1831), que hizo trabajos importantísimos en teoría de números y se carteaba con Carl Friedrich Gauss usando el seudónimo de Monsieur Le Blanc para que él le diera bolilla.
En fin, historias de feminismo exagerado divertidas y de machismo real nada divertido, pero que pueden llevar a cualquiera que lea esta contratapa a introducirse en la literatura maravillosa de Haruki Murakami.
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