miércoles, 6 de enero de 2010

La Dama de la Torre: Capítulo 4




Qué impide relacionar una cosa con la otra. Cuál es el lugar de la lógica en este extraño universo. Cuál es la relación necesaria entre la vida y la literatura, la ficción y la realidad. ¿Existe acaso la diferencia?
La ciudad no tiene ataudes y los muertos amenazan con poblar las calles, un asesinato inexpugnable suspendido en el aire, un best-seller gótico que amenaza con volverse real. He aquí la cuarta entrega de La Dama de la Torre.

CAPITULO 4

Al fin y al cabo la vida es monocorde, como un desliz. La muerte de un lógico y la turbamulta de cadáveres desnudos que presagiaba la falta de ataúdes no eran más que puntos neurálgicos de una trama que ya de por sí es difícil develar. Hay que reconocer que era una época especial. En algún momento me senté a traducir mi diaria ración de best-sellers. A la editorial se le había dado, en ese entonces, por las novelitas góticas en las que mujeres neurasténicas (y muy probablemente frígidas) buscaban monstruos que las violasen a lo largo y a lo ancho de castillos construidos de tal modo que siempre resultaban artificiales. O bien las piedras eran demasiado grandes y no encajaban bien, o estaban talladas con tal exactitud que se adivinaban las máquinas del siglo veinte, o bien el diseño de corredores y cámaras correspondía a una concepción arquitectónica totalmente moderna, que no respetaba para nada el espíritu de la poca. A veces, los estilos se mezclaban y mientras un ala era románica, la entrada y pasillos laterales se internaban profundamente en el manierismo.

Sobre mi escritorio pues, está La Dama de la Torre. ¿Y dónde está? En alguno de esos cubículos medievales e incómodos, gimiendo de terror mientras los hierros de los calabozos producían ruidos espantosos. Los ecos recónditos repercutían en las columnas, llenaban de terror las altas naves, elevándose directamente hacia Dios ...pero no alcanzaban los sombríos aposentos de la Dama de la Torre. La iluminación era pésima y todo era insoportablemente oscuro, alumbrado apenas por candiles que solo lograban convertir la oscuridad en una penumbra sofisticada. Los objetos del tocador apoyados como al descuido sobre un boudoir casette adoptaban formas cambiantes, al compás de la llama, como si susurraran cosas. Ha caído una noche profunda, interrumpida cada tanto por el paso fugaz de un astro que se interna en estas latitudes boreales donde sólo parecen reinar la niebla y la borrasca.
Lady Chevesley se despierta de un sueño repentino: se figuró estar en un castillo del norte, construido de manera artificial, donde los pequeños objetos se movían al compás de la llama del candil, como si susurraran algo. Se estremece imperceptiblemente. Luego, al comprobar que su espasmo puede pasar inadvertido se retuerce en medio de alaridos que no obstante, en el castillo, nadie oye. No sabe si la realidad fluye hacia ella o desde ella hacia afuera. En un extremo de la cámara, cerca del tapiz que disimula la mala factura hollywooodense de las paredes, se abre un ventanuco, cavado en la roca viva por el que se filtra la luz puntual de una estrella. Estamos en el norte, piensa Lady Chevesley, y la luz en el norte es siempre así, lineal. El candil, apenas una mancha amarilla que flota sobre un mejunje grasoso, se agita. La Dama de la Torre escucha el temblor de los grandes portones que vibran con insistencia metálica, como un tambor muy mal afinado. El castillo se ha tornado demasiado grande para ella sola. Desearía algo más, y no sólo la invisible compañía de las alimañas y los cadáveres embalsamados del museo, o los esqueletos todavía encadenados en las mazmorras. La Dama de la Torre sabe y calla: en su corazón se agita una pasión inconclusa.
Pero Lady Chevesley no ve aún lo que yo veo, o por lo menos lo que creo percibir: cierto entusiasmo en los entierros, cierta mayor densidad de coches negros, recorriendo la calle acompasados, ansiosos por mostrarse, apurados por decelerar un trámite necesario. Sólo en un caso vi, en la parte trasera de una furgoneta, un cadáver sin ataúd. Pero ya empezarían a aparecer. Cadáveres desnudos, muertos, cadáveres tocándose, apilados en perversas reminiscencias de Auschwitz y Treblinka, el horror y la parálisis introducidos de contrabando en la magia del amontonamiento. Mostrando aquello de inverosímil que palpita en lo simultáneo, revelando posibilidades de duplicación que destruyen nuestra fe en la cosa única.
La Dama de la Torre no advierte - y seguramente no advertirá jamás-  el suave conflicto policial que se introduce subrepticiamente en su mundo completamente armónico, llenándolo de ritmos. Asesinatos que alteran la continuidad de la novela y amenazan la unicidad de la memoria, que superponen una trama a la otra la verdadera, como quien superpone un dibujo a otro que se ha de calcar. Matan a un lógico mientras mujeres patéticas recorren castillos y castillos, gritando su angustia en todos los idiomas, adoptando poses universales, tratando de construir un esperanto del terror.
Si las calles y las novelas se repiten, ¿por qué no han de repetirse los crímenes y los cadáveres, por qué no ha de adoptar el mundo como norma la repetición, por qué confiamos tanto en que la realidad es como la pesadilla, o el sueño?

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